sábado, 29 de noviembre de 2008

TRAFALGAR 1805-2005










Cuando hace años, 1960, llegué a Cádiz, la ciudad milenaria languidecía como una isla en el mar. 15 de septiembre, noche ya, el Paseo de Canalejas, junto al Puerto, resplandecía solitario de un verde vegetal. Eran los tiempos renovadores del marqués de Villapesadilla, los tiempos fantásticos del Trofeo Carranza. Relucían en la bruma las altas chimeneas de los buques trasatlánticos que viajaban a América con emigrantes españoles. Los vería todavía despidiéndose con pañuelos blancos, el bramar de las sirenas y los sones de Suspiros de España. Lágrimas y pañuelos también en los muelles por aquellos hermanos y amigos que muchos jamás volverían. ¿Qué sería de ellos? El trasatlántico no tardaría mucho en perderse por la Punta de San Felipe hacía la Bahía y la mar abierta...
Muchos años pasé en Cádiz, la ciudad mercantil y marinera, cuna de libertadores. En ese tiempo florecía su industria naval, los grandes astilleros, la botadura de gigantescos petroleros que convertían a la ciudad en un festival. Músicas, pitadas de los grandes y pequeños buques surtos, alegría de una ciudad próspera. ¡Bellos recuerdos aquellos de la Bahía, la Bahía de los barcos y de los poetas: Juan Ramón, Alberti, Cernuda, Pemán y tantos más! La Bahía como un espejo al atardecer, en la bajamar cuando las luces verdes y rojas de los Puertos –Puerto Real, Puerto de Santa María- comenzaban a florecer en la lejanía. Cuando los ánsares pasaban hacia Doñana y las pequeñas embarcaciones rompían el agua hacia las Puercas, mar adentro...
La Bahía también de la batalla de Trafalgar. De los grandes navíos de la Combinada francoespañola, refugiados allí por una decisión inútil de su almirante. Durante mi tiempo de Cádiz oiría hablar muchas veces de la famosa batalla y sobre todo del heroísmo de una ciudad en aquellos momentos trágicos. “La mar no se cansaba de arrojar a las playas muertos desfigurados, muchos de los cuales apenas podían identificarse. Todo Cádiz era un cementerio.” (Carta del capitán Sevilla).
Cinco años de mi arribada a Cádiz, se hablaba de los ciento cincuenta años de la batalla y, con motivo de su conmemoración, la Diputación Provincial publicó un interesante estudio, “Los días de Trafalgar”, del erudito gaditano Augusto Conte Lacave, prólogo de Miguel Martínez del Cerro. Augusto Conte, que poseía una de las bibliotecas y uno de los archivos particulares mejores de Andalucía, cosa no rara en Cádiz incluso en ese tiempo, formaba parte de aquellos ilustres gaditanos que llegué a conocer, como eran Cesar Pemán, Gener Cuadrado e incluso el mismo José María Pemán, a quien recuerdo paseando por la ciudad con su amigo el dominico Padre Vicente, muerto no hace mucho en Almería, y presidiendo la Academia Hispanoamericana, ya muy deteriorado, de chaqué, recibiendo a Jesús de las Cuevas y a Juan de Dios Ruiz Copete. Pemán era muy visible en la ciudad, en su Plaza de San Antonio...
El libro de Augusto Conte tiene el mérito de ser un estudio sobre la batalla de Trafalgar escrito en el mismo Cádiz, con testimonios casi de primera mano. Avisa en advertencia preliminar que aunque no lo parezca, “ hay muchos puntos oscuros que esclarecer, muchos detalles dispersos que reunir, muchas informaciones curiosas que recordar y aun lo conocido, en este como en otros hechos históricos, se puede y debe todavía enfocar desde nuevos ángulos de visión.”
Los planes de Napoleón, como es sabido, fueron descritos por el mismo Tayllerand: “Mi resolución está tomada. Mi escuadra ha salido de El Ferrol el 13 de agosto. Si en virtud de mis instrucciones se une a la de Brest y entra en el Canal de la Mancha, todavía tengo tiempo para enseñorearme de Inglaterra.” Pero esto no sucedió, ya que la escuadra cambió su rumbo e incompresiblemente se dirigió a Cádiz, que fue su muerte.
La escuadra quedó inmovilizada a causa del levante en calma, viento trágico, que impidió su salida de la Bahía, como hacía años le pasó a la escuadra del almirante Bruix, que tardó tres días en salir de puerto. No podía abandonar la Bahía la Combinada y cuando lo hizo por imperativo imperial, fue para sucumbir bajo las baterías inglesas de Nelson y de Collingood, ayudadas por el terrible temporal del Suroeste que destrozó aquellos bellísimos navíos de velas y varios puentes, orgullo del mar. Cuarenta mil hombres, sesenta y siete navíos y cinco mil cañones se encontraron en aquella batalla, la última batalla de barcos a la vela, también la última batalla entre caballeros, que antes de entrar en combate, vistiendo ambos contendientes sus mejores galas, desenvainadas la espadas, arengadas las tropas, al viento banderas y estandartes, se prepararon para una lucha sin cuartel. Perdieron la vida diez mil hombres y se hundieron veinticuatro navíos. En la larga lista de muertos: Nelson, Churruca, Alcalá Galiano...Gravina herido, Villeneuve, cuyo barco el viento arrojó contra las rocas del castillo de san Sebastián, fue cogido prisionero...
La obra de Conte se completa con numerosos apéndices, cartas privadas sobre la batalla, noticias de desaparecidos, ¡tantos tristes recuerdos que la vieja ciudad vivió desde sus murallas, entregada sin distinción de banderas al socorro de tantas y tantas víctimas! Cádiz, ciudad heroica...
Buena idea esa de rendir homenaje a tres bandas, España, Gran Bretaña y Francia, en el escenario de aquel mar insólito, a los héroes caídos, casi cinco mil, en aquella memorable batalla. “Honor y gloria a los héroes de Trafalgar”. Doblaron a duelo las campanas de Cádiz, las mismas que hace doscientos años, como lo hicieran también, por decisión de Reino Unido, todas las campanas de la Commowealth..


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Faro de Trafalgar

José ASENJO SEDANO


(Artículo publicado en el periódico IDEAL, de Granada, el 25 de octubre de 2005)

sábado, 22 de noviembre de 2008

ANITA FRENTE AL ESPEJO





En abril de 1985, ¡cuánto ha llovido!, publiqué en ABC de Sevilla el siguiente artículo dedicado al gran novelista Manuel Halcón, académico de la Lengua, artículo que forjaría nuestra amistad ya que, desde entonces, pasamos a llamarnos primos y lo fuimos hasta el final de su vida, que todo lo borra. Halcón era todo un señor andaluz.

El hombre le ha dado, sin saberlo, alma al espejo”, escribe Manuel Halcón en su novela “Monólogo de una mujer fría”. Quizá porque el espejo nos desdobla, nos muestra la cara oculta, real, irreal, que nunca vemos. O tal vez porque en el otro, o en la otra, podemos imaginar todo aquello que acaso nos hubiera gustado ser. Lo normal es que pase sus horas frente al espejo aquel o aquella que está satisfecho/a con su físico. Encantado, como Narciso, con su imagen.
Sólo una vez, que se sepa, se atrevió Diego Velásquez a pintar un desnudo y, para hacerlo, delicadamente lo puso de espaldas. Era un desnudo íntimo. Venus en divina contemplación, en culto personal. El pintor, para hacer el retrato, sospechamos que, pudoroso, se colocaría detrás de una cortina, adorador de ese instante místico de la diosa.
Muy diferente de la Maja de Goya, exhibidora y pecaminosa, más pendiente de los ojos de los demás, que del casto y frío ojo del espejo impoluto, al que desprecia. La Maja es gustadora de tentaciones y codicias, seguramente porque no es mujer de monólogo, sino mujer de escaparate y diálogo. No hay pudor en la Maja.
Todo esto se me ocurre a propósito del desnudo literario de Anita Peñalver –“espléndida, soberbia, armoniosa”- que comienza a mirarse en el espejo como una gracia rubeniana y flamenca y acaba “por fijarse” en un solo espejo, el central del tríptico, donde aparece pletórica y exultante. Anita, con torbellino, no es más que una amante a la española, tan lejos de una amante a la francesa. Anita es capaz de todo por ese amor que fija y nos fija, que la hace capaz de las mayores locuras. De ahí su generosidad, de su romanticismo y beatería.
Pero a mí, lo que más me llama la atención de esta novela modelo de Manuel Halcón, tan equilibrada y clásica, es esa querencia campera que trasciende de sus páginas. Es Anita, pero también es Andalucía. “¡Qué pacífico está el campo! Solo aquella cuadrilla lejana. ¿Qué hacen esas cuadrillas?” Andalucía, como la Venus velazqueña o la Anita de Halcón, también se tiende desnuda cara al espejo del río en soliloquio amoroso y blando. Y huele, es curioso, a suya, a poleo, jaramago o arvejana.
Mucho de común tiene la mujer y el campo. Tanto que, a veces, leyendo el “Monólogo”, no estaba seguro de estar ante la uno o el otro. Se notaba mucho ese manso olor de la tierra húmeda, de la tierra caliente, ardorosa, tan a punto. “¡Qué prodigio! Llegar tan tarde y aún a tiempo”. Llegar siempre. Tal vez por eso sea esta novela –en sus bodas de plata- tan novela del Sur. Tan nuestra.


José ASENJO SEDANO

viernes, 21 de noviembre de 2008

LOS POBRES QUE VUELVEN





De pronto, la calle ha comenzado a llenarse de pobres. Las calles y las plazas.. Como si la España zarrapastrera y esperpéntica, al cabo de los años, hubiera resucitado y todo el ancho campo urbano se hubiera convertido en desconcierto y mercado. De nuevo, la España lacerada y triste, la de Galdós, Baroja o Valle Inclán, con sus historias horrendas de crímenes y raptos. Tal vez la España negra y turística nunca perdida.
Se ven saltimbanquis haciendo acrobacias a ritmo de redoble y tambor. La cabra equilibrista, el niño de la cucaña goyesca. El niño pájaro. El niño músico con sus ojos de increíble picardía. El niño angelical sin paraíso. Niños macabros arrojados como trapos en la acera, pálidos y medio muertos, la mandíbula caída, presa de un sueño satánico y embrujado. Niños como el Lazarillo de Tormes, víctimas del primer ciego perdido.
Se ven parejas de importación, sin papeles y sin oficio, de rodillas y en cruz, mostrando su pobreza a la vergüenza pública. Mujeres jóvenes con niños de pecho. Abortos en la cuneta. Obreros en paro contando su desventura a un público silencioso, retablo de una vieja farsa, historia por entregas de un horrible caso de locura y desamparo...
Ancianos de manos trémulas. Pordioseros. Jóvenes vergonzantes escondiendo el rostro bajo la sombra de un pañuelo de amargura. Cojos, mancos, pillos, prostitutas, drogadictos, locos, tontos... un largo censo entre moderno y medieval, al que ha venido a incorporarse un largo censo de importación inmigrante, la mayoría músicos de flauta, saxo y acordeón...
Conmovido y asustado, forzosamente he tenido que evocar la España eterna y sin remedio de truhanes, embusteros, sacamantecas y sacacuartos, esa literatura infame del hambre, origen de nuestra novela descarnada y verdadera....La España sabia, triste y generosa capaz de morir en los cuernos de un toro una tarde de domingo. Más cornadas da el hambre...
La España incrédula de romerías y conciertos, de gritos y botellones. ¡Cuánto sol en las veletas del viento! La carretera llena de coches sin destino, autovías sin término, balada de atropellos y accidentes, sangre alquitranada, mueca del llanto....
José ASENJO SEDANO

sábado, 15 de noviembre de 2008

DE VUELTA A KAMMANDÚ



Sierra de Lújar.


In memoriam de Pepe Corral Maurell.




Pepe Corral. Nos encontramos la primera vez en la casa del poeta Rafael Guillén. No sé si por azar, tomó una de mis novelas que estaba en la librería y la leyó de corrido. Le alucinó (me contaría después) el mundo desolado, extraño e inhóspito de Crónica, mi novela de Guadix. Fue como si se asomara a un abismo y, desde entonces, no pudo librarse del vértigo que, a muchos, da mi pueblo. Fue por eso por lo que se dedicó a regalar a su costa ejemplares de la novela y a enviar, incluso a mí, postales del paisaje de Guadix, que tanto le impresionaba. Fruto de aquella lectura fue un artículo que publicó en Ideal, en la rueda de los días, (su sección), hace ya muchos años.



Por entonces yo era ciudadano de Cádiz. Hacía varios años que yo había dejado atrás la torre de la Catedral de mi pueblo. La torre, los inviernos y sus muchas soledades. Hasta el resplandor de la nieve sobre la Sierra. Guadix, todavía era el Guadix de Alarcón y quizá el de Mendoza y hasta el de Mira de Amescua. Un Guadix recoleto, pobre, amurallado en sí mismo. Era el Guadix de la posguerra. No había cambiado aparentemente, pero eran muchas las cosas que ya no serían lo mismo.



Era ese Guadix contado el que a Pepe Corral le atraía y por eso se convirtió en su mejor propagandista. Se convirtió en mi amigo. Un día me presentaría al antropólogo Manolo García Sánchez, una de sus admiraciones, a quien había hecho llegar mi novela. Otro día -yo ya estaba en Almería- nos conoceríamos personalmente. Desde la ventana de mi despacho del Instituto Social de la Marina, se veía el puerto pesquero y el astillero arsenal donde todavía se fabrican esos pequeños barcos que navegan por nuestro mar. Con el olor marino, hasta nosotros llegaba el olor de la madera recién cortada, del barniz y de la brea. Se fue entusiasmado con ese primer encuentro con este mundo -el de los pescadores de bajura- que él había vislumbrado en los amaneceres de Almuñecar (Sri Lanka).



Nos vimos algunas veces más. Nos escribíamos. Sobre todo durante sus largas estancias en Kammandú (léase Capileria). Desde tan alto mirador, se sentía vital y fantástico. Las cartas de Pepe Corral Maurell llegaban en catarata, salpicadas de nieve y de plantas aromáticas. El esplendor del paisaje, lo sumía en éxtasis y le hacía lúcido, transparente como el aire serrano. Me escribía este verano: "Sin pretenderlo, también formamos parte de los demás". Y me remitía fotocopias de artículos periodísticos y de cartas de amigos comunes, de Rafael o de Paco Izquierdo, llenas siempre de cariño y de sana ironía. Me hablaba de su gato.O de Aurelio, el pintor gaditano vecino suyo. Parafraseaba a Matilde Molina de Haro y me decía:" Se escribe, para no morir..."Me hablaba de su pariente Melchor Fernández Almagro o de su tío el marino Emilio Diaz Moreu o de don Ramón Maurell...Y de sus raices de Úbeda...Y de las gaviotas argentadas (blancas y negras), distintas de las gaviotas entreveradas (del color de la playa), de las que quedan pocas...Me elogiaba las reflexiones de Ruiz Molinero, por el que sentía verdadera admiración...



Para que me hiciera una composición de lugar, en carta de septiembre pasado, me describía su situación en Kammandú: "Superar el tiempo entre la espuma de la cascada del viejo molino bizantino de Asquasiar, rodeado de flores amarillas, oréganos y mastranzos, húmedas y perfumadas, flexibles juncos y mariposas, es una sana cura física y espiritual. Al norte, aquí mismo, mientras te escribo, el Veleta y el Mulhacén, al Sur el Mediterráneo por los huecos que Sierra de Lújar deja a cada lado y, al frente, disimulada por las rocas, La Atalaya, refugio de los budistas malayo-tibetanos donde no cesan los turnos en la búsqueda de la paz consigo mismos..."
Capileira (Kammandú)


La verdad es que, desde mi última, esperaba carta suya de un día para otro. Más, sabiendo que se encontraba de paso en Granada de regreso de Sri Lanka. Ya sé que esa carta no llegará. Por una llamada telefónica he sabido el motivo: Pepe Corral Maurell (escritor, periodista, poeta, arqueólogo, amigo...) se ha muerto. Muerto sin tiempo de avisar a nadie. Muerto de tal manera quea uno le cuesta que se haya muerto. Es más fácil pensar que Pepe Corral se ha vuelto a Capileira, su Capileira, a Kammandú, donde efectivamente lo han enterrado, cerca de las cumbres que pronto se cubrirán de nieve y de cielo. De esperanza. Como en unos versos suyos que me remitía hace poco, estará:


allí donde la lluvia
se apiada de la tierra
y las lágrimas llegan
en ansia de ternura...






De regreso a Kammandú, donde, como dice Rafael Guillén, vivirá en estado de imaginación permanente, creando un mundo fantástico y en paz para él y para sus numerosos amigos...






JOSE ASENJO SEDANO






(Del libro "El Mirador de San Fandila", colección de temas accitanos, Excmo. Ayuntamiento de Guadix, 2001).






viernes, 14 de noviembre de 2008

MARTIN, EL SANTERO DEL SALIENTE





-Martín.


Estaba apontocado en el muro de travertino del santuario y miraba el horizonte con ojos de pájaro asustado. ¿Qué hacía allí con las manos enlazadas, los ojos ennieblados, siguiendo el vuelo de los aguiluchos que pasaban dando gritos sobre la cumbre pelada?...


Me dijo que se llamaba Martín. Como era invierno y habíamos subido peregrinos al Saliente, hacíamos sobremesa tomando el sol en la plaza. Había manchas de nieve en los repechos del Roel, a mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Me dijo que tenía hechos muchos caminos. Se miró las suelas de los zapatos como para que viera las huellas que llevaba impresas. Sonrió y se quedó mudo, pendiente de las colinas desérticas.
-Poca vida por aquí,-comenté.
-Poca.
-Pero usted hizo su petate y se vino...


Volvió a su sonrisa y a medir con la mirada el espacio de tierra que cubría con sus pies. Era la tierra que le correspondía: lo que podía abarcar con las suelas. A veces no merece la pena caminar tanto, se rompen los zapatos y no por eso se tiene más...
-No.


Fuí yo el que ahora se echó a reir. Los caminos, al cabo, van siempre con nosotros. Hay caminos largos y caminos cortos y hay caminos que no llevan a ninguna parte.


-Otros...
-Otros pueden traernos aquí.
Bajó la cabeza y asintió. Esa era su historia.
-Pero antes tuve que ir a muchos sitios.
Abrió los brazos como si quisiera mostrármelos.
-¿Dónde estuvo usted?
-Por ahí...
Los ojos retornaron a su mapa personal; a sus pies y a sus manos. Más abajo, donde están todas las cosas.
Sabía lo que pretendía decirme con ese gesto.


-¿Cómo fue que no se casó?,-se me ocurrió preguntarle. Supuse que no era de aquí.-Porque usted vive solo, no tiene a nadie...


-Yo soy de Martos,-me dijo.- Tuve mi novia allí, y antes de que pudiéramos casarnos, se me murió.


-¿Se le murió?


-Se me murió.


Se le borró la sonrisa y una nube triste sobrevoló su mirada. Había sido el sepulturero de Martos y, cuando ella se murió, tuvo que enterrarla.


-¿Usted la enterró?


Mis palabras se hicieron eco de las suyas. Levantó los ojos y vi como aquellas nubes se hacían de nieve.


-Por eso me marché de Martos. No sabía adónde ir...Me hubiera gustado morirme...


-Y andando andando fue usted a parar a otro cementerio...


-Era como si me buscaran.


Me contó que fue a Guadix. En Guadix el cementerio está al resguardo de un monte envejecido. Es tierra de otra tierra. Uno espera ver salir de la arcilla fémures y húmeros milenarios. El monte se agrieta por la lluvia y el viento toca aquí su arpa fúnebre. Las nubes, sobre las tapias y los cipreses, pasan con sus alas de silencio...


-Y se quedó a vivir con los Hermanos Fossores de la Misericordia...


-Me contaron que había unos hombres santos que enterraban a los muertos. Y me quedé con ellos.


Cuando el duelo familiar llega a las puertas del cementerio, los Fossores se hace cargo del difunto y lo lleven con rezos a la sepultura.


-Es como en la iglesia...


-Eso.


-Pero un día se fue...


-Me fuí. Cuando abría una tumba, me parecía que la desenterraba...No podía...


-Y otra vez al camino...


-No tenía a nadie. ¿Qué podía hacer?


Oyendo el viento de los caminos, el repicar lejano de las campanas, viendo el paso de las nubes y las noches estrelladas, comencé a sentir dentro la voz de Dios...


-¿Le llamaba Dios?


-Lo buscaba y Él venía a mi encuentro. Soñaba que era como mi madre. Me quitaba las lágrimas y me hacía dormir en sus brazos. Era como un perro fiel.


-¿Dios?


-No, yo.


-¿Le gustan los perros?


-Una noche oí una voz que me decía: Martín, vete al Saliente, allí está tu madre esperándote. Y me vine aquí.


-¿Conocías el santuario?


-No, fuí preguntando.


Una mañana, saliendo el sol, lo vio desde lejos y el corazón le dijo que lo había encontrado.


-Subí y vi abierta la puerta del santuario. Entré y me puse de rodillas. Allí estaba la Virgen:Le dije: ¡Madre!. Y ella me sonrió. Sabía que era ella.


Estaba Martín acompañado de otro santero. Me contaron que vivían de la limosna de gentes piadosas del lugar. Nunca bajó Martín del santuario. Permanecía horas y horas delante de la imagen de la Virgen a punto de vuelo y, cuando de noche se iba a su celda, antes subía al camarín y besaba sus pies...


-Le digo: Madre, ¿quiere usted algo de mi? Ella me sonríe y me dice: Anda, vete a descansar. Pero a la medianoche vengo callandico y la encuentro rodeada de ángeles que la suben y la bajan de cielo, que la mecen y le cantan y yo me echo a llorar, ¿sabe usted? Yo le digo: Madre mía, cuando me muera, quiero morir a tus pies...Yo tambien quiero subirte al cielo...¡Llévame contigo!...




Y la Virgen se lo llevó como él quería. Fue durante una misa de peregrinos. El santero Martín subió al camarín a depositar un ramo de flores y, todos vieron como de repente se desplomaba y quedaba exánime a los pies de la Virgen...Fue así como murió.
JOSÉ ASENJO SEDANO

(Relato histórico, publicado en la obra "Cuentos del Santuario del Saliente", Colección Batarro, Albox (Almería), 2003. Texto corregido)

viernes, 7 de noviembre de 2008

LLUVIA




Si el agua es lluvia en su remanso,
¿qué es la nube cuando vuela?
¿Qué son las aves
que el sol naciente hiere y sangra?
¿Son alcores o son el pálpito
del olmo cuando gime?
¿Vive el agua en el otoño
o es espejo que el viento apaga?

Sigo absorto el vuelo sideral
que el viento agita
y me siento nada
mientras vuelo.

Brillan los ojos silentes de la luna
rielando su estúpida mirada.
Reloj sin horas, sepulcral espera
que agota y mengua y acaba mientras espero.

La luna lapida la noche en agonía,
lluvia helada, mudez que habla
y anhela salir callada de su espera...

Todo es frío y polvo
que vuela veloz hasta la orilla.
La vida es breve, ave que transmigra
y posa esperas en la torre extinta que vigila.
El salto final, es el espacio.




José ASENJO SEDANO

martes, 4 de noviembre de 2008

EL MIRADOR DE SAN FANDILA



En 2001, "La colección de Temas Accitanos", publicó mi libro EL MIRADOR DE SAN FANDILA, comentarios periodísticos (1964-1967), que tuvo cierto éxito entre mis lectores. Ignoro si el libro se enuentra agotado o todavía quedan ejemplares en las librerias de Granada o Guadix. En el Mirador detengo mi mirada sobre diversos paisajes de la geografía andaluza por mi conocidos, el mar en sus dos orillas (Guadix, Granada, Almería, Cádiz) y mis recuerdos marineros y literarios. Pienso publicar en este blog alguno de esos comentarios.



Ahora, en pleno mes de noviembre, mes de fríos y de nieves, de cielos luminosos y nubes de paso, evoco el otoño de Guadix desde este Mirador, el sol vespertino ya en su ocaso y los álamos del río como lanzas velazqueñas encendidas. Ese lienzo de mi niñez con la torre de la catedral en su centro señalando su hora más callada. ¡Cuantas memorias de amigos, silencios, pisadas, nostalgias...Mi casa de la Concepción, la soledad de la Plaza, el lloro de un niño, el ladrido de un perro, la tos del transeunte, el rezo del rosario de mi madre en su silla, siempre en sus manos! ¡Ha pasado tanto tiempo!



Era cuando yo leía los cuentos de Alarcón, la Pródiga, El Niño de la Bola, El Capitán Veneno... Mis primeras lecturas al calor del brasero, los gatos entre las piernas...Y el repentino repique de la catedral anuciando la muerte de un canónigo...

El Mirador de San Fandila estaba extramuros, al otro lado de mi iglesia de san Miguel, una cueva capilla, ¿un anacoreta mozárabe?, ¿un martir? San Fandila murió en Córdoba en tiempo de moros. Yo tomé este cerro de sus contemplaciones celestiales como título de ese libro y así sigue... Es un lugar emblemático de Guadix.