domingo, 21 de marzo de 2010

HA LLOVIDO EN LA ALDEA. 1950

Patria, Granada 5 de julio de 1950



HA LLOVIDO EN LA ALDEA

Hasta el cielo se eleva el polvillo calenturiento de las eras en el tibio remolino de la tarde. Se cimbrea el trigal y destrenza el oro de sus gavillas. Al valle bajan las nubes, se abrazan y un relámpago es el chispazo de este beso. ¡La tormenta!. Trincan las puertas en las casas; rechinan descampadas las bestias; gira y salta la carreta entre gritos de gañán, ladra el perro y, alzando su cabeza y estirando sus patas, aulla el lobo desde la rojiza colina de la sierra.
Cae el agua sobre las piedras achicharradas por el sol; hierve la tierra como si se apagase un gran incendio; la floresta mueve sus hojas y la lluvia cae rápida, ligera. Un trueno horrible. La aldea parece conmoverse y avalanzarse hacia el valle. Sus casitas tiemblan y su campana suena lángidamente lanzando sus pusilánimes ecos sobre la montaña. Cae un rayo y prende las ramas de un árbol. El pastor se santigua, salta sobre pesñascos con una ovejita la hombro.
Cerca de un viejo molino el agua borbotea en el caz, rompe la presa y se desborda en una ruidosa catarata sobre el barranco.
Una vela permanece encendida junto a un cuadro de la Virgen mientras las mujeres y chiquillos pasan devotamente el rosario. Los hombres, inquietos, fuman nuno y otro cigarro. Miran de cuando en cuando por un ventano y mueven disgustados la cabeza. La mies que quedó en la era el agua la arrastra en su camino y se la lleva para ser pasto de pájaros y hormigas. Y hay uno que grita: "¡Mi cosecha! ¡Todo se ha perdido!". Se pone roja su cara y golpea sin cesar la mesa en su neviosismo desenfrenado.
Pero la tierra está sedienta, asada, y se bebe el agua que sobre ella cae. Las huellas paralelas de los carros desaparecen mientras la tarde se va apagando en su callada tristeza. El sol brilla un momento al ocultarse y el arco iris dibuja sus colores espectrales entre los diseminados nubarrones.
La lluvia cae sin rumor. Los relámpagos se ven más lejanos y el trueno llega en el eco opaco de los barracones. Las nubes se pierden y en el cielo aparece la claridad del cielo andalúz. Cesa la lluvia y las puertas se abre. Por la aldea parece que pasó la guerra o la muerte. Encharcada, llena de pedrisco. Algunas carretas volcadas a la vera del camino, otras abandonadas; la acequias rotas; las gentes alocadas. Unos arrojan de su casa el agua internada, otros recojen los objetos perdidos:"¿Y tu hijo?", pregunta uno. Lo dejó cuando empezó la tormenta. Salió corriendo, pero, después, ya no volvió a verlo. ¿Se escondería en otro sitio o la riada no le dejaría?. Pregunta a unos y a otros. "Yo no le ví". "¡Cualquiera sabe!", contesta otro. Un rictus de dolor se grava en el rostro de la madre. Sus ojos de mueven inquietos, sus manos tiemblan. Corre, sube, trepa sobre el monte y desde allí grita una y cien veces. "¡Mi hijo!".
La noche va cayendo sigilosamente en un juego de estrellas. Un silencio extraño cubre la húmeda soledad de la aldea. A través de cualquier ventana se ve el bailoteo de una candela. Oscilan las sombras en las pareces. Llora asustado un niño...
Pero ya todo pasó. Sólo se escucha en la hondonada el estruendo espumoso de la cascada. La monótona caida del agua en la fuente.
Asoma la luna -una luna grande con cara tristona- se eleva, se cubre coqueta con el encaje de una nube y, al asomarse sobre un picacho, semeja una andaluza tocada de mantilla. Quiere interrogar al valle y, éste, parece decirle:
-Ha llovido en la aldea.

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