viernes, 25 de abril de 2008

MEMORIA DE PÍO BAROJA








Pio Baroja.El más fecundo de nuestros novelistas. Sus novelas - sobre Madrid, sobre el País Vasco- son un mosaico de personajes inolvidables, fruto de una mente lúcida, bien dotada para la pintura y la observación. No se verán nunca tantos españoles como los que desfilan por sus novelas. Miles de páginas y miles de personajes, nunca masa. En Baroja, el personaje literario es siempre persona. Nos recuerda al Greco y a Goya. Nunca a Velázquez. Tampoco a Solana. En Madrid vivió de niño cerca del campo de los ajusticiados. ¡Triste recuerdo! El Madrid sombrío de algunas de sus novelas del suburbio.




Baroja había nacido en San Sebastián, en 1872, Día de los Santos Inocentes. Nunca se casó, prefería los cuidados de su madre, doña Carmen Nessi, que lo mimaba como hijo único. Madrero y familiar, de mesa de camilla. En este ambiente Baroja se sentía feliz. En "Los Baroja", ecribe su sobrino Julio Caro: "Para mi tío lo principal no eran ya los libros, ni los pueblos, ni las regiones, ni las naciones, ni las ideas: lo principal eran las personas, los individuos, hombre y mujeres como tales. Lo mismo le daban que fueran ricas que pobres, cultas que incultas."




En 1936, cuenta Ramón Gómez de la Serna ("Retratos Completos", Aguilar, 1961 ), "después de mucho andar llegó (don Pio) a la frontera (francesa), divisó a dos carabineros:

-¿Se puede pasar?,-les reguntó

-Usted sí, don Pío,-le dijo uno reconociéndole,- y lo mejor que puede hacer es irse."

Y eso fue lo que hizo, pasó la raya con lo puesto y se fue a vivir, primero a Hendaya, luego a París, donde vivió su exilio bélico en un pabellón de estudiantes en la ciudad universitaria, donde no fue feliz. No tenía una peseta y casí vivía de prestado. Así hasta que decide regresar a España (1940 ), a su casa de Vera. Volvería a París todavía para regresar enseguida a su tierra, a escribir y cavar su huerta...


Decían que Baroja era anarquista. No creía en la política. No creía en los gobiernos. En realidad era un "anarquista literario", un conservador, al que solo le interesaba aquella política que le permitía escribir tranquilamente, aunque reconociera que la política es todo. Pesimista, estoico. Quizá muchos ignoren que Baroja era un lector asiduo del Evangelio. Lo dice en sus Memorias:


-"¿Usted no ha leído el Evangelio?,-preguntó en cierta ocasión a un interlocutor molesto.

-No, entero, no.

-Pues yo lo he leído muchas veces. Creo que un hombre que se atenga, por ejemplo, a las máximas del Evangelio, no se puede hacer rico."

Él, desde luego, no se hizo rico. Baroja daba siempre un sentido moral a su obra. "El escritor- escribió de él, el profesor López Estrada- sabe apreciar los destellos de bondad aunque no ofezca camino de salvación a los lectores". Siempre fue auténtico y veraz. Siempre le preocupó la moral, más que la ética y la estética. Sostenía que la gran literatura europea, que tanto admiraba, fue siempre moralista. "La carencia de religiosidad y aun los resquemores religiosos que en ocasiones manifiesta, eran compatibles con una exigencia de principios morales, puestos de manifiesto de una manera específica" ("Perpectivas sobre Baroja", Sevilla, 1972).

Fue un brillante escritor. Todos lo reconocían así, aunque los libr.no lo hicieran rico,sino todo lo contrario. Traducido a todos los idiomas, incluido el japonés. Decía: "He sido siempre el escritor que he querido ser, un escritor observador e indepeniente". Andariego y solitario. Tímido. Era fácil verlo con su boina por el Retiro de Madrid o en los bosques de su tierra. También le gustaba visitar las librerías de antiguo donde se hayan verdaderos tesoros literarios. No le gustaba Freud, ni André Gide. Ni Proust. Le gustaba Dostoyevski, Dickens, nuestra novela picaresca del Siglo de Oro. Lector y trabajador empedernido. Era un obrero de la novela. Un cincelador. De Galdós odiaba su amor al dinero. Jamás, y lo tenía a orgullo, escribió pornografía. "Nadie que lea mis libros -decía,encontrará en sus páginas pornografía. Verá, quiza, incorrección, desorden, desaliento, oscuridad, pero pornografía, no. Puesto a buscar, hallará más ascetismo que pornografía." Por eso rechazaba a aquellos escritores de grandes tiradas de su tiempo ( Felipe Trigo, Pedro Mata, Eduardo Zamacois, Alberto Insúa y otros) representantes de la novela erótica, tan popular...

Se ha hablado muchas veces de que Baroja no tenía estilo literario. "Yo no me preocupo mucho del estilo -dice- desde el momento que he visto que no tiene más que dos salidas, como en política: la de la derecha o la de la izquierda, lo extravagante. Yo creo que el estilo debe ser como la elegancia, según el dandy Jorge Brummel. Este afirmaba que cuando una persona elegante salía de un salón, no se debía recordar que traje llevaba."

Ver un original manuscrito de Baroja es contemplar un mapa de correcciones. Pulía lo escrito hasta el final. "Para mi la condición primera del estilo es la exactitud." Y más adelante (en sus Memorias): "El escritor que cree que es estilista, porque en ves de decir singular o solo, dice señero; en vez de madrugador, madruguero; en lugar de había dicho, dijera; en vez de había tenido, tuviera, es un cándido, todo es no es nada".

Un día se encontró Baroja con Unamuno en la Estación del Norte, en Madrid. Cuenta Baroja: "Él iba a París y yo a Vitoria. Hablamos un momento afectuosamente y, al despedirse, me dijo: Escriba usted siempre, hasta el final, porque usted es un hombre de estilo. La observación me dejó bastante asombrado."

En otra ocasión dirá "que el estilo es una manifestación de la personalidad humana, como puede serlo el hablar, el sonreír y el andar". Para Baroja el estilo era claridad, precisión, rapidez.
Muchas cosas se dirán siempre de Baroja.Para mi fue un maestro. Me leí todas sus novelas, en especial sus novelas del mar y sus novelas deMadrid. De todas aprendí la limpieza y rapidez del relato. ¡A ver los personajes!




Baroja murió un día otoñal de Mdrid y sus restos fueron sacados de su casa por sus amigos de entonces: Camilo José Cela, Pérez Ferrero y otros, con la presencia emocionada de Ernest Hemingway, que tanto lo admiraba. En aquel pobre ataud iba el cuerpo de un hombre humilde, del gran escritor que fue y eso sólo quiso ser, Pío Baroja.

José ASENJO SEDANO








(Artículo publicado en la revista granadina ENTRERIOS, nº 2, 2006. También en el periódico IDEAL de Granada, 2006).




jueves, 24 de abril de 2008

ESTAMPA DE FRAY JUAN DE LA CRUZ










1

A la sombra, sin mirar y casi en cueros, veo a Fray Juan de la Cruz intentando subirse en el machuelo de Juan de Cuellar, que le trajo de La Peñuela a este convento de Úbeda. ¡Válgame Dios la flacura del padre Fray Juan! Está sin carnes, casi un espectro, tan seco y tan sin vivir en sí, la pierna ulcerada. El animal, que le conoce, se deja acariciar, baja las orejas, rebuzna y parece saludar la mano que le mima. Al abrir la puerta, no sé donde irá, cruje dolorida la madera y el sol, como una brasa, entra en la cuadra y Fray Juan se tapa los ojos con las manos y se queda perdido buscando el poyete para subirse al machuelo. Todavía me pregunto cómo ha podido bajarse de la cama, como ha podido salir sin que nadie le vea. Tiene que haber perdido la razón. Le miro y tiene los ojos enrojecidos, excoriada la boca con tanta calentura, las manos como las manos de Cristo. Solo lleva una camisa y unas bragas de lienzo. Hábito no tiene, que el prior se lo ha quitado. Por eso pena y llora.
Corro en su busca y le pregunto,
-¿Adónde quiere ir su paternidad?
Quiere reconocer mi voz, se sonríe y acaricia de nuevo el cuello del machuelo, que busca hambriento la avena. Meto la cabeza del machuelo en el ronzal, le pongo la albarda y le ayudo a subirse, que harto cuesta. No tiene fuerzas, ni peso, es como una pluma en manos del viento. Le veo la pierna vendada, esta mañana le cambió las vendas Ambrosio Villarreal, que es hombre que le aprecia. Tenía la apostema como el carbón. Todo el cuerpo lo tiene tan herido que parece un cristo. Da pena.
Me pregunta si soy el hermano Diego de Jesús.
-¿Sois mi enfermero?
Le digo que si mientras hago por ponerlo derecho sobre el machuelo. Le ciega el relumbre del sol, me oye, pero no me ve. Le digo que si, que he bajado corriendo cuando he visto su cama vacía. Que no sé dónde va su paternidad...
Lleva la taleguilla. Tiro del ronzal y le pregunto dónde quiere ir.
-Al monte.
-¿Al monte? Qué monte?
Observo que me mira con asombro. No se explica mi pregunta. No me contesta.
Sostengo su cuerpo cuando el machuelo se encela con la avena y no hace caso. Las piernas de Fray Juan cuelgan como nada, los pies descalzos. Pico al machuelo y sale de la cuadra.
No le va a gustar al Padre Francisco que Fray Juan se haya levantado y menos que se lleve el machuelo de Juan de Cuellar. En eso es muy exigente. Anda por ahí el Padre Diego Evangelista buscando firmas para quitarle el hábito a Fray Juan de la Cruz, que es una infamia.
-Hermano,- cogiéndome el brazo,- tenéis que quemar ahora mismo mis papeles, hacedlo a mi vista.
No veo saque nada de la taleguilla. Pienso que los papeles a los que se refiere son los que otro día quemó el Padre Bartolomé de San Basilio. Temiéndome su locura, hago como si los tomara y los meto en un puchero y los quemo.
-¿Por qué no se vuelve a la cama su paternidad?
Intento convencerlo, le hablo con ternura, tomo al machuelo de la jáquima. No entiende lo que digo. Miro la pierna que cuelga, renque y dolorida. Repito mi pregunta y no se entera, baja la cabeza como en sueños y quiere salir a la plaza. Tiro del machuelo y salgo a la calle llevando a Fray Juan de la mano, que se busca la capilla que no lleva para taparse del sol. El animal intenta volver a la querencia, acaba dejándose llevar de mi mano.
Abajo hay una muralla. Viene un perro famélico al olor de las fístulas y lo aparto de un puntapié. Un coro de mujeres acude lacrimosas compadeciendo al enfermo, más cuando sabe que este es el Padre Fray Juan de la Cruz, un santo...
Desvaría. Platica como si hablara con alguien. Voy siguiendo los pasos del machuelo, sujetando al Fray que no se caiga. Fue el Padre Francisco quien me mandó cuidara de él. Bien conozco la severidad del padre prior, enemigo de templanzas, más con Fray Juan...
-Y cuando lo vengas del todo a tener, has de tenerlo sin nada querer...
Cruzamos la plaza, él montado y yo su escudero. Al vernos, muchos preguntan dónde llevo al pobre santo. Si no tengo caridad. No sé que decir, meneo la cabeza, me hago la cruz y miro al Fray que nada sabe y sigue sus letanías...
-Para venir a lo que no sabes, has de ir por dónde no sabes...
Viene corriendo con aspavientos el hermano Bernardo de la Virgen y me pregunta si estoy loco.
-¿Dónde llevas a Fray Juan de la Cruz? ¿No ves que se muere a chorros?
Porque está roto. En cueros, subido en el machuelo, más parece que lo llevo para irrisión del pueblo. Digo que no es cosa mía, que es Fray Juan quien lo quiere. ¿Qué hago?
-Quiere subir al monte...
-¿Qué monte?
Los dos miramos lejos, la sierra que está metida en nubes. El hermano Bernardo se hace la cruz, y dice si el padre querrá subir al Calvario, a ver a sus hijas del convento de Beas...Yo me acuerdo del día que lo trajo de la Peñuela el Padre Juan de la Madre de Dios. En la puente de Linares descansó Fray Juan, ya venía malo. Repartía dibujos que pintaba a cuantos veía.
-Cuando reparas en algo,- sigue su plática adoctrinándome,- dejas de arrojarte al todo...
No sé qué decir, siento me corren las lágrimas. Viene más gente atraída por el paso del fraile enfermo, por las voces de Fray Bernardo de la Virgen gritándome que volvamos.
Hace frío. Hay nubes que lleva el viento. Temo que Fray Juan pille un tabardillo. Se coge con fuerza a los pelos del machuelo caído sobre su cabeza. No sé quitarme las lágrimas, ni como salvar al Fray que se me viene encima. Viene más gente, todos me culpan, qué hago con el santo desnudo en la calle. Veo a Salvador Quesada que irritado conmigo me dice, ¿cómo anda en la calle? ¿Dónde lleva a su reverencia?... Fray Juan abre los ojos, mira a Salvador y grita con grandes voces: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste...
Vuelan palomas en una torre. Nos mira Fray Bernardo desde la puerta moviendo la cabeza pensando que dirá el padre Francisco cuando sepa lo del Padre Fray Juan. Nervioso da una zancada y grita ¡vuelvan!. Como ve que no le hacemos caso, se echa la capilla y se mete en la casa preocupado.
Contento de verse al sol de la calle, el machuelo toma el camino. Dejamos atrás los muros y unas casas. Nos ladra todavía ese perro que quiso lamer las llagas de Fray Juan como lamió, dicen, las de san Roque. Viene y le amenazo con la mano y él, encarado, redobla sus ladridos. No sé de dónde ha salido ese perro. El licor que sale de sus fístulas y mancha las vendas, es humor que sana. Con él me quité un dolor de cabeza. Huele a miel, no hace ascos llevarlo a la boca. Ninguna cosa hay ya en Fray Juan de la Cruz que sea de la tierra: todo lo que tiene baja del cielo...
Bajamos por una veredica en busca del valle. Hay nubes en la altura. Al Sur y al Saliente, las sierras Magina, Aznaitín y Cazorla. No sé como Fray Juan puede tenerse con lo malo que está. No vale que le repita: Padre, volvamos al convento. No me oye, lleva el ánima prendida del cielo. Ni me ve. Viene corriendo una mujer con una manta. Ella misma se la pone en los hombros y abriga sus carnes. Le dice: ¡Ay, padre mío, con el tiempo tan malo que corre! ¡Ay, ay, ay...! Da llanto mirarlo. La mujer, quitándose lágrimas, se queja diciendo que ya se salió con la suya el Padre Crisóstomo echando del convento al santo Fray Juan de la Cruz y por eso va desnudo y sin hábito...Yo mismo lloro al oírla y no sé si por eso Fray Juan ha cogido el machuelo y quiere ir por esos campos, a Beas o a Baeza o a Granada, siempre con sus canciones que hieren su alma. La mujer besa su mano. Quiere bendecirla pero la mano no se le tiene. Me creo que piensa que esa mujer es su madre, Catalina Álvarez, la tejedora de Medina, a la que vi una vez en el convento de Segovia con su hermano Francisco. De chico, me contaba, lo llevaba en Fontiveros al beaterio de la Madre de Dios, donde hay carmelitas. Ella le enseñó a querer el hábito y tratar a nuestra Señora. Para mí que eso es lo que piensa...
Bajo la vereda con la intención de volver al convento por otro camino, esperando no se de cuenta. Pero enseguida tira de la soga y me dice natural: ¿Qué hace vuesa merced? ¿Tan presto olvidó el camino?... Bajo la cabeza como el que se sabe cogido en un embuste y, sin mentar palabra, llevo al machuelo otra vez a la vereda. Sigo adelante.
Sierra Magina. Un bosquecillo y la falda que pronto se enciende. Olivos y el río verde que no se ve. Vuelan bandadas de pájaros. Granates en busca del Sur. Fray Juan avizora sin quitar yo mi mano de su espalda...
-Para venir a lo que no eres, -va diciendo,- has de ir por dónde no eres...
Todo va quedando atrás. Solo se oyen nuestros pasos y los suspiros enamorados de Fray Juan cuando cata lejos algún ganado o alguna paloma o el paso de un ciervo en la espesura...
Lejos vemos venir una nube de polvo. Caballerías y una cuerda de presos: esclavos y cautivos. Nos detenemos y dejamos paso a la cuadrilla. Pronto se pierden.
-¿Ha visto vuestra paternidad?,- le pregunto sin quitar los ojos de la cuerda.
Medita y me dice:
-Son ánimas que están en pecado. Presas la lleva el diablo a perpetuidad.
Me hago la cruz.
Le digo que así me contó mi madre que se llevaron los alguaciles a mi padre. Yo nunca lo vide más.
-Ave María.
Fray Juan va repitiendo palabras como amor, llama, fuerte, amigo, cauterio...Voy a su lado y repito lo que dice: Cauterio, llama, fuente, amigo, puerta...Nunca se vio en el mundo enamorado como él. ¡Ah, si fuera galán!...

Entrado se ha la esposa
en el ameno huerto deseado,
y a su sabor reposa
el cuello reclinado
sobre los dulces brazos del Amado...

Son los mismos cantares de su celda. Últimamente su boca eso canta. ¡Oh bosques y espesuras! ¡Oh, ninfas de Judea!...Para que pueda sentarse en la cama, el hermano Bernardo de la Virgen y yo hemos colgado encima del techo una soga para que Fray Juan pueda cogerla y levantarse. Se ríe de nuestro invento. Cuando se suelta, cae como cayó nuestro Señor de la cruz. Le beso la mano y le digo: Padre, por esta escala seguro que subís al cielo...Y el se ríe y se coge hasta que los brazos se le rinden. Le han salido por eso llagas en las manos. Me llama y me dice: Hermano Diego, al cielo se sube desnudo y por una cruz: no hay otra escala...
Para consolarle, cuando sus paternidades andan fuera del convento, el hermano Pedro de San José y yo mismo, le traemos unos músicos para que le tañan y le canten. Ellos se saben las canciones de Fray Juan de la Cruz y las cantan por esos caminos de Dios. Canciones suyas o de su hermano Francisco, el tejedor. Un pastorcillo solo está penando...O aquella de: Oh, lindo es el zagal, el zagal y la doncella...A Fray Juan se le caen lágrimas acordándose de Fontiveros y de Medina. Pero el otro día echó a los músicos y dijo que no quería consuelos: la voluntad de Dios es darme cruz, ese es mi nombre... Se fueron los músicos muy sentidos, pero yo sé que volverán...
Mientras caminamos, se entretiene cantando sus cantos. Repite que sube al monte, ¿qué monte? Si sube, es seguro la última que sube: largo es el camino hasta el Calvario. Más con estos fríos, que llevo las manos y los pies como yelo. A él la manta le estorba, se la quito y se la pongo, tanto arde su alma.
Levanta la cabeza y me dice:
-En el Calvario, tres son las cruces que hay. Una, la de nuestro Señor, luz del mundo. Las otras cruces, son las que llevamos todos los hombres, una de salvación, otra de perdición. En la una se fue al cielo el buen ladrón, que pidió a Cristo su reino. En la otra, el mal ladrón pidió a Cristo lo abajara de la suya y lo dejara vagar por el mundo...
No sé que replicar a esto que dice el padre Juan, mientras pienso pasmado en esas dos cruces de la altura que a uno da luz y al otro da tiniebla. Ese mal ladrón seguro anda errante como Caín por el mundo, condenado a vivir vida que es muerte...No replico a Fray Juan que tiene la barba caída en su pecho y cabalga con los ojos cerrados, viendo lo que yo no puedo ver. Tres cruces que son tres caminos: el camino que llevó nuestro Señor, el camino del que le sigue y el camino que termina en la muerte. Sea el camino que sea, todos acabamos siempre enclavados en una u otra cruz...
La que lleva Fray Juan yo sé que es la misma que llevó nuestro Señor, por eso sangran sus manos y son muchas las heridas de su cuerpo. Cierro los ojos y lo veo pendiente de ella como él mismo un día se dibujó. Sabía que un día colgaría de esa cruz y la bendice...
El vuelo trae el sonar de la campana del convento. Están dando la alarma, es sabido que andamos de huída, rezo entre dientes, mientras Fray Juan sigue su canto a lo divino lejos de mi. Levanta sus brazos y los deja caer abatidos.
-Mañana –dice- quiero ir a Úbeda a curarme unas calenturillas. Enseguida, me vuelvo a esta santa soledad. Jesús sea en su alma, hija mía. Ahora no me acuerdo más qué decir...
Pasa un coche principal donde viajan guardados por sus criados un caballero y su dama, que se cubre con un velo. El coche se pierde. Un soplo de viento quita de nuevo la manta a Fray Juan y corro a ponérsela.
-Dios se lo pague, buen hijo, -me dice, mientras le beso la pierna que los médicos quieren cortar.
Trae su mano a mi cabeza, y me dice: El alma que anda enamorada no se cansa ni cansa...
Me pregunto que busca Fray Juan en el monte. Esta mañana oí a Ambrosio de Villarreal, el cirujano, que su vida se acaba. Está tan apagada su vida, que no se tiene. Ni vive ya este mundo. Pongo oído y, bajo, va repitiendo: Más paciencia, más amor, más dolor...
-Más paciencia, más amor, más dolor...
Le visitan don Lope Molina y Fray Diego de la Concepción, el prior de La Peñuela. Le manda recados doña María de Bazán, la hermana de mi señor el marqués de Santa Cruz, empeñada en llevarlo a su casa de Baeza y cuidarlo. Pero él no quiere salir del convento, esta es su casa.
-Padre, ¿se acuerda de cuando pasó el río?
Pienso en el Guadalimar, como a tres leguas, hacia las Arquillas. Todos saben lo de los espárragos trigueros y se ríe.
No contesta.
Se oye el paso tranquilo del machuelo. Tira del ronzal y me pregunta:
-Hermano, ¿vuestra reverencia también sube al monte?
Levanto los ojos y veo los suyos pendientes de los míos. Hace helor. Su cara va enrojecida de lo mucho que padece. Espera mi respuesta. Le digo que soy su enfermero, que estoy aquí por obediencia y que iré donde él me lleve.
Suelta el ronzal y deja al mochuelo que siga su camino. Obediencia es humildad...

Pasan nubes.
-Las bodas del Amado son en el monte.
Pasan plomizas, creciendo.
-Antes,- suspira,- pasaremos la noche oscura.
Pongo oído esperando repita lo de la noche. Se cobija en la manta defendiéndose del helor y la llovizna que empieza.
-En la noche oscura, sin salir, el alma sale del cuerpo y, sin morir, muere a esta vida.
Paso noches a su lado y no deja de repetir la misma canción.
-Hay que dejar en las piedras del camino el hombre viejo como la sierpe muda la camisa. Así se pasa la noche.
Pasan de huída pájaros de lumbre. Mi cabeza está llena de las cosas que repite. Mira lo alto donde hay una lucecica que viene y dice que esa candela nace del amor de Dios. Las tres divinas personas son Amor, unidas hacen un solo Dios, un solo Amor...
Me echo la capilla y me pierdo en cavilaciones. Yo no sé lo que sabe el Padre Fray Juan, tan metido en Dios. Pienso en La Peñuela y pienso en el Calvario. No sé si este es el monte de que habla. Si sé que la muerte para él no se parece a la que todos creemos. El la llama vida. Morir es nacer. Por eso va contento.
-Hermano Diego, ¿siente que yo me muera?
Le beso la mano y no contesto.
¡Qué hondo queda el valle de donde suben los chillidos del viento atrapado en su pozo! La tierra se pone ceniza como corteza de pan. Doy una voz y salen de los olivos gritos de pájaros que huyen. No sé que pájaros son. Más nubes en el cielo, más hinchadas y más lloronas.
-Todas las cosas las hace Dios con su palabra. Dios Hijo es el eco de Dios Padre...
-¡Ay del solo!,- gime afligido,-¡Ay del solo!
Le pregunto y solo dice:
-Bástanos Cristo crucificado...
Con estas palabras sella su boca. Arrecia el viento. Se estrecha la vereda. Tiro del ronzal y el machuelo sigue llevando su carga. Le acaricio las orejas y siento que se alegra. Aligera el paso. Dicen que en el cielo está el asno que llevó a Jesús a Jerusalén el Domingo de Ramos.
-¿Pensáis hermano que he perdido el juicio?
Me estremezco sorprendido. Quiero negar y me lo impide con la mano. Lee en mi alma como en un libro abierto.
-Todo lo que ves,- dice,- es hechura de Dios. Todo ha salido de su amor que es su mano. Mira su resplandor y como lo guarda...
No ha perdido el juicio, pienso, pero tiene flaco el entendimiento. Ese resplandor de que habla, es el soplo de las olivas. Creo sonríe, le divierte lo que pienso. Tomo una ramilla.
-¿Qué pasa, hermano Diego?
Me cubro con la capilla, cerrándome en la sombra. El rostro tengo helado con el viento.
Me contaron que siendo niño cayó Fray Juan en una charca cenagosa donde estuvo a punto de ahogarse. Vino la Señora del cielo y le daba su mano para que se cogiera y sacarlo, pero él no la cogía por no mancharla de cieno. Insistía la Señora y, aunque se sentía morir, no la tomaba por respeto. Lo sacó por fin un labrador que pasaba.
-Pedro, Juan y Santiago subieron al monte y vieron la gloria de nuestro Señor. Luego no querían bajar. Quiso nuestro Señor que primero hicieran el camino que lleva a su término, que no es el discípulo mayor que su maestro...
Escondo mi cara en la capilla. No quiero que me lea como en un libro de coro. Suspira, sé lo que sufre y su entereza. Todos saben en el convento que Fray Juan es un santo, aunque haya quien eche su honra a la basura. Ha tenido que mandarle el padre Fray Diego de la Concepción la comida desde La Peñuela, que al padre prior le duele tener que darle de comer. Reniega y no quiere visitas, se las prohíbe a Fray Juan.
-¿Amáis a santa María?
Me vuelvo y le digo que llevo su hábito.
-Acude a ella para subir al monte. Muchos son los enemigos del camino, el primero de todos viste nuestra carne. Es enemigo agazapado, pelea con rabia dentro de ti y, traidor, tiende puentes a los otros enemigos del alma. Sus armas son la soberbia, la codicia, la pereza, la lujuria... Sus fosos están llenos de buenos propósitos y almas perdidas.
El convento se va quedando lejos. Vuelan palomas de un barbecho. Caen gotas de lluvia.
-El segundo enemigo a encontrar, es el mundo,- me dice.- Este es enemigo que entra por los ojos y por los oídos y te promete honra y poder, riquezas que el hombre estima. Pocos salen de ese engaño. Por la honra del mundo, muchos niegan a Cristo.
Le cuelga un hilo de sangre de la boca. Muchas de las cosas que dice las he visto escritas en un cuaderno que guarda en su taleguilla.
-Padre, le digo, ¿y el tercero?
Cada vez el cielo es más oscuro. Para al machuelo, que espera.
-El tercero,- me dice,- es el peor de todos. Nunca lo ves. Lo mismo está dentro que fuera de ti. Este mal enemigo es el demonio que come por las otras bocas, el mundo y la carne...
Cada vez acuden más nubes.
-Hermano Diego,- mientras me mira,- esta guerra a la que vamos, es guerra de mucha pelea. Para subir al monte, primero hay que luchar con estos tres enemigos que no cejarán en perdernos.
Mal aparejo, pienso, llevamos para batalla tan desigual. Se de personas que, en tierras extrañas, allá de los mares, han perdido la vida devorados por sierpes del grosor de una vaca. ¿Cuáles son las armas de unos pobres frailes como nosotros?
-Padre,- le digo,- somos frailes pobres y de mal comer, no tenemos arcabuz ni espada con que descabezar alimañas. ¡Infelice de mi!
Bajo la cabeza y me veo descalzo. Mi hábito es viejo. Bueno sería vestir armadura. Fray Juan lleva una camisa rota. Le abrazo poniendo calor a su cuerpo, que tiembla.
-Esta guerra no se gana con artillería, no tiene otras armas que las que nos da Nuestro Señor: pobreza, servidumbre y humildad,- me dice,- aquí se gana perdiendo. Los que van a la pelea se desnudan sus vestidos y arruinan la torre de su amor propio y no dejan que las aves pongan en ella sus nidos.
Niego y digo que así no se ganan batallas. Muchos muertos he visto por esos caminos y no he querido nunca mirarlos de lo heridos que estaban. ¡Linda cosa es ver salir un condestable con su ejército llenando el aire con sus pólvoras y estandartes!
-¡No, padre, no!,- le grito soltando el ronzal, queriendo volver al convento.
Gritan los olivos, las encinas se aplastan en la ladera.
-¡No huyas!,- me dice,- esta guerra la ganan los desnudos: esa es nuestra armadura.
Medita y dice:
-Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada...
Me tapo las orejas. Bien me sé que los que andan como nosotros, siempre son perdedores. Al mismo Cristo le quitaron la camisa y lo colgaron de un palo. ¿Acaso no es Fray Juan un perseguido?
-¿No es vuestra paternidad un perseguido? ¿No quieren quitaros la honra?
-¡Si, si, si! ¡Esa es mi ganancia!
Luego, cuando más oscurece, gime y dice:


Sin arrimo y con arrimo,
sin luz y a oscuras viviendo,
todo me voy consumiendo...


2


-Lo que vuestra reverencia pierda de peso mientras sube a ese monte, lo irá ganando de amor. Huya de los que prometen caminos regalados...
No se que tiene en la mirada que el alma se rinde presto a sus palabras. Se para y abraza mi cabeza, me bendice y exclama, ¡cómo en una cabeza como esta que no es muy mayor que un puño cabe la Santísima Trinidad! El cielo mesmo, con sus santos y con sus ángeles, entran aquí con su gloria...
Me besa los pies y repite: ¡Oh bendito trono, oh templo de la Santa Trinidad! ¿Cuándo me veré unido a ti, mi buen Jesús, de amor tan fuerte que no baste el ladrido del mundo, carne o muerte, ni el demonio, a echarme de esta suerte?...
No me atrevo a moverme viéndole humillado, la boca en el suelo sin levantarla. Su dolor no lo entiendo. Pienso si estará a un punto de dejarme, de irse a esa altura que busca su alma. Nada tiene ya en esta tierra. No consiento que bese mi suciedad y soy yo quien le abraza y lame sus heridas, sus cinco llagas.
Viene un relámpago y, con él, el canto sereno del pájaro solitario que pone el pico en el aire y no tiene color determinado, como dice Fray Juan poniendo oído, levantando su mano para que calle. Con sus ojos de lumbre, rotos los labios por el hervor de la fiebre, dice:
-Estas son las condiciones del alma contemplativa: Que va a lo alto, que no sufre compañía, que pone el pico en el aire, que no tiene color determinado, que canta suavemente...
Echa a caminar. Se le cae la manta y las vendas. Va desnudo y no le importa. Amanecen los campos. Se despiertan los pájaros. En la tierra va dejando sus pasos...Su cuerpo es una llama que presto se consume, su alma vuela, vuela... Abajo queda la hondura del valle. Arriba asoman picos nevados que tocan el cielo. No viene el rumor del mundo, nada se oye...
-¡Tenga siempre amor su reverencia! No hay otra sabiduría...,-grita sin mirarme.-
¡Ame a Dios con todas sus fuerzas!
Bajan del monte manadas de ciervos de testas coronadas, que se detienen a nuestra vista. Desaparecen entre los pinos. La brisa se empapa en el tomillo. No parece diciembre. Siguen pasando ciervos que como el viento desafían los altos precipicios y saltan de una a otra peña.
Ni cogeré las flores,
Ni temeré las fieras...
Va repitiendo, sigue su camino, alas parece tener...
¡Oh que linda arboleda!
Corro y le pongo la manta. Arrecia el frío, pero él nada siente. Se santigua y llora con gemidos:
-Lástima tengo de mi, pues de suerte persevero.
Le abrazo queriéndole meter en calor. Temo se me muera. Se sale de mis brazos y mira la luz que sale.
-¡Oh lámpara de fuego! ¡Oh lámpara de fuego! ¡Oh lámpara de fuego!
Se vuelve y me dice:
-Hermano Diego, deje su condición. A la tarde de esta vida nos examinarán en el amor...
Junta las manos y, de rodillas, con lágrimas, ora:
-Míos son los cielos y mía la tierra, mías las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí; porque Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto y todo es para ti; no te pongas en menos, ni repares en miajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal afuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza y alcanzarás las peticiones de tu corazón...


3

El campo se cubre de margaritas. Es diciembre y el aire se perfuma primaveral. Vuelan pájaros, huele la resina, clarea el cielo. Veo en visión que Fray Juan está volando y me da gritos desde la altura.
-¡Padre!,- le llamo.
Se oyen las campanas del monasterio, que vuelven a repicar. Aterriza y me deja ver su carne mortificada como un cristo. Me mira feliz y me dice a la oreja: Cuando sea la medianoche Fray Juan de la Cruz se irá al cielo a cantar los maitines...¿Tenéis pena de que me muera?
Siento las lágrimas en mi boca.
-El que anda penando por Dios,- me dice,- señal de que se ha dado a Dios y que le ama...
Se nubla y comienza a llover. Se empapan nuestros cuerpos, nos lavamos y bebemos de esta agua que baja del cielo.
-Pronto la lluvia divina vestirá de nieve nuestra alma...
Es tanta la lluvia, tan limpia y suave, que un gozo inmenso llena nuestros corazones. Conoce Fray Juan que el trono de la Sabiduría está cerca.
-Más amor y más dolor...Mi dulce y tierno Jesús, si amores me han de matar, agora tiene lugar..
El pico de la montaña se enciende. Fray Juan se corona con una guirnalda.
-Ya está florecida la viña...
¡No para de repicar la campana!
-Ahora vestiremos el vestido de la caridad,- me dice,- y entraremos en las bodas del Hijo del Rey...¡Estamos invitados!
Alguien me viste con la sangre del Cordero. Lo mismo hacen con Fray Juan. Con estos vestidos ya no somos lo que fuimos, ahora podemos subir donde nos esperan.
-¡Corramos, hermano! ¡Vamos a la casa del Señor!...


Veo a Fray Juan que sale a la orilla llevando hábito nuevo. Brilla como el sol. Su alma está aderezada como una novia, camina por un campo de flores. Espero que me llame, ahora yo soy el enfermo y él mi enfermero. Con el brazo extendido señala el prado y los ríos de aguas transparentes. ¡Todo tan hermoso! Me siento pájaro gorrión guardado en el alero del costado abierto de nuestro Señor. Ahora esa herida es mi nido. Veo otros que suben a este monte vistiendo dos túnicas y una almita blanca, verde y púrpura y repiten a voz: Esta es el agua que ofreció nuestro Señor a la Samaritana...
Tanta es mi emoción, que suelto mi llanto como aquella soltó su cántaro y corrió a su aldea a avisar a los demás. Me dice Fray Juan que cuando se ha pasado la noche oscura, lo primero es la luz clara de la salvación. Al atardecer, los discípulos se adentraron en el lago, les atacaron los vientos de la media noche y, al término, les salió el Señor caminando dueño sobre las aguas. Asiento como un bobo a todo lo que dice Fray Juan. Se alegra de haber tenido noche en la cárcel de Toledo. Yo no sé nada de noches, ni de prisiones, ni de amarguras espirituales. Mi vida ha sido siempre un vivir viviendo, un ver pasar los días, ,llorar y reír...
Y dormir. Porque me basta con echarme a dormir a este abrigo, sintiendo en mi cara la brisa de esta fuente. Hay corderos y ovejas de lana limpia, menudos y dulces, que hacen sonar sus campanillas. No quisiera despertar...Yo también quiero hacer una tienda como Pedro y poner aquí mi casa.
-¡Dios, cuan delicadamente me enamoras!,- grita Fray Juan, revestido y portando corona de oro, gozoso.-... El rostro recliné sobre el Amado...
Por más que quiero no puedo salir del pozo de mi sueño ni oír las voces del mundo...
-¡Hermano Diego! ¡Hermano!
Mis ojos ni ven ni quieren ver...
-¡Despierte!
... ay mi Señor, no me saques de este pozo de miel donde mi alma se deleita...
-¡Despierte!
Abro los ojos y tengo delante los del padre prior que me zarandea, me tira de la capilla y me llama: ¡Hombre de Dios! ¿Cómo se ha dormido? ¿No ve que el enfermo se muere?
No salgo de mi asombro. La celda está alumbrada con los candiles de todos los hermanos que esperan en silencio que Fray Juan expire. Veo al hermano Bernardo de la Virgen que me recrimina y se echa la capilla para no ver mi confusión. No entiendo todavía lo que ha pasado, ni qué ha sido este sueño...Miro a Fray Juan que está en su cama, sin poder asirse ya a su cuerda y levantarse. Caigo de rodillas y me hago la cruz y quiero llevar su mano a la cuerda. Me lo prohíbe y me dice a la oreja:
-No se apure vuestra reverencia, yo me acordaré de vuestra merced cuando alcance el monte. No os pese, hermano... Ahora me voy al cielo a cantar los maitines: la Señora me lo ha prometido...
Arreglo su manta y besos su pies que están como la nieve. Quiero ver en ellos el polvo del camino recorrido. Todos los candiles en su torno son como lenguas del Espíritu en el cenáculo. Tomo el mío, lo levanto a su altura, abre los ojos y me sonríe...
-¡Téngalo siempre encendido!
Entra el Padre Prior revestido y le trae el Viático, que Fray Juan recibe con mucha ternura y palabras de encendido amor. Delante, soy como un perro fiel que anhela. Solo espero comer las migajas que caen de la mesa.
In te, Domine, speravi...
Me pide lo siente en su cama. No le suelto de mis brazos, donde su corazón late como en una jaula y a todos dice que más quiere servir que ser servido. Su boca es una pupa orante. Tiene el mismo rostro que en el Monte, aunque aquí lo veo pobre y desnudo.
Busca desasosegado la pared:
-Padre,- dice,- ahí está el hábito de la Virgen que he traído en uso. Yo soy pobre y necesitado y no tengo con qué enterrarme. Por amor de Dios, suplico a vuestra reverencia me lo de, de limosna...
Entre todos le ponemos el hábito y tranquila espera la muerte. Acaricio sus manos y sus pies. Los salmos son flores en su boca. Es el panal de miel que en mi sueño tanto me atraía. Dice que está contento de vestir el hábito y que no tiene miedo a morir...
-¡Qué alegría –repite- cuando me dijeron vamos a la casa del Señor!
Por la ventana, queda fuera la noche oscura. Los ojos de Fray Juan mira esa ventana por donde espera visita celestial. La pena ahoga mi pecho y mis ojos van donde van los suyos...
-Padre, ¿le cantamos un miserere?
-No. Díganme mejor de los Cantares... ¡Oh que preciosas margaritas!
Tañe la campana de la Madre de Dios. Siempre se adelanta. Fray Juan quiere asirse al lazo de la cuerda con las manos.
-¿A qué tañen?
Mientras le cuento, el hermano Francisco sale corriendo a tocar nuestra campana. Se oyen las doce en el reloj de la iglesia del Salvador. Rompe a cantar nuestra campana.
-¡Gloria a Dios, que al cielo los iré a decir!,-clama encendido.- In manus tuas, Domine, commedo spiritum meum..
Sin soltar su mano, siento como su alma sale de su cuerpo y sube ligera como una paloma a la cumbre del Carmelo. Es una luz que lleva la Virgen prendida en su manto.
Se ha sosegado la casa. Todos los hermanos rodean el cuerpo yacente de Fray Juan de la Cruz vestido con el hábito con que pidió entrar en el cielo. Todas las campanas se han puesto a repicar. ¡Se ha ido a los maitines del cielo san Juan de la Cruz! Corren las lágrimas por mi cara, mientras beso sus pies y le digo al oído uno de sus cantares:

La blanca palomica
Al arca con el ramo se ha tornado...


¡OH LLAMA DE AMOR VIVA!

¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma el más profundo centro!...


-Hábleme Padre, ¿qué llama es esa llama?
-“Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, el cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumada y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida divina. Y esta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor, en que, unida la voluntad del alma ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama...”
-“El centro de el alma es Dios, el cual cuando ella hubiere llegado según la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios...”
-“Es pues de notar que el amor es la inclinación de el alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante amor se une el alma con Dios; y así, cuanto más grados de amor tuviese, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra con El...”
-...”porque cada vez que toca el cauterio de amor en la llaga de amor hace mayor llaga de amor, y así cura y sana más, por cuanto llaga más. Porque el amante, cuanto más llagado, está más sano, y la cura que hace el amor es llagar y herir sobre lo llagado, hasta tanto que la llaga sea tan grande que toda el alma venga a resolverse en llaga de amor y, de esta manera, ya toda cauterizada y hecha una llaga de amor, está toda sana en amor, porque está transformada en amor...”


José ASENJO SEDANO ( De su libro inédito "Contemplativos")













COMENTARIO DE JUAN PABLO II SOBRE SAN JUAN DE LA CRUZ


“A veces se ha intentado establecer a este propósito una conexión (de la soteriología del budismo) con los místicos cristianos sean del norte de Europa (Eckart, Taulero, Suso, Ruysbroeck), sea con los posteriores del área española (santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz). Pero cuando san Juan de la Cruz, en su Subida al Monte Carmelo y en la Noche oscura, habla de la necesidad de purificación, de desprendimiento del mundo de los sentidos, no concibe un desprendimiento como fin en sí mismo: (...) Para venir a lo que gustas, / has de ir por donde no gustas./ Para venir a lo que no sabes, / has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees, / has de ir por donde no posees. (...)” (Subida al Monte Carmelo, I, 13, 11). Estos Textos clásicos de san Juan de la Cruz se interpretan a veces en el este asiático como una confirmación de los métodos ascéticos propios de Oriente. Pero el doctor de la Iglesia no propone solamente el desprendimiento del mundo. Propone el desprendimiento del mundo unirse a lo que está fuera del mundo, y no se trata del nirvana, sino de un Dios personal. La unión con Él no se realiza solamente en la vía de la purificación, sino mediante el amor.
La mística carmelita se inicia en el punto en que acaban las reflexiones de Buda y sus indicaciones para la vida espiritual. En la purificación activa y pasiva del alma humana, en aquellas específicas noches de los sentidos y del espíritu, san Juan de la Cruz ve en primer lugar la preparación necesaria para que el alma humana pueda ser penetrada por la llama de amor viva. Y éste es también el título de su principal obra: Llama de amor viva.

Así pues, a pesar de los aspectos convergentes, hay una esencial divergencia. La mística cristiana de cualquier tiempo –desde la época de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente, pasando por los grandes teólogos de la escolástica, como santo Tomás de Aquino, y los místicos noreuropeos, hasta los carmelitas- no nace de una “iluminación” puramente negativa, que hace al hombre consciente de que el mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos, el intelecto y el espíritu, sino por la Revelación del Dios vivo. Este Dios abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor.
La mística cristiana de todos los siglos hasta nuestro tiempo – y también la mística de maravillosos hombres de acción como Vicente de Paul, Juan Bosco, Maximiliano Kolbe- ha edificado y constantemente edifica el cristianismo en lo que tiene de más esencial. Edifica también la Iglesia como comunidad de fe, esperanza y caridad. Edifica la “civilización occidental”, marcada por una positiva referencia al mundo y desarrollada gracias a los resultados de la ciencia y de la técnica, dos ramas del saber enraizadas en la tradición filosófica de la antigua Grecia como en la Revelación judeocristiana. La verdad sobre Dios Creador del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza que inspira un comportamiento positivo hacia la creación, y un constante impulso a comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento.”


(Juan Pablo II.-“Cruzando el umbral de la Esperanza”,-Plaza & Janés S.A., 1994, Cap. 14)

LAS FLORES DEL CEMENTERIO



Tenía pegada la frente en el cristal del balcón. Miraba como caía la lluvia, una lluvia menuda, casi invisible. Le pregunté: ¿Qué miras? Pero ella no me contestó. Ni siquiera pareció oír mi pregunta, tan ensimismada. Yo sabía lo que tenía en la cabeza, sabía lo que pensaba y lo que diría.

-¿Por qué no subimos a la Alhambra?,-dijo al fin.



No era la Alhambra lo que quería. Lo que quiso decir era, ¿por qué no subimos al cementerio? La Alhambra para ella, desde aquel día, era el cementerio, el autobús número 13. Se volvió para decirlo. Abrió los ojos como lámparas y esperó mi respuesta.



-Quiero ver a mi hermana,-añadió.



No era su hermana. La que estaba enterrada allí no era su hermana, allí no tenía ninguna hermana, esa a la que ella se refería era su tía, hermana de su madre, hace años muerta de un ataque al corazón.



La tía aquella murió sola. Murió en realidad en la casa de su sobrino. No había querido morirse en la residencia de ancianos y le pidió a su sobrino que por caridad la dejara morirse en su casa que, en realidad, era la casa de ella, una casa del Albaicín desde la que se ve toda Granada. El vivía con su compañera en la casa de ella, era como suya. Y cuando una noche se puso tan mala y se dieron cuenta de que estaba agonizando, atemorizados, no se atrevieron a entrar en su cuarto, se quedaron fuera todo el tiempo oyéndola hablar como en una pesadilla, gemir y llorar. Así toda la noche. De madrugada se calló y pensaron, o se ha dormido o se ha muerto. Eso fue lo que pasó, que se había muerto. Y fue ella, la compañera, él no quiso, la que se atrevió a asomarse para ver como estaba y fue la que se dio cuenta de que ya no vivía. Tenía una mano tendida como si suplicara. "Se ha muerto", dijo. "Hay que avisar a la funeraria". Pero el sobrino, cada vez más asustado, se fue hacia la puerta como si quisiera huir. No quería verla, no quería saber nada de muertos. Tuvo ella, la compañera, que gritarle y decirle: "Pero bueno, ¿qué pasa? !Que es tu tía!". Reunieron el poco dinero que les dejó en la mesita de noche y la enterraron de caridad. Luego vendieron la casa: el no quería seguir viviendo allí. Siempre que entraba le parecía que iba a salirles la tía.



Esa era la hermana que ella decía. Pero ya se ve que no lo era. La tía, yo la conocí, era una anciaba cascarrabias, alta y rubia, con el pelo ondulado. Vivía sola desde hacía años, vivía lejos, en una residencia. Daba pena verla, vestida de negro, apoyada en su bastón. Parecía un fantasma. Estaba ya muerta antes de morirse, eso es lo que yo creo. La memoria la engañaba a ella. Se había empeñado en llamar hermana a la que era su tía, como llamaba día a la noche y blanco a lo negro. Tenía desbarajada la memoria y cuando quería decir una cosa decía otra. Solo yo la entendía.



No quería llevarla al cementerio y tengo mis motivos. Un día, pensando que cuando dijo Alhambra quería decir Alhambra, la llevé. Era finales de noviembre. Un mal día. Triste y gris como este. Cuando llegamos a la Alhambra se empeñó en seguir hasta el cementerio. No le di importancia. Nunca habíamos visto el cementerio. Qué más daba. Cuando entramos y vio las tumbas cubiertas de flores, decenas de tumbas con lápidas llenas de floreros que para ella no eran tumbas, eran simplemente un jardín, ella sabrá, se soltó de mi mano y se puso a recoger brazadas de aquellas flores, ramos amorosos de padres, hijos o hermanos de buena memoria, creyó que estaba en un botánico. En una apacible pradera. Aquellas flores lloronas por la llovizna, que ella entusiasta quería rescatar de la muerte, que cogía a puñados, flores que eran para la vida, las resucitaba con su aliento y con los ojos, sin que valieran mis gritos de protesta, ¡deja esas flores, por favor!¡Respeta a los difuntos!¡No van a denunciar! Pero de nada sirvieron mis alarmas, mis gritos contenidas y protestas.



Salieron del cementerio ese día, ella con su floración feliz, siguiéndole a él que caminaba delante abochornado, sofocado, avergonzado, ¿qué pensará la gente?. Así todo el camino, incluso en el autobús lleno de turistas, ella en un asiento, él en otro sin mirarse...Todo el camino ella abrazada a sus ramos blancos y crisantemos fríos como la muerte, envueltos en su plástico, cubiertos de gotas de lluvia...



Y por nada del mundo quería ver ese florero que ella puso en el centro de la mesa todavía cubierto de lluvia o de lágrimas, llanto de difuntos, lo más seguro. Esas lágrimas tan frías no podían ser otra cosa. El día se puso gris del todo, tronó, la Sierra parecía desbordarse sobre Granada. Oía como doblaban las campanas, todos los campanarios del mundo doblaban con tristeza. Pero ella no las oía. ¡Se sentía tan feliz! No dejaba de admirar agradecida su enorme y frondoso centro floral. Ni se acordaba ya de su hermana, que no lo era... La casa se nos llenó de ese olor a madera y ceniza, a lámpara y ciprés de cementerio. Aquellas flores, diga lo que ella diga, no son como las otras flores del campo, jugosas y llenas de sol, olorosas. Aunque llueva. Se nota enseguida que están vivas.



-¿No quieres que subamos a la Alhambra?,-preguntó todavía pendiente de mi boca y de mis ojos.



-Ahora llueve,-le dije.-Otro día.



Ella sabía que nunca más subiría a la Alhambra. Presentía que me sentía celoso de su hermana, por eso no quería yo subir. ¡Qué cosas! Miró el florero ahora vacío, lo tomó de la mesa y lo puso en el balcón para que la lluvia lo fuera llenando. Después de todo, ¿qué son las flores? Las flores son siempre lluvia, fruto de la lluvia...



-¿No quieres que vea a mi hermana?



Pero él no contestó, se limitó a mirar como el jarrón se iba llenando lentamente de aquella agua de lluvia que caía más y más cubriendo de noche la tarde. Toda la tarde estuvo lloviendo. El jarrón se desbordó y el agua caía a la calle como un río, un río que fuera creciendo calle abajo hacia el mar...






José ASENJO SEDFANO






(Cuento publicado por la revista granadina ENTRERÍOS, Núm. 1, Año 2005)



miércoles, 23 de abril de 2008

MEMORIA BÉLICA












Mis recuerdos de la Guerra están, en parte, en la memoria de mis libros. No sé si esa guerra debe llamarse civil o simplemente la guerra. Yo la llamo la guerra de mi memoria histórica, la guerra de mi niñez que nadie olvida. Esa guerra que nunca se sabe cuando acaba.
Tenía seis años cuando empezó esa guerra del 36 que una madrugada manchó de sangre la puerta de nuestra casa de la Cuesta. Una casa que tenía dos puertas, la de la cuesta empedrada y la del corral que daba a la muralla. Aquella sangre derramada que descubrimos todavía húmeda en nuestra puerta, fue para nosotros el estallido de la guerra. Era nuestro primer muerto deslavazado en nuestra puerta, la sangre de un guardia civil abatido de dos balazos desde la esquina por un tirador certero que dio alcance a su caza. Nosotros no vimos el cadáver que, pronto, lo retiraron dejando en el suelo la mancha de su sangre como un lienzo de cieno rojizo, luego negro. Alguien contaría que su cazador lo vino siguiendo desde el cuartel y, cuando lo vio herido e indefenso sentado allí, supo enseguida que este era pieza segura que no se le escaparía, apuntó y disparó. Pieza cobrada. La sangre dejó sobre la cuesta empedrada como un mapa de España de sangre con sus cabos, sus golfos y sus ríos. El cazador afortunado mostró a todo el mundo su trofeo, el tricornio con galones dorados conquistado. Él ya había ganado su primera batalla. Vimos la mancha horrible desde el balcón en un descuido de mi madre: allí estaba la sangre. Nadie se atrevía a pisar esa mancha oscurecida, húmeda, sangre sagrada, y por eso mi madre decidió más tarde que entráramos y saliéramos por la puerta del corral.
-No se puede pisar la sangre de un muerto,-le oí decir convencida y aterrada.
Lo que cuento es verídico, comenzó ese día de julio del alzamiento. El día en que los guardias civiles, con su capitán al frente, decidieron levantarse contra el gobierno de la República y se hicieron fuertes en el cuartel, cerca de mi casa. Fueron cercados por guardias de asalto y milicianos en un tiroteo que duró varios días. Muchas de las balas hacían impacto en nuestra casa o se colaban por las ventanas. Fueron unos días trágicos. Al final, sin munición ni bastimentos, perdidos, unos intentaron huir y otros se rindieron y, muertos, fueron paseados sobre sus caballos sin gualdrapas por la ciudad acojonada. La guerra aquella, había empezado. Inmediatamente, se publicó un bando para que la ciudadanía se rindiera y, como señal, se colgara del balcón una bandera roja. Nosotros pusimos un jersey de lana encarnada de mi hermano mayor. Al colgar el jersey fue cuando vimos la sangre en la puerta. Entonces supimos que esos fueron los dos tiros que oímos de madrugada casi dentro del portal.
-¡Lo han matado!
-Nosotros hemos perdido un cabo,-comentó un guardia de asalto mirando la mancha de sangre,-fue alcanzado cuando manejaba la ametralladora del tejado.
Fueron unos días terribles en que dormíamos en el suelo, vestidos, debajo de las mesas y de las camas oyendo el tiroteo. Mi padre y mi madre, con la luz apagada, observaban el movimiento de la calle, las carreras, los gritos perdidos en la madrugada. El ruido de la guerra.
-Habrá que quitar esa sangre de la puerta,-le dijo mi madre a mi padre como si mi padre supiera cómo.-No podemos salir a la calle.
-¿Y quieres que yo la quite? Hay que salir por la puerta del corral, no hay otra solución.
No era tarea fácil en una ciudad revuelta donde empezaban los primeros saqueos y los incendios. Había que esperar. Acudieron varios vecinos con cubos de agua que lo único que consiguieron es que la mancha se extendiera y el sol abrasante la secara más rápido levantando un hedor espantoso, a muerto de guerra. Entonces se pensó en echar arena o ceniza, pero estas soluciones lo único que conseguían era que la mancha se fuera abriendo tomando formas grotescas y hasta monstruosas para la imaginación popular, como cabezas humanas, manos y pies que salieran de la tierra...
-Dios mío, esa mancha no se quita con nada,-se quejaba mi madre obsesionada cerrando puertas y echando cerrojos. Las noches de queda, sin luz, eran espantosas...
Por fin se decidió:
-No podemos seguir así. Nos vamos a la casa del abuelo.

Todos lo estábamos deseando. Cogimos lo imprescindible para una ausencia que pensamos sería por pocos días y, esa misma mañana, bajo el sol ardiente, en fila india, echamos cuesta abajo soslayando la mancha macabra, desembocando en san Miguel, nuestra calle fetal, felices de ir a la casa del abuelo, la más grande y la más segura del barrio. Nadie atentaría nunca contra esa casa. El abuelo era el patriarca del barrio, el paño de lágrimas del chusmerío. Todos conocían al abuelo, hasta los anarquistas venían a saludarle y darle la mano. Bajito, gordo, con bigote, a todos les hablaba como si fueran sus hijos y no tenía reparo en regañarles. Tenía autoridad para eso. El resolvía sus pleitos, les aconsejaba y jamás les cobró una peseta. Hubo veces que le costó sacarlas de su bolsillo.
-Lo que usted diga, don Carlos...,-le decían.-Lo que usted mande, don Carlos...
Don Carlos, abogado en ejercicio. Cesante a causa de la guerra. Hambre para todos.
Cuando llegamos a la casa con persianas, estaba llena de refugiados: hijos, hermanos, parientes, refugiados en busca de amparo, que se pasaban el día discutiendo de política porque unos eran de Lerroux, otros de Gil Robles y otros de Largo Caballero. Otros de nada...Un parlamento vivo, apasionante, que sólo obedecía la voz cortante del abuelo cuando, con su bastón de bambú, aparecía ojeroso en la antecámara...
-¡Señores diputados, por favor, que no me dejan dormir!
Eso si, el abuelo, con guerra o sin guerra, no perdonaba nunca su siestecita.
Entonces todo se volvía bisbiseos y miradas, huidas por los pasillos, una batalla de rencores sin fin...
¡Ay el abuelo ecuánime que se murió de dolor cuando supo una noche que a un hijo suyo se lo habían matado los de un bando y a otro se lo enfermaron hasta la muerte los del otro. ¡La España irredenta! Siempre mencionaba a Goya, su pintor favorito. Lo recordaba con lágrimas, recitando poemas heroicos que nadie entendía. Una noche invernal, cuando todos aquellos refugiados hacía tiempo que se habían marchado, se murió en la cama con la mano helada sobre el corazón: no había podido soportar el dolor que le producía España, no una, las dos Españas. Esa España Saturno devorando a sus hijos. Lo llevamos al cementerio sin ritos ni acompañamiento, vivíamos en la España atea, solo con la tristeza y aquellas nubes siniestras que no dejaron de llover. Con sus hijas solteras llorosas y enlutadas, quedó sola la abuela marchita que vino de Francia, encogida, enlutada, desorientada, de una a otra sala, solo buscando los retratos de sus hijos perdidos en la cuneta. O los otros que estaban en el frente...
-¿Dónde está mi Carlos? ¿Dónde está mi Paco?...
Eran los nombres de mis tíos muertos.
Nadie le contestaba.
-¡Oh, la France!,-se quejaba triste...
Mi madre, que es la que tenía más agallas, no se quitaba de la cabeza la mancha de sangre de nuestra puerta que seguía estando allí, nadie la había podido quitar. Parecía como si con el tiempo se renovara, subiera del fondo de la tierra...Sangre que ahora ya no era solo la de un guardia civil muerto a tiros, sino la de todos los muertos de la guerra que salía como una fuente por allí...No podíamos irnos de la casa hasta ver en qué terminaba todo aquello; la guerra duraría poco, decían, pero no fue así: duró lo que tenía que durar, casi tres años.

Las guerras se saben cuando empiezan, pero casi nunca se sabe cuando y cómo terminan. Menos quién las gana. Lo pesado de la guerra es que se fue haciendo larga. Más sin pan Lo que empezó como un jolgorio, ahora era de un agobio terrible: ya todo el mundo odiaba a esta guerra sin fin, con hambre, con ausencias, con piojos...Pasaban soldados tristes intentando cantar himnos patrióticos, arriba los puños, que se alejaban a pie o en camioneta camino del frente de Granada, esa trinchera de cañones. Venían los aparatos fascistas a bombardear y todos corríamos al refugio, una cueva antigua al pie de la muralla mora que a todos nos daba miedo. Volvíamos al tiempo sarraceno.
-Ahí no entro, hay ratas; yo las he visto, -decía mi hermano casi último.
Un día, durante uno de esos bombardeos, nació mi hermano menor de la guerra. Lo vimos en su cuna y se le notaba niño bélico. Sólo sabía llorar.
-Este niño,- decía mi madre compungida,-ha nacido en el tiempo de los bárbaros.¡Qué pena!
Aquella guerra de la calle de san Miguel, nuestra guerra, se llevó una mañana las campanas de la torre que cayeron como un estruendo de bombas. Cuando preguntamos por qué las tiraban, nos dijeron que era para hacer cañones. Nunca lo hubiéramos imaginado.
Quizá fuera la pérdida de aquellas campanas lo que el barrio más sintió. Esas campanas eran la memoria histórica de la calle, a su son nos habían bautizado y habíamos enterrado nuestros muertos. Menos al abuelo, claro. Nuestra vida desde siempre estaba atada a sus repiques: las campanas lo decían todo, especialmente aquello que nosotros no podíamos expresar mejor. Por eso la gente movía la cabeza en un gesto de soledad y desconfianza.
-Si nos quitan las campanas, nos quedamos como en camisa...¿Cómo vamos ahora a saber lo que pasa en el mundo? ¿Y nuestros muertos?
No solo fueron las campanas, también los tubos del órgano, esas trompetas plateadas en boca de niños arlequines que corrían por la iglesia dando saltos de alegría. Eran los pioneros, con sus gorros de soldado. Yo vi la sacristía saqueada, los libros por el suelo, los cajones abiertos y vacíos y los santos sin cabeza y sin manos para bendecir.
-Los santos de verdad,- dijo mi madre a mi mente confusa,- no son esos que has visto acuchillados, los verdaderos están en el cielo y hasta el cielo no puede subir la chusmería...¡Más quisieran! No te preocupes por los santos...

Nuestra calle de san Miguel, ya en tiempo de moros, fue siempre calle de santos y herejes, de ortodoxos y heterodoxos, gente infiel y gente creyente que ventilaban sus pleitos con la faca. Por eso, aquellos jóvenes que antes jugaban al fútbol, ahora se paseaban ufanos con su pistolas al cinto, dueños del barrio, insolentes y sin respeto. Allí estaba Herminio el Tuerto, nuestro amigo, antes tímido, que ahora hablaba a gritos exhibiendo su pistola charolada. Eran los fusileros de la noche.
Decían que la guerra era más grande, que iba más allá del monte de la Mata, que eran tan grande como España, pero la única guerra que a nosotros nos importaba era la de nuestra calle de san Miguel, donde todos nos conocíamos. Por eso aquí los muertos se podían contar. Lo de Granada y lo de la Sierra, era como una frontera o como un dique adonde pocos llegaban. Algunos de mis tíos estaban allí esperando un día entrar en Granada. Y lo consiguieron cuando acabó la guerra y los llevaron prisioneros a la plaza de toros. ¿Qué hacían ellos en una plaza de toros? A los pocos días los dejaron que se fueran.
Llegaron de noche a nuestra casa todavía vestidos con la ropa de soldados republicanos. Entraron por la puerta dando gritos y la abuela en camisón los recibió en la antecámara besándolos y abrazándolos, sin saber qué decir. Eran sus niños que volvían. Entonces fue cuando mi madre dijo que había llegado la hora de volvernos a nuestra casa. Lo dijo con cierta tristeza. Mi padre dijo que si, que había que volver.
-Nos vamos mañana mismo...


Temprano cogimos nuestros bártulos y emprendimos el regreso deshaciendo el camino de venida. La calle estaba desierta, no se oía nada. Sólo vimos al padre de Herminio el Tuerto que salió de su casa, vino y se abrazó llorando a mi madre. Esa noche habían detenido a su hijo que se había escondido debajo de la cama asustado. Se rindió sin resistencia.
-Lo he tenido que entregar,-le dijo el anciano a mi madre.-¡Mi hijo! Ahora empieza mi calvario...Yo le decía siempre: no te metas en líos, que esta guerra no es la nuestra. Pero no me hizo caso...¡A mí, un viejo!
Mi madre no sabía como consolarlo: todos hemos perdido la guerra, amigo Gaspar, le dijo compungida mi madre también con lágrimas. Todas las guerras son malas. Todas las guerras se pierden. ¡Maldito el que inventó las guerras! Antes, todos nos queríamos en el barrio...Éramos como una familia...
-Este barrio fue siempre de otra manera, se tenía un respeto. Ahora me acuerdo de su padre...
Subimos la Cuesta empedrada, nuestra antigua calle, y vimos asombrados como la mancha de sangre seguía allí, estaba la calle levantada, abandonada, un paisaje infernal. Como un bombardeo. Era la guerra de verdad. Mi madre no quiso mirarla.
-¡Dios mío –exclamó espantada- pero si sigue todo igual!
No quiso entrar en la casa ni por esta puerta ni por la otra y, a esa hora, decidimos cambiarnos a otra lejos de esta, a la sombra de la catedral, una calle solitaria por la que no había pasado la guerra...Una calle por la que nunca pasaba nadie...Eso hicimos. Pero esta es ya otra historia...

(Relato incluido en el libro "Granada, 1936", publicado por "El Defensor de Granada", CajaGRANADA, 2006)
José ASENJO SEDANO

Almería, 9 de marzo de 2006

martes, 22 de abril de 2008

COMENTARIO A LA NOVELA "EL CEMENTERIO INGLÉS"



Para quien no ha surcado más mares que los que la literatura trae a línea de playa –ola a ola, página a página- como salvavidas de allí donde no se hace pie, las palabras de bienvenida a este nuevo libro de José Asenjo Sedano, no son sino una alegoría de esa especie de lectorado en casa que inaugura toda obra literaria: un puerto a medias emprendida a orillas del lector sobre un horizonte tan cercano como extraño, y cuyo sentido, con ser avistado, tampoco se sabe si se arriba o se sale; pero en cuya certeza, no obstante, se funda la existencia de quienes nos movemos a la luz de los libros.
Bajo la figura de un joven que recuerda al niño agazapado de Conversación sobre la guerra, el que fuera premio Nadal de 1977 nos introduce esta vez en la saga familiar de Américo B. Cooper, descendiente de marinos legendarios mitad británicos, mitad españoles. Debido a un accidente que dará por tierra con su vocación marinera, el protagonista suplirá esa contrariedad haciéndose a la mar en un barco tan irreductible como su propia imaginación. En sí misma, la narración es la crónica de dicho viaje, el tránsito donde descubrimos no sólo la personalidad de sus progenitores y el destino del tesoro que les movió a buscarlo, sino también el juego de luces y sombras, presencias y ausencias que les acompañan. Una vez más, la narrativa de Asenjo Sedano vuelve a ahondar en un presente no por necesario libre de cargo, ni por asumido del todo completo; pero sí siempre falto de la reconsideración que no está en él ofrecer, y que a través de un protagonismo que va más allá de ese presente –como abc en movimiento- entiende que hay que traspasar (que no suplir, pues se trata de un espacio conjugado como realidad traspuesta), incluso a sabiendas del insufrible dicho de Pessoa de que no solo es mejor, sino más verdadero, soñar con la ciudad de Burdeos que desembarcar en ella: de ahí que la narración, a modo de diario de abordo, constituya un viaje a esa realidad por descubrir, y todo a cuenta de resultarnos tan sugerentes las bocanas descritas, como recreadas las calas que toca, desde las históricas (Batalla de Trafalgar) o las literarias (la Isla del Tesoro).
Así hay en la obra un momento que sirve de epítome a lo escrito y, juntamente, a lo por decir; de tal manera que una página se enfrenta a la siguiente de igual modo en que narrador y protagonista acaban por darse sepultura uno a otro con pertinaz obstinación; el hijo dando testimonio de la muerte del padre (“Al capitán Alexander Brome se le enterró con honores en el cementerio inglés”) y el padre a su vez notificando la del hijo (“Ahora descansa en paz en el cementerio de San José, no lejos de ese otro cementerio inglés del relato”). ¿A quién dar crédito? ¿Al padre que cierra el texto en carta anexa negando la veracidad de las historias relatadas por su hijo Américo B. Cooper, o a éste por mas que su progenitor pretenda oficializar de manera certificada –ante la Comandancia de Marina de la capital almeriense, según se indica- la falsedad de unos personajes sólo existentes en la imaginación de quien los narra? Es cierto que el lector queda suficientemente advertido de la aventura libérrima que se prevé apenas iniciadas las primera andaduras marinas, como también prevenido de cualquier viso de realidad histórica y geográfica que se tome por desliz, a fe como se hace (“si bien el hombre está sometido a determinadas leyes físicas, mi imaginación era libre como un pájaro”, se nos advierte); y que todo ello, en suma, con ser reconocido por el mismísimo narrador, no resta carga de verosimilitud al relato, antes bien complementa y enriquece a la realidad a la que traspone, sabia manera de llegar a otra por humana más libre, es decir, menos cosificada. Desde esta perspectiva, lo que con sagacidad habría que preguntarse es qué puede actuar en su propio demérito, qué actuaciones le son intervenidas a partir de su configuración como obra literaria: a qué requerimientos, en definitiva, obedece. “No trato de hacer historia de los demás, sino mi propia y soñada historia”, aventura con voluntad de valor –como diría Savater- el joven protagonista; una tarea que se hace aquí también heroica no a tenor de una determinada superación –en este caso, la condición de impedido por parte fe quien narra la historia-, sino más bien (siguiendo la lectura) ante la incapacidad existente por asumir otros su condición (“mi cojera era su cojera”, nos dirá gráficamente). Y es que, a la medida en que lo es aquí el narrador, una labor parecida lo es asimismo del escritor de hoy día.
¿Quién se hace a la mar solo por recibir (ingenuamente si se quiere) la bendición de Su Santidad? ¿Quién está dispuesto a viajar en solitario en un barco que lleve el nombre de Peregrino? ¿Quién se empeña en dirigirse a ese mar de barcos encallados que es el Campo del Sur? ¿Quién resiste a los embates –navíos fantasmas incluidos- sin gustarle el olor de la pólvora ni la sangre derramada? ¿Quién revela los tesoros escondidos en la punta de una bota? ¿Quién, en definitiva, hace suyos el ensueño y la poesía?...
Lean El Cementerio inglés y verán que las respuestas a estas cuestiones sólo es capaz de engrandecerlas un escritor como José Asenjo Sedano.

JOSÉ MORENO FERNÁNDEZ, es escritor y doctor por la Universidad de Almería.

(La novela “El Cementerio inglés”, de José Asenjo Sedano, ha sido publicada recientemente por el Instituto de Estudios Almerienses, de la Diputación Provincial de Almería).