viernes, 30 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulos 9 y 10)










NOVELA POR ENTREGAS




AUTOR: JOSÉ ASENJO SEDANO












Capítulo 9




Indudablemente, la visita de Mr. Ike fue un éxito. Después de años de marginación y desprecio, se nos inculpaba de aquel pecado de la guerra mundial y, poco a poco, los tiempos comenzaron a ser otros mientras nosotros seguíamos siendo los mismos y comenzaron a llegar a Madrid de regreso embajadores sonrientes imitando a los americanos, más francos y más campechanos...El sol volvía a salir por oriente y los comercios comenzaron a llenarse de alimentos soñados, nunca olvidados. Si los niños pedían pan, ahora se les podía dar hasta con mantequilla americana. Y leche en polvo. ¡Qué fácil resultaba ahora todo! ¿Por qué no habríamos empezado por aquí y tantas cosas nos habríamos ahorrado? El artista laureado, nuestro don Aureliano, seguro que pensaría que todo ese cambio se debía al envío de su cuadro al señor presidente de USA, hombre agradecido. Al fin se reconocía el valor de aquella obra artística, España tierra de Velázquez. Todo lo bello triunfa siempre.
-¿A que la vida parece ahora más agradable?
Y era verdad: no hay nada como hablar y entenderse.
-Y si además se le manda al presidente un regalito...
La verdad era que si. Se fue notando el cambio, más trabajo, más dinero, más pan. Luego vendría lo demás. La gente ociosa empezó a encontrar trabajo, emigraba, se convertían en nuevos refugiados en pueblos extraños. Trenes largos de largas crenchas de humo corrían por los caminos de hierro llenos de gente fantasmal... Todos desaparecían...Los pueblos se fueron quedando vacíos, porque la prosperidad venía de las grandes poblaciones, de las fábricas, del humo... ¡Siempre fantasmas!
Un día vino a nuestra casa el periodista local que había fundado su periódico. Fandila Sánchez. Alto, risueño, simpático. Era inventor de ideas. Se inventó un equipo de fútbol, el Club 26, el mejor equipo del mundo. “Si quieres que el club no vaya al hoyo, mete en la rifa del pollo” Eran sus eslóganes de mucho éxito. También organizaba combates de boxeo con el mismo eslogan. Montó también una academia de enseñanza. Pero lo más importante fue el periódico semanal, con taller propio, una impresora manual del año catapún, que funcionaba. Las páginas del periódico estaban abiertas para todo el mundo, todos podían expresar aquí sus ideas sin ningún tipo de censura. La polémica se refería sobre todo a la vida local y social. Había columnistas que eran el terror del alcalde o del presidente del casino, que veían amenazada su credibilidad. ¿De qué otra cosa podía vivir el periódico? El periódico se componía en unos bajos de la calle Ancha y lo hacía laboriosamente, tipo a tipo, un viejo impresor, hombre de precaria salud, siempre triste.
-Pero señor director,-se quejaba mientras componía,-que llevo tres meses sin ver un duro...
-No se apure: ya verá como todo se arregla...
El director propietario hacía inventario de sus deudas, ¿es que mes ve a mi derrochar una peseta? Antonio, que llevo dos días a tostada y café.... Su respuesta era siempre su talante, su gran sonrisa esperanzada. Todo se arreglará...
-Si, pero no aguanto más...Vivo de prestado...
Nadie sabía de qué vivía el heroico impresor, nariz delgada y canoso. Quizá fuera un fantasma y por eso podía vivir sin comer...
-Esto va a cambiar pronto, ya verá usted,-seguía el dilecto director con sus felices promesas. A todos nos gustaba ese culto a la impresora, el olor del papel y de la tinta, ver salir compuesta la primera página milagrosa del semanario. Estaba claro que también el director de tantas cosas era un fantasma, un alma en vilo. Se le ocurrió resucitar la historia dormida del cráneo sacado de nuestro pozo. Tenía que haber más, estaba seguro de ello...Fandila pretendía ahora vivir de los muertos...Se sacarían varias páginas por entregas, como aquellas que en vida escribiera nuestro ínclito don Torcuato Tárrago y Mateos, que reinventó la historia patria a fuerza de novelones. Sería un largo serial de intriga y pasión...Se llegó incluso a anunciarlo en un recuadro del periódico: “Próximamente, este semanario publicará la historia completa del cráneo misterioso, etc.etc. Suscríbanse a nuestra novela por entregas...” Pero enseguida recibió un toque del señor juez, vía jefe orden público, ordenándole se abstuviera de entrometerse en el sumario del dichoso cráneo perforado...
-Ese asunto está sub judice...
Don Arcadio, hombre estudioso y super serio, no admitía intervenciones extrañas y menos de la gaceta local...
-Dígale a ese señor, que ni tocar mi cráneo judicial...
-No se puede decir nada en el periódico,-sentenció don Juan, hombre también periodístico, colaborador del seminario, portavoz de la autoridad judicial, cuando fue a visitar a don Fandila con la misiva judicial.-Y conoce a don Arcadio...
-Absténgase,-le aconsejó.- En su momento el señor juez levantará el secreto del sumario y entonces podrá escribir lo que quiera. Hay que darle tiempo al tiempo...
No obstante, a la espera de ese momento, el director del periódico se coló un día en nuestra casa, echó el cubo al pozo y comprobó que nada salía. Aquellas aguas ahora estaban limpias. Le mostramos el sótano, oscuro y frío, donde se adivinaban apetecibles historias de fantasmas...
-¿De aquí es de donde salen los fantasmas?,-preguntó irónico.
-Eso creemos...
-¿Y siguen saliendo?
-Ahora salen menos, pero siguen saliendo...
El periodista incrédulo no hacía caso de esas patrañas, pero eran interesantes para el periódico. El sabía muy bien quienes eran los fantasma del pueblo. El mismo los había esperado a la salida del almorejo...Por eso no dejaba de garrapatear en su cuaderno...
No es que salieran menos, es que ahora les hacíamos menos caso. La gente descreída comenzaba a creer cada vez menos en los fantasmas. Mis mismos hermanos mayores dejaban ahora descorridos los cerrojos esperando que algún fantasma se hiciera visible. Una noche vimos como varios franqueaban la puerta de nuestro dormitorio y se quedaban en medio del salón viéndonos dormir. Luego los vimos salir cuidando de no hacer ningún ruido...
-¿Lo has visto?
-¿Y tu?
-Era una mujer de luto con sus siete hijos pequeños. Son los mismos que vimos en la carbonera y les dimos un abrigo...
-¿Los del brasero?
-Ahora parecen más pobres. No dan miedo.
-No he querido decirles nada por no asustarlos...
Hasta ese extremo habían cambiado las cosas. Los fantasmas sentían miedo de los vivos, de nosotros. Andaban con cuidado por la casa, descalzos casi siempre, como si supieran que la casa ya no les pertenecía.
-¿Y por qué no habrán emigrado como otros?
Era un misterio. Se les veía apegados a la casa, eran de la casa como pinturas, ladrillos o puertas. ¿Adónde ir? Se trataba de fantasmas indefensos, mujeres y niños, cuando no ancianos decrépitos que tosían cascados en la noche. Debían saber que existen ciudades grandes y lejanas, con ríos y parques frondosos. Ciudades pobladas de millones de seres, hombres y mujeres. Nunca podrían acostumbrarse a vivir en una ciudad así. Les había tocado la parte más difícil de la vida, ser fantasmas de ciudad en casas antiguas, soterradas, donde había vivido muchos pueblos pasados. Era mejor quedarse aquí, tener al menos la noche, la madrugada, poder consolarse mirando los ojos de los vivos cuando duermen, ver como sonríen o como lloran...
Un día me dije: Quiero hablar con un fantasma, quiero que me cuente su vida. Quién es. Por qué no se ha marchado de esta casa triste. Mi madre nunca ha amado esta casa, ¿por qué sigues aferrado a ella? Y una noche esperé y vi como se abría la puerta del salón, cayó el pestillo y supe que era el fantasma que acudía a mi llamada. Se sentó en mi cama, no noté el peso de su cuerpo inexistente, el olor a sótano de su presencia. Quise verle la cara y no pude. No dijo nada esa noche. Luego vi como se retiraba. Al alejarse fue cuando me di cuenta de lo alto que era. La noche siguiente, más tranquilo, me contó que había sido guardia de asalto, todavía llevaba el uniforme, la gorra de visera, el correaje y la pistola. Las botas altas con polainas. Había estado en la guerra, en Extremadura. Estuvo en Asturias cuando la revolución. Conocía Valencia.
-Yo entonces era un guardia joven, que creía en la revolución...Me casé con una mujer que vive aquí, conmigo. Juntos viajábamos de Valencia a Alicante cuando la aviación fascista atacó nuestro barco, lo hundió y los dos perdimos la vida. Nuestros cuerpos no los devolvió el mar. Como no creíamos en la otra vida, como nuestra esperanza era el paraíso del proletariado, nos quedamos a la intemperie, sin tener donde ir. Desterrados de un mundo y de otro, nos unimos a una ingente multitud hermana de almas errantes apátridas y fue cuando vinimos a esta casa de refugiados. Desde entonces vivimos aquí. Les vimos llegar a ustedes cuando vinieron y quisimos echarlos. Fuimos nosotros los que les pegamos la sarna...
¡Pues vaya mala idea!
Otra noche subió con su mujer, joven y graciosa, que todavía vestía de miliciana, con su mozo azul y su gorro de soldado. Era lo que llevaba puesto cuando cayó aquella bomba por la chimenea del barco. Se le notaba tímida, se le había olvidado conversar con los vivos y todo el tiempo, junto a su marido, estuvo callada. Nos dijeron que otros refugiados hacía tiempo que abandonaron la casa...Después de tanto tiempo, no sabían qué sería de ellos. Seguían esperando, no sabían qué.
-¿Y no tienen miedo?
El guardia negó: Lo que tenemos es lástima. Ahora lloramos por cualquier motivo. Nos gustaría contar a todos lo que nos pasa, pero no podemos. Es imposible. Un muro nos separa.
Temí haberme convertido en fantasma y me desperté asustado. Estaba vivo, el guardia de asalto y su mujer habían desparecido.
Cuando contaba estas cosas a mis hermanos en la mesa mientras comíamos, se reían en mi cara y me llamaban soñador.
-Los únicos fantasmas que existen, son los que salen de noche por el almorejo.
Días después, el periódico local comenzó a publicar sueltos sobre el cráneo famoso, historias inventadas, que nadie se creyó. Quizá fuera por eso por lo que su señoría no se dio por enterado. A veces veíamos a don Arcadio con su levita negra y su sombrero de copa saliendo del juzgado. Nadie osaba preguntar al juez verdades sobre el asunto. Sabía su señoría que aquellas patrañas del periódico era una manera sibilina de subsistir, de atraerse lectores ávidos de novedades.
-Yo no me fío de lo que dice el periódico,-decía alguien en el casino.- No saben como vender más ejemplares...
-Pues algo de cierto debe haber en todo eso,-añadía otro.-Yo estoy guardando todo lo que se publica.
-Ya lleva el señor juez dos años con la dichosa cabeza,- rió un médico puericultor.
-Y los que te rondaré,-rió otro, aspirante a la alcaldía.
-¿Usted ha llegado a ver el cráneo?
-Lo vi en la casa de don Alberto. El forense lo tiene a bien recaudo.
-¿Y que le pareció?
-Que la cabeza corresponde a un fusilado. Uno de tantos como murieron en la guerra.
-¿Se atrevería a decir de quien era esa cabeza?
-¿Yo?
-Si, usted.
-Eso yo no lo puedo decir. Muchas veces esas cabezas así parece como si nunca hubieran pertenecido a alguien. Alguien que te saludaba, que habló contigo, con quien acaso te tomaste una copa de coñac.
Ese juego se prestaba a muchas conjeturas. Para unos, aquella cabeza pertenecía a un comerciante de sedas, un hombre de una cabeza descomunal, que tenía su tienda en la calle Nueva.
-Pudiera ser...
Otros decían que no, que esa cabeza seguro que era de Riquelme, el relojero, que murió en los primeros días de la revolución.
-Un judío...
-No lo dirás por la nariz...
-Pues si, ese cráneo tiene una nariz especial, ya lo creo. Al menos, para los negocios.
Un maestro de escuela, jugador de ajedrez, decía que esa cabeza era de un canónigo de la catedral.
-A ese hombre lo mataron en la guerra. Yo lo recuerdo de niño. Alguna vez jugué una partida con él. Era muy testarudo.
Pero esos comentarios de casino, pronto eran desmentidos por el periódico semanal, que añadía , frío frío.
Al periódico semanal, se unió la emisora de radio local, recién inaugurada, un avance en las comunicaciones que aglutinó a todo el pueblo. A la noche, todo el pueblo oía los comentarios jocosos de los comentaristas sobre fútbol, política o el cráneo...También se destapó en la emisora local un grupo de teatro que representaba los jueves una comedia leída...Tuvieron mucho éxito.
-Os la vais a cargar si seguís representando a García Lorca,-avisaba el representante local del régimen. –Ese autor está prohibido...
Pero, como se había demostrado, la ciudad noble y leal estaba a más de mil leguas del mundo y a nadie parecía importar lo que allí se contaba. Todos nos aprendimos el “Romancero gitano” y aquello de “Antonio Torres Heredia, hijo y nieto de Camborios...”
-Os la vais a ganar...
La emisora fue un éxito de oyentes y de ventas de aparatos de radio. Más que la TV cuando vino...
El que se subía por las paredes era el alcalde perpetuo, que temía por su continuidad. Ya lo tenía advertido el señor gobernador civil de la provincia...
-¡Voy a cerrar la emisora!,-gritaba en la puerta de la casa consistorial.-¡Esa emisora es sindical y no puede hacer programas a favor de los enemigos del régimen!
Pero nunca lo hizo. La política es así. Amenaza y nada más.
El caso es que la ciudad variopinta vivía ahora pendiente de sus medios de comunicación. Era un mundo que acababa de despertar.
























Capitulo 10



Metido el otoño, tenía don Arcadio, juez de instrucción, ultimado el sumario del cráneo del pozo. Más de mil folios en papel registrado y timbrado. Acompañado de ujieres, con el jefe del orden público y sus municipales, se presentó un día en nuestra casa número seis, como expresaba la diligencia. Mi padre citado, estaba allí temprano con su corbata, nervioso, esperando la llegada de la autoridad judicial. A las nueve en punto sonó la campanilla del cancel. Sombrero en mano, solemne, con su vara legal, apareció el usía en la puerta quien, antes de entrar, preguntó a mi padre su nombre y apellidos, edad, profesión, etc., datos de los que un oficial del juzgado iba tomando nota del día, hora y cuantas referencias fueron necesarias, temiéndonos todos lo peor...
-Por favor, usía,-señaló mi padre la puerta del patio.
Toda la comitiva se adueñó en un momento de nuestra casa. Nuestra casa antigua se vio ocupada desde el sótano a la torre. Don Arcadio, con un plano en la mano, fue señalando los lugares de la casa que deberían ser concienzudamente registrados sin omitir rejillas ni losetas. En uno de esos lugares seguro se escondía el cuerpo del delito. Tiene que estar aquí...
-El cadáver correspondiente al cráneo encontrado no ha podido salir de esta casa. Está en algún lugar escondido. Ahora nos toca buscar.
Enseguida aparecieron albañiles armados de pico y pala dispuestos a levantar la casa.
-Procedan,-ordenó el juez.- No dejen nada sin registrar y mirar. Nada sin levantar. Nada sin tocar.
Mi padre no salía de su asombro. Estas gentes vienen dispuestas a derribar la casa por culpa de una dichosa calavera...
-Tenemos indicios de la comisión de un crimen en esta casa y hay que aclararlo...
Toda la mañana estuvieron dale que dale, picando ladrillos y mosaicos, golpeando tabiques, huecos y ventanas...Al medio día, no se había encontrado nada. ¿Dónde estaba el muerto? ¿Se habría convertido en fantasma como los demás?
-No, el muerto está en la casa. Aparecerá,-aseguraba don Arcadio.
-Pero señoría...
Su señoría señalaba el suelo y los muros reiterando sus instrucciones.
Don Arcadio, hombre tenaz, padecía una afección hepática. Casado y sin hijos, todo su tiempo era para el derecho. También para la agricultura. Tenía una rica finca en la vega, donde pasaba muchas tardes en plena naturaleza, lejos del mundo. No en vano era hijo de labrador, de un hombre que puso todo su empeño en que su hijo superdotado hiciera una carrera universitaria. Y lo consiguió. Arcadio había sido siempre un buen estudiante. Amaba la agricultura y amaba el derecho. Tenía una capacidad probada para el trabajo, conseguía siempre su propósito. Lo del cráneo con la frente volada le atrajo desde el primer momento, estaba convencido de que esos huesos guardaban el secreto de un crimen pasional, tenía sus sospechas. El también conocía bien su ciudad. Sabía que el último inquilino de nuestra casa antes de la guerra, había sido el marqués de la Vega Verde, desaparecido en circunstancias extrañas. El marqués libertino jugaba todas las cartas de su baraja para ser el primer sospechoso. Cuando la famosa aventura de los aerostatos, se supo que un médico local tuvo que acudir urgentemente a la huerta a atender un enfermo importante y ese enfermo singular no fue otro que el señor marqués. Se sabía que la aventura de los zeppelines fue el final de aquella casa. Pero todo esto eran chismorreos del periódico local, historias fraguadas en torno a una taza de café. Se decía todo aquello porque el marqués nunca voló en globo, se limitó a ser el anfitrión de aquella trouppe venida de París, los recibió en la explanada de la finca, el marqués en mangas de camisa. Todo el campo de aterrizaje estaba cubierto de mesas y manteles, de botellas de champán y una orquesta ex profeso tocaba valses mientras caían los globos sobre los trigales...
-El único invitado a la fiesta fue el alcalde de la ciudad, don Segundo Primero, que murió hace poco. El era el único que podía contar...
Y poco contó. Cuando le preguntaban en el casino por aquella juerga, siempre se sonreía y se negaba a contestar. Movía la cabeza y decía: Las cosas del señor marqués...
Pero, curiosamente, era en esa fiesta nunca vista, donde tenía don Arcadio puestos los ojos. En esa fiestas campestre tenía que estar el secreto de este crimen: al menos las fechas coincidían. Experto jurista, hombre de buena memoria, investigador nato, estaba seguro de que el cuerpo del señor marqués de la Vega, no estaba en el fondo del Canal de la Mancha.
-Pero si a este hombre le daban pánico los aviones. Jamás voló.
-¿No? ¿Y los periódicos?
El juez se reía:
-Ese cuerpo está, como estaba la cabeza, dentro de esta casa. Ese cuerpo pondrá cada cosa en su sitio.
Mi padre le oía perplejo, no atreviéndose a contradecir a su señoría, dueño de la verdad categórica.
-¿Y no se lo llevarían los refugiados?.-La pregunta era de un ujier de cara triste.
La pregunta no tenía respuesta. Era una estupidez. ¿Para que querían los refugiados los restos de un marqués muerto?
Varios días se buscó por corrales, cuartos oscuros y el sótano de la casa, quizá antigua bodega.

Durante esos días de trasiego, mi madre afligida no salía de su balcón. Procurábamos ocultarle los nulos resultados de la pesquisa judicial. La Josefa, nuestra criadita enana y valiente, con su mandil, no se separaba de los albañiles dando su opinión. Decía que el cráneo podía ser de un cochero que muchas veces paseó a la señora marquesa por el pueblo, la marquesa atrás con su sombrilla.
-A ese cochero, que se llamaba Jeremías, le robaron el caballo. Era tanta el hambre que se lo comieron entre muchos. Decían que era carne de ternera, pero no fue verdad, no, era carne del caballo del cochero. Por eso se murió del disgusto...Como a los gatos, alguien echaba sus cabezas al pozo...
Los albañiles reían las ocurrencias de la criadita enana.
-Entonces,-la pregunta ahora era a don Juan, actor famoso,-¿cree usted que esa muerte fue un crimen pasional?
¡Quién sabe! Don Juan, estando el juez delante, no se atrevía a opinar.
-En cuestión de amores es difícil opinar. Hay amores que matan y eso lo comprobamos continuamente en el teatro y en las novelas.
-¿Y quien mata más?
-Mata el hombre y mata la mujer. Aunque según estadísticas, mata más el hambre.
La criadita limpia se quedaba en éxtasis oyendo a don Juan. Le atraía la labia del hombre sabio, que era cómico y escribía versos en el semanal. Mi madre abandonada la llamaba a voces, lo soltaba todo y subía a saltos la escalera.
-¡Voy!,-gritaba mientras volaba en alas de su mandil.-¡Ya voy, ama!
-¿Qué es lo que está pasando ahí, abajo?
-Nada, ama, nada. Son las cañerías. Han venido unos albañiles.
Mi madre se hacía la tonta por conveniencia y no decía nada. Sabía que se trataba de la justicia...
Mi hermano Gabriel, aficionado a la pintura, se le ocurrió contar que había visto una noche a don Francisco de Goya, pintor famoso, rondando por la casa. Lo conoció por el sombrero y la paleta. Goya, pintor fantasma, se encontraba oculto detrás del pozo haciendo apuntes de refugiados. ¡Siempre con sus dichosos apuntes! Mi hermano estaba empeñado en hacernos tragar su trola, todo porque tenía un libro con láminas del pintor. Su sueño era imitarle. Un día, al mirar el espejo grande de nuestro cuarto de dormir, un espejo de marco cromado, vimos a la familia real de Carlos IV al completo, con el príncipe de Asturias y todos los demás.
A una de mis hermanas le salieron una noche un grupo de mujeres fantasmas como arpías protestando por el rastreo del juez, aquellos golpes, tanto levantar losas y losetas y remover ladrillos...que no les dejaba dormir. Había niños. Muchos fantasmas estaban dispuestos a huir a las casas vecinas, casas medio vacías... Aquellas arpías se lanzaron sobre mi hermana indefensa cuando pasaba corriendo por el callejón de las monjas, la derribaron y le abrieron una brecha de sangre en la pierna. Mi hermana echó a correr sangrando, con la herida abierta, pidiendo socorro, sin poder quitarse de encima a aquellas brujas malditas...
Mi hermano, en cambio, decía que esas brujas con escoba era una creación de Goya, que vivía en el tejado, espiando el paso de esas arpías revolucionarias, milicianas que se negaban a entrar en la iglesia...
-Como el juez siga levantando suelos, aquí nos volvemos todos locos,-decía mi padre resignado.
Mi madre, que todo se lo maliciaba, decidió que lo mejor era hablar con el arcediano, que escribía novelas, y que hopeara la casa.
-Esta es casa de demonios,-decía.-Los demonios son como piojos, se meten en las costuras y no hay quién los eche. Lo mejor sería mudarse y pegarle fuego a esta casa...
Esa solución drástica asustaba a mi padre. El conocía esta casa desde niño, la había visto en los días grandes, cuando el marqués y la marquesa daban fiestas a gente principal.
-¿Y a qué venías tú a esta casa?
-Porque mi abuelo era coronel del regimiento, hijo de un conde, creo.
Aquella respuesta era terminante. Mi padre enrojecía de satisfacción.
Una mañana hubo alarma general. Los albañiles había topado con un muro hueco. Detrás podía haber algo.
Vino avisado el señor juez y autorizó que el muro fuera derribado. Expectación general. Olía a viejo y húmedo. A meadas de gato. Todos nerviosos. Don Juan mismo apareció agarrado al puño de su bastón. Quien no disimulaba su sonrisa era el señor juez, las lentes en la punta de la nariz, quien se reservó el derecho a desprender el último ladrillo. ¿Estaría allí el señor marqués de la Vega Verde? Cayó el último ladrillo y quedó a la vista un trastero. Se adelantó su señoría, alguien iluminó con su linterna el lugar, una estancia de ladrillo rojo, ¿árabe?, evidentemente muy antigua. ¡Qué olor!
-¡Mire!,-señaló el portador de la linterna.
Todos miraron. De la pared caía una argolla con una cadena que sujetaba el cadáver disecado, en costillar, desparramado, de un perro de presa, de cuyos ojos se desprendía un vacío de muerte. Alguien lo había asesinado porque vieron que tenía un agujero frontal como la calavera del pozo.
-A este animal lo asesinó la misma mano que mató al hombre del cráneo del pozo,-confesó don Arcadio estupefacto.- La bala salió de la misma arma.
-Pero, ¿por qué apesta a meada de gato?
¡Era por la gatera!
Todos comprobaron las palabras del señor juez.
-Estamos en la pista. Esto confirma la evidencia del crimen. La muerte a sangre fría de este animal lo dice todo.
-¿Piensa que ambas muertes son cosa de refugiados?
-No, imposible. Estas muertes son anteriores al alzamiento militar. Que nadie toque estos restos. El asesino no está lejos...-aseguró firme don Arcadio.
-Señoría, mire,-dijo todavía el de la linterna.-El perro tiene en el cuello una plaquita.
-Dato importante,-aseguró el juez.-Veamos...
La plaquita de plata decía: “Centauro, perro guardián de esta casa, 1927
-¡Así se llamaba el perro del señor marqués!,-dijo feliz mi padre.-¡Me acuerdo bien! El señor marqués se hacía acompañar muchas veces por su perro. Yo mismo lo acaricié alguna vez...Su perro de caza...
-Al menos podemos confirmar que ambos cráneos fueron muertos por la misma mano,-reiteró de nuevo el señor juez.-El cráneo humano puede ser del señor marqués de la Vega.
-Este perro lo trajo el señor marqués de París,-repitió mi padre, contento de haber podido aportar algo a la causa.
-Tome nota de todo,-ordenó su señoría a su oficial que se esmeraba por no perder detalle.-Mañana seguiremos nuestro trabajo, suspendamos de momento la búsqueda. Creo que estamos en la recta final de la investigación. Revisen todo lo que hay en este trastero. Veo que hay baúles y alfombras. No pierdan de vista ningún detalle. De todas maneras, el cuerpo que buscamos no está precisamente en este habitáculo, creo adivinar donde se esconde.
Los albañiles golpearon las paredes que no respondieron a vacío. Se trataba de muros sólidos. Más allá del perro muerto no se veía nada. El baúl estaba vacío y las alfombras pertenecían a la escalinata de la casa. Parecían manchadas de sangre.
Cerraron con cuidado el trastero, retiraron la alfombra persa y se marcharon hasta mañana.

Ellos se marcharon, pero nosotros nos quedamos un día más en nuestra casa sin saber las cosas que podían ocurrir esa noche. Mi madre, al verlos salir, el señor juez y don Juan, se hartó de llorar en su balcón. Pasaba la gente curiosa, se detenía delante de nuestro portal, movía la cabeza y miraban a mi madre con lástima y conmiseración. Era público en la ciudad lo que se estaba buscando y como el muerto estaba a punto de aparecer.
-¿No han encontrado todavía nada?
-No, solo un perro muerto.
-¿Un perro muerto?,-preguntaba la gente extrañada.
Nadie sabía que podía pintar ese perro en puros huesos en esta historia. Menos que estuviera escondido y tabicado en un trastero. Fue al día siguiente cuando los albañiles, picando en el muro del sótano, se encontraron con la sorpresa de que se les cayera el muro y se encontraran con la boca de una mina secreta, una escalera en caracol que bajaba y se perdía en la noche de los tiempos.¿Qué era aquello? Alguien corrió a dar cuenta a don Arcadio del nuevo hallazgo. Vino don Arcadio y vino don Juan y vino enseguida don Pompeyo Romano, el ilustre historiador, para dar su opinión. Hubo que armarse de linternas. Primero bajaron, expertos en galerías, los albañiles con sus espiochas y dos guardias municipales con linternas para explorar, por temor a sorpresas y peligros. Esta vez don Arcadio contrariado se quedó en la puerta. No le gustaba el sesgo que tomaba el asunto, no estaba en sus cálculos una galería secreta en sus pesquisas. Aquello parecía árabe o romano, ajeno al sumario de un crimen. Todo el mundo quedó a la espera del resultado de aquella investigación.
-Minas como esta,-comentó don Arcadio un poco fastidiado,-hay muchas en esta ciudad antigua. ¡Vaya usted a saber lo que tenemos debajo de los pies!
Regresaron al rato los exploradores portando en sus manos trozos de cerámica, candiles romanos y restos de animales menores...Salieron triunfales, diciendo que la galería, más adelante se abría en otras galerías que tomaban trayectos diferentes.
-Hay una vía principal, más ancha, que pasa por debajo de la catedral y sube por otro lado al seminario. Se ve que es camino viejo. Hasta se oye el paso de una acequia, que debe correr cerca.
-¿No serán los refugios de la guerra?,-preguntó el ujier de cara triste.
-Los refugios esos todavía existen y no tienen tantas galerías. Esto es otra cosa. No se ven pisadas recientes...
Don Juan, hombre conocedor de la historia local, dijo que siempre se dijo que existe una galería que unía la vieja mezquita musulmana, sobre la que se asienta la catedral, con la alcazaba. Posiblemente paso secreto de soldados...
-Pero seguramente esta galería debe ser más antigua, aquí estaba ubicada la ciudad romana, por algo todavía conserva su nombre: barrio latino....-añadió don Juan declamatorio, orgulloso del pasado histórico de su noble ciudad.-En muchas casas de esta calle e incluso en la iglesia de la Concepción, al hacer obras, se han encontrado columnas y baños romanos, ánforas y estatuas...Señores: estamos sobre nuestra ciudad más antigua. Puede que bajo esta tierra se encuentren enterradas las piedras de un teatro romano como correspondía a una cívitas que tenía la ciudadanía romana y acuñaba monedas...Esta ciudad tenía los mismos títulos de Filipos, era Colonia Julia Augusta Gemela y tenían el ius italicum... San Pablo le dedicó una de sus epístolas, la de los Filipenses... A San Pablo le gustaba visitar las colonias de legionarios jubilados...
-¡Habrá que investigar a fondo lo que se esconde en este suelo!,-exclamó doctoral don Pompeyo Romano, examinando las pequeñas piezas encontradas.-Todo es un tesoro de incalculable valor arqueológico...

El hallazgo, con la contra de don Arcadio, suspendió ese día la exploración de la casa en busca del cadáver oculto. La noticia del importante descubrimiento arqueológico en nuestra casa, movilizó la ciudad. De la nada, la casa se convirtió en la casa más buscada de la ciudad, todos querían ver aquellas catacumbas, aquellos caminos misteriosos de los que algunos tanto sabían. Don Fandila, director del periódico semanal, vio por fin llegada su hora, la mina podría la salvación de su periódico. Así se lo comunicó a su canijo impresor desconfiado que no manifestó ninguna alegría por el hallazgo, diciendo que mientras él no cobrara, le importaba tres leches la galería... -¡Yo no puedo seguir viviendo del aire!,-le gritó al director dispuesto a dejarlo solo ante la imprenta.-¡O me paga, o me largo!
Esta vez, en momento tan crítico, don Fandila, él sabrá como, le pagó, no todo, pero le pagó. El resto quedaría para más adelante...Y el impresor se quitó el sombrero y el abrigo y se puso a trabajar como siempre... Don Fandila Sánchez, convenció con promesas a mi hermano seudo arqueólogo para que, esa noche, antes que nadie, le facilitara la entrada en secreto en la galería encontrada. Iría acompañado de dos falsos expertos a ver la mina, sacar fotos, si se podía, y de paso apoderarse de posibles objetos históricos. Bajaron esa noche a la mina con linternas y casco de buzo y allí permanecieron hasta el alba en que, sin que nadie en nuestra casa lo supiera, abandonaron la casa. ¿Qué ocurrió esa noche? Pasó que caminando llegaron, por la vía principal, hasta la cripta de la catedral donde está el pudridero de obispos y canónigos. Un endeble tabique derruido les hizo encontrarse con el macabro hallazgo, que nosotros, cuando salíamos de la escuela, veíamos colgados de las ventanas de forja que dan al paseo. Allí, unos sobre otros, revestidos, con casullas y calcetines rojos, esqueléticos, las manos raquíticas sobre el pecho, contemplábamos con horror morboso aquellos cuerpos polvorientos. A la vista del hallazgo, los falsos amigos que acompañaban al director periodista, se negaron a seguir, diciendo que ellos no pisaban un lugar sagrado.
-¡Salgamos de aquí!,-chillaban.-¡Este es el cementerio de los curas!
-Pero, qué importa...,-decía don Fandila, siempre dispuesto.
-¡Qué no! ¡Nosotros nos vamos!¡Qué miedo, Dios mío!
Lo dijeron y lo cumplieron. Salieron rápidos de la mina, jurando no volver a pisarla más.
Todo eso lo supimos por mi hermano sobornado, que negó haber sido él quien franqueara la puerta a don Fandila.
-Entonces, ¿cómo han entrado?
-¡Y yo qué se! ¡Habrán sido los fantasmas!
-No, no...Los fantasma no abren las puertas a los vivos...
Que Fandila dijera en su periódico que había entrado en la mina arqueológica y que quisiera dar pruebas de que era verdad, como el guante rojo de un obispo o una mitra, nadie se lo creyó. Un Fandila siempre sonriente no tenía crédito entre sus lectores. Le seguían la corriente, se reían con él, pero no lo tomaban en serio. Aunque seguía contando sus historias...
-Fandila, ¡no nos vengas con historias!
El primero que no lo creyó fue don Arcadio, quién no le dio importancia a sus crónicas subterráneas, como las titulaba. Es más, contaron que el juez, hombre serio, se había reído mucho del encuentro macabro que el periodista había contado en su periódico con la cripta mortuoria de la catedral...
-Todo el mundo conocía esa vía subterránea que va a la catedral y, ahondando, -seguía el juez,- sale por debajo del Paseo a la barbacana...De niños, muchas veces nos metíamos por ahí y llegábamos a la cripta...
No pudo Fandila mostrar objetos romanos ni árabes, porque esa noche no pudieron encontrarlos. Todo lo más los canónigos difuntos podridos en sus ataúdes...
Más seria fue la expedición que organizó don Pompeyo Romano con un grupo de alumnos seguidores suyos, gente fiel, bien pertrechados, hicieron a la misma galería. Don Pompeyo creyó a Fandila, ambos habían tenido una conversación privada donde el periodista puso en antecedentes al historiador...
-Yo voy a comprobar lo que me estás diciendo,-le dijo don Pompeyo a Fandila.-
Visitó don Pompeyo la galería con su mina. Llevaban lámparas mineras, anduvieron el subsuelo, comprobaron lo contado por Fandila y descubrieron algo importante, posible solo a un experto. Encontraron los cimientos de lo que fuera mezquita musulmana y una cueva oculta que pertenecía a una basílica paleo cristiana, una Martyria, donde se encontraban enterramientos de mártires, dos sarcófagos, que don Pompeyo trató de descifrar nervioso, siempre creyó que uno se refería a Félix, epíscopo y el otro nunca se atrevió a decir.
-Quizá estemos ante la primera iglesia cristiana de la ciudad y no sabemos si de España...,-confesó emocionado don Pompeyo.-Hay que hacer un estudio a fondo. Me encargo de poner este descubrimiento en conocimiento de la autoridad universitaria competente...
De esa basílica sacó don Pompeyo un crismón y una inscripción latina muy deteriorada. También la cabeza de un buen pastor...Pruebas que el señor obispo conoció y guardó como un tesoro en el museo catedralicio, a la espera de otros estudios e investigaciones...De todo eso, reconocida su autoridad, se encargaría don Pompeyo Romano quien hizo unas importantes declaraciones al periódico semanal. Todo el mundo en la ciudad, orgullosa, conservó ese ejemplar del periódico de Fandila que se convirtió en importante documento histórico.
-¡Ya podemos presumir de historia!,-decía el historiador. Hasta ahora solo hemos sido presuntos, ahora todo ha cambiado... ¡Aquí estuvo San Pablo y yo me encargaré de probarlo!
Las palabras emocionadas y vehementes de don Pompeyo arrancaron cientos de aplausos. Se merecía un homenaje...
-Lo tendrá,-dijo el alcalde.
Esos días tuvimos conferencias en el casino. Vinieron doctos profesores universitarios quienes recordaron que esta había sido una próspera colonia romana, el paso de la vía Hercúlea, las monedas con las efigies de Diocleciano y Octavio...La ciudad, era verano, vivía uno de sus momentos eufóricos más importantes. Más cuando vimos que el gobierno empezaba a acordarse de nosotros y vimos máquinas en la Plaza dispuestas a echar abajo las ruinas de la guerra y comenzar la construcción de la nueva ciudad... Mucho se tardó en esta tarea, pero al menos se comenzó...Lo primero que se nos construyó fue un cine que sustituyó a los provisionales que teníamos aprovechando el aforo de un almacén y luego de otro más moderno...
Pero, bueno, vamos a lo nuestro...








Novela por entrega




Autor: José Asenjo Sedano, 2008

miércoles, 28 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulos 7 y 8)















NOVELA POR ENTREGAS.
Autor: JOSÉ ASENJO SEDANO










Capítulo 7



Hicimos la primera comunión en mayo, primavera en la guerra mundial. No importa el año. Todavía se consideraban vencedoras las tropas alemanas campando por Europa. Hicimos aquella primera comunión centenares de niños que no pudimos hacerla durante la guerra civil. Éramos niños republicanos que teníamos prohibida la religión, opio del pueblo. Las iglesias estaban cerradas o convertidas en teatros, garajes o simples ruinas. La hicimos a nuestro aire, sin traje de marinero, con nuestro pantalón corto y nuestra camisa limpia. Las niñas, solo unas pocas, vestidas de princesa. Yo, como complemento de mi camisa, llevaba un lazo con un copón bordado con hilos de oro. Alguien me lo prestó para ese día. A todos mis hermanos les pasó igual. Pero aquel fue un día grande, el más grande. La iglesia estaba a rebosar, tocaba el armonio, cantábamos, y cuando salimos a la calle, éramos también primavera. Lucía el sol. Nos sentíamos pájaros soltados de su jaula. Dios estaba con nosotros. Fue un día alegre en que procuramos portarnos bien, ser obedientes, ser respetuosos. Nuestros padres nos besaban y no sabían qué regalarnos. Mi madre lloró emocionada recordando su primera comunión, otros tiempos, la alegría de su casa, aquella iglesia tan bonita...
Pero la guerra seguía. Muchos de nuestros jóvenes sin futuro, sin trabajo, se fueron a esa guerra. Muchos no volvieron. Un día regresó uno, un gitano vestido de soldado alemán. Estaba rodeado de su tribu, sentado en un banco, silencioso, mientras sus parientes hablaban si quitarle ojo, pendientes de aquel extraño. Le habían dado permiso. Miraba callado sus botas flamantes, quizá su tesoro de la guerra, la mente perdida en algún lugar lejano de aquel país y de aquella guerra asesina...Le preguntaban y no contestaba, quizá se le había olvidado hablar, no sé... Aquel soldado fue mi retrato de la guerra, aquel muchacho apagado, cruzadas las piernas, pendiente todo el tiempo de sus botas militares o de las andaduras de aquellas botas de cien leguas, hechas para la nieve. Menos mal que aquel gitano indefenso se libró de morir y un día regresó, todavía con aquel hábito bélico...Alguien lo colocó en el servicio de limpieza del ayuntamiento, hasta que fuera recobrando el habla y la alegría. Entonces contó que había estado en el frente ruso...





Pero lo que más recuerdo, era el frío de esos meses, el cielo siempre pintado de gris, la sierra de nieve, las calles llenas de gente inactiva. ¿Qué pasaba? La escuela, sin calefacción, la casa en ruinas, las ventanas sin vapor, nuestros pupitres...El mapa. ¿Qué nos decía en verdad aquel mapa marco de la guerra, un mapa de hule, donde se veían fronteras delimitadas: España, Francia, Alemania, Polonia, Austria...nombres que ya no decían nada, que a nadie importaba, porque ese marco guardaba un paisaje de ruinas y de muerte...Eso era la Europa milenaria, solar de la cultura occidental...Y esta de aquí abajo, hasta el Estrecho de Gibraltar, era España, hundida junto al mar, hambrienta y triste, sin luz en sus noches, sin sol en sus días, sin calor en las manos... Sin mañana...¿Acaso los fantasmas eran verdad? ¿Será que todos somos fantasmas, desde Rusia a Portugal, y esos gritos que oíamos en la noche, ese arrastrar de cadenas, llorando, siempre con lágrimas..., éramos nosotros incapaces de encontrar la puerta de salida de la horrible pesadilla?...
-No hay fantasmas. Eso que oímos de noche, es el viento, abriendo puertas y ventanas. Hay fantasmas porque tenemos miedo...
No lo podíamos creer. Los fantasmas existen.
-¡Que no!
¿Cómo podía ser eso posible? No, nosotros lo que teníamos era hambre. Los fantasmas eran los que vivían abajo, en el patio y en el sótano, los refugiados, dueños de la noche...
Nos llevaron a ver un fantasma que salía por la boca de un Almorejo, un río embovedado al pie de la alcazaba que arrastraba una corriente fétida, calle de San Miguel adelante. Se corrió la voz entre la chiquillería y fuimos esa noche a verlo salir encapuchado haciendo sonar una cadena. Había poca luz, nula luz, y lo vimos con hábito blanco portando una vela encendida de ultratumba. Parecía un gigante, largos brazos terminados en manos huesudas, manos de cadáver, que nos causaron pánico. Muchos echaron a correr, otros resistieron la embestida dispuestos a ponerle cara al ser maléfico, tomando piedras para defenderse. Y hubo ataque y hubo estampía del fantasmas que apagó su vela y corrió veloz hacia el embovedado de aguas inmundas y fecales...
Era claro que se trataba de un falso fantasma. Lo que pretendía ese ser inmundo era que la calle quedara libre de posibles testigos de escarceos amorosos, porque, al parecer, aquel era teatro de encuentros eróticos. Era un método antiguo de asegurarse el campo. Lo supimos luego cuando alguien nos señaló el fantasma con la cabeza vendada, herida causada por una piedra volada...
Fantasmas así salían muchas madrugadas amparados en la escasa luz, el miedo o la lluvia. Pero nadie les hacía caso.
Nuestros fantasmas eran otros, muy diferentes, eran fantasmas verdaderos que salían a media noche, a veces con toque de campanas, y nadie podía verlos. Eran invisibles e intocables. Aun cuando supiéramos que tenían historia, que muchos los habían conocidos vivos. Una noche oímos en la calle la voz de alguien que nos sobrecogió. ¡Era una voz conocida! ¡Era la voz del chantre de la catedral, muerto hacía poco, cuando cantaba en el pontifical! Reconocimos su voz gutural y, cuando corrimos al balcón para verlo, lo vimos calle abajo envuelto en su manteo sin tocar el suelo. Parecía como si se lo llevara el viento...
-¡Es el chantre! ¡Es don Francisco!
Todos estuvimos de acuerdo. Aquel fantasma iba de vuelo a la catedral.
Ya nos habían dicho que nuestra calle, de la catedral al seminario y viceversa, calle de canónigos, era calle habitual de clérigos y seminaristas. Pasaban como si estuviesen vivos, ingrávidos, canturreando o diciendo latines, arrastrando grandes zapatones, como era el caso de don José Mínguez, organista y compositor, al que se le oía muchas noches tocando fugas y cantatas de Bach...
Pero los fantasmas clérigos parecían siempre felices, daban la impresión de que ignoraban su condición de fantasmas y, cuando pasaban por nuestra casa, al vernos en el balcón, saludaban con un ¡buenas noches! y una sonrisa cadavérica pero agradable...Por eso no infundían miedo, lo más cierto escalofrío...
-Esos curas gozan de Dios. ¿No ves como sonríen?
-El otro día, con el viento que hacía, vimos al sacristán mayor acompañado de capilla. Salimos al oír la música y el gorigori, pero no vimos a nadie, solo al sacristán con la sotana desabrochada queriendo volar...
Estas historias nos llenaban de pavor.
-Entonces, los fantasmas andan por todas partes...
-Es que arriba, junto a la iglesia, está el panteón de las monjas.
-Una noche salió una novicia perseguida por un francés...La novicia llevaba sangre en el hábito y gritaba abriendo la boca, pero sin sonidos...Se veía que estaba fantasma...

Una de nuestros juegos en invierno, recién terminada la guerra, después de tres años sin curas, era jugar a decir misas. Se montaba un altar en una mesa o en un arca con estampas de Jesús y de María y misales simulados con enciclopedias del colegio. El oficiante podía ser cualquiera, aunque siempre eran los mismos, el vecino o mi hermano Manolo, dos falsas vocaciones. El vecino, pelado al cero, decía su misa delante del arca revestido con las enaguas de su madre y una pelliza de su padre labrador como casulla. Todos nos sentábamos en actitud devota en el suelo, las niñas con velo, nosotros casi siempre en actitud hostil. Nuestro cura asomaba por una puerta después de un campanillazo y comenzaba su letanía que terminaba en risas y tortazos, el oficiante no permitía el pitorreo y nos echaba a patadas a la calle. Lo de mi hermano Manolo, el último vestigio de nuestra guerra, bautizado en la posguerra, era siempre una misa privada de él para mi hermana que aparecía en su iglesia de mantilla, guantes, zapatos de tacón de mamá y libro de misa con estampas de santos...En cuanto la fiel se descuidaba, o decidía abandonar la iglesia por imperiosa necesidad, el oficiante corría a sustraerle las estampas con disimulo, siguiendo su misa, o su sermón, como si nada hubiera pasado, hasta que la fiel devota se daba cuenta del hurto sufrido y lo atacaba lanzándole los zapatos, el libro misal o la peineta, obligándole a abandonar el ara y el botín robado...¡Aquel cura era un mal cura! Durante varios días dejaban de hablarse... Hasta que se reanudaban las misas...
Cuando llegaba la primavera, lo propio era correr al campo que empezaba a verdear y llenarse de colores. Era el tiempo de la guerrilla...¿Quién no salía a pelear? ¿Quién no terminaba descalabrado? La sangre es el color de la vida...














Capítulo 8



Próxima la Semana Santa, tiempo de austeridad y penitencia, repicaron las campanas de la catedral y las campanas de las parroquias y conventos, campanas famélicas de posguerra, anunciando la llegada del nuevo obispo, vacante la sede durante varios años. Todo el pueblo engalanado se lanzó a la calle para ver con sus ojos a este nuevo pastor que venía a ocupar el solio de un mártir, don Manuel, un obispo ejecutado en agosto en Almería, frente al mar, 1936, junto con el obispo local y más clérigos. La noche de aquel verano se incendió de fuego y los cuerpos de los mártires asesinados fueron prendidos en llamas, como hogueras vivas.
Ahora, la ciudad y la diócesis, terminada la guerra civil, recuperaron la normalidad. Fue tanto el gentío que acudió ese día a ver al nuevo obispo, que muchos, a pesar de la vecindad, no pudimos verlo. Solo alcanzamos a oír el clamor del órgano...
-¿Has visto al nuevo obispo?
-Yo, no. ¿Y tú?
-Yo tampoco.
-¡Qué lástima de don don Manuel!
-¿Y este como se llama?
-Este se llama Rafael y viene de Linares...
Sería después, pasada la novedad, cuando podríamos contemplarle revestido de pontifical, con la mitra y el báculo, en el altar, como siempre lo teníamos imaginado. Al menos así estaba san Torcuato, el primer obispo de la diócesis, también mártir, en su capilla. También lo veríamos detrás de las procesiones, bendiciendo y saludando. Y por nuestra calle, con sotana y fajín rojo, camino del seminario. Como era pastor, un día mi hermano menor le hizo echar una cabra que se había colado en nuestro portal y no le dejaba entrar.
-Obispo, obispo, le dijo, entra y echa la cabra de mi portal...
Y el buen pastor, entró y sacó a la cabra que tiraba al monte...
La catedral era nuestra iglesia. Nos gustaba sentarnos en el coro mutilado de santos, un coro de ciprés herido, un coro mártir, para oír los cantos de la escolanía, canto de ángeles. Muchos de mis compañeros de colegio se fueron al seminario. A mi me tocó ir a una academia, que estaba en una antigua casa con escudo noble, donde empecé mi bachillerato después de largos años de escuela.
-¿Y había fantasmas en esa casa?
-Si.
-¿Y también en el seminario?
-También. Había fantasmas en todas partes.
Un día se presentó en la ciudad un coche militar con banderín y se detuvo delante del palacio episcopal. Se bajó del coche un militar alto, grueso, de grandes bigotes, queriendo ver al señor obispo. El portero avisó a don Rafael, que así se llamaba el obispo, diciéndole que en la puerta había un sargento con unos bigotes muy grandes que quería verlo. El obispo supo enseguida que ese sargento de los bigotes era el general Saliquet, uno de los vencedores de la guerra...Se puso nervioso el solideo y corrió a la puerta a recibirle...
-¡Madre de Dios!
-Había fantasmas en todas partes. También los había en el palacio episcopal.
-¡Dios mío!
Otro día vino a la ciudad el mismo Franco en persona con parte de su ejército. Desde la mañana se le estuvo esperando en la ciudad, ocupados los tejados por policías y guardias civiles, armados con metralletas. Todo el mundo salió a la calle con banderas cantando himnos patrióticos queriendo ver con sus ojos al Generalísimo.
-¿Y que pasó?
-Que pocos pudieron verlo. El Generalísimo, después de hacerse esperar, precedido de coches y policías, llegó a la ciudad y se fue directo, cruzando la Plaza, a la puerta principal de la catedral donde le esperaba el obispo y las autoridades, entró, oró y salió por otra puerta donde le esperaba ya su coche con el motor en marcha y despareció. Nadie le pudo ver..
-O sea, que pasó como un fantasma.
-Pues eso, nadie le vio. Ahora pienso que aquel coche y ese caudillo que no vimos, era un fantasma. El verdadero dicen que estaba en El Pardo y de allí no salía...
La gente se quedó boquiabierta, con la banderita nacional en la mano, con sus cantos en la garganta. Si no lo veo, no lo creo...La larga comitiva se perdió por la carretera en una nube fantasmal...
-Y es que los fantasmas existen, pero son invisibles. Y esa vez tuvimos la prueba.
Durante mucho tiempo tuvo la gente en su mente esa visita secuestrada, la nube de polvo y el crepúsculo de los dioses.
-El fantasma de Franco ha pasado por Guadix...
-¡Dios bendito!
A todos nos hubiera gustado, y ese era el motivo de nuestra manifestación masiva desde horas tempranas, que el Generalísimo se hubiera bajado del coche, se hubiera asomado al balcón como cualquier vecino y nos hubiera dicho lo mucho que nos quería, un pueblo sufridor. Luego pensamos que alguien habría corrido la voz de que este era un pueblo fantasma, lleno de fantasmas, fantasmas hasta en las alcantarillas. Era mejor que pasara de largo. Estaba visto que ni los policías bien armados mirando desde los tejados se sentían seguros. En cualquier momento podía producirse una avalancha de fantasmas...
-Creo que tienes razón, ese día el Generalísimo no era verdad, era su fantasma...
-¡Dios bendito!
Y fue cierto que esa noche, y las siguientes, se oyeron en nuestro patio y en nuestro sótano más gritos que nunca, voces alborotadas y temibles de fantasmas que protestaban, que estaban dispuestos a salir a la calle y decir que los fantasmas son puro humo, incapaces de una revolución, menos de atacar a un generalísimo...Más bien los fantasmas son gente triste y acobardada...
-¿Tu oíste los fantasmas esa noche?
-Todos los estuvimos oyendo hasta la madrugada. Nunca los oímos tanto. Eran chillidos de mujer, de ancianos y niños que pedían libertad...Era como si estuvieran presos. Luego, con los claros del día, se apaciguaron, se fueron quedando dormidos...
Que los fantasmas duermen fue un descubrimiento para todos. ¿Dónde suelen dormir los fantasmas? No sería en el cementerio, allí solo hay tumbas y cruces, nombres borrados, tierra aplastada...
-No, los fantasmas no están en el cementerio. El cementerio es tierra de difuntos. Los fantasmas viven, no están muertos, sufren más que nosotros y nunca dejan de hablar. Siempre están hablando...
Durante mucho tiempo se estuvo comentando en la ciudad aquella visita furtiva del Generalísimo con su séquito que algunos quisieron justificar con las prisas de un jefe de estado, pendiente de graves asuntos patrios.¿Quienes éramos nosotros comparados con la inmensidad del mar? Nada. Se retiraron las banderas y las colgaduras y poco a poco, como es de rigor, se fueron acallando los comentarios. El tiempo todo lo olvida...
-¿Y la visita de Eisenhower?
-Bueno, Eisenhower no vino a la ciudad, vino a Madrid...Vino a hacer las paces con Franco. España le cedería tierras para sus bases militares y ellos nos quitarían el hambre crónica que padecíamos...Un simple trato comercial...
-Se paseó con Franco por la Gran Vía, de Madrid, en coche descubierto, miles de personas salieron a vitorearle. Merecía la pena, porque no podíamos aguantar más, a pesar de nuestro patriotismo...
-¡Fantasmas!¡Fantasmas!
Se le hicieron al presidente americano multitud de regalos y, nuestro pueblo, ombligo del mundo, también mandó a Madrid una comisión agradecida para entregarle el regalo de todos nosotros. Nosotros, patria chica del fundador de Buenos Aires, como Nueva York. Aquella noble comisión ilusionada, al bajar del tren en Atocha, se fue directa a la embajada USA para entregar al presidente su presente. Se trataba de un cuadro al óleo, obra de un laureado pintor local, una obra de arte. Al llegar a la embajada, no les recibió el presidente ni el señor embajador, sino la policía queriendo saber cual era el motivo de aquella visita... Resultado, incautaron la pintura y a la comisión la remitieron urgente a su lugar de procedencia si no querían ir directamente a la cárcel...Los habían tomado seguramente por disidentes, republicanos, gente que siempre está entregando escritos de protesta con muchas firmas... Regresaron tristes, olvidados del precioso cuadro, orgullo de la ciudad...
-El viaje ha sido un desastre. Nos han tomado por lo que no somos, ¡por fantasmas!, de milagro nos hemos librado de la cárcel.
-¿Vosotros a la cárcel? ¡Pero si sois de derechas de toda la vida! ¿Es que no se dieron cuenta?
-En Madrid no saben nada de nada. Nos amenazaron como a delincuentes, con muy malos modos...
-¿Y el cuadro?
Nadie sabía nada del cuadro. Les fue requisado. Nunca más se supo. ¿Qué decir al pintor laureado?
Que Madrid no supiera que nuestro pueblo era un compendio de historia, una ciudad noble y leal, pueblo declarado ciudad devastada por la guerra, que tenía todavía en pie las ruinas de la contienda, no lo entendía nadie. Pero si en Madrid tenemos ilustres hijos periodistas. ¿Cómo la prensa no se ha hecho eco del desaire? Lo que esta ciudad pretendía era sumarse al homenaje nacional y saludar al presidente de una nación poderosa y amiga...¡Por fin iba a llegar trigo a España! ¡Y conservas! Después de todo, América es hija de España, criada a nuestras ubres maternas. A españoles que se fueron a la conquista de aquel mundo en circunstancias aciagas, en frágiles naves, debían ellos su riqueza y su cultura, su prosperidad. ¡No pueden negar nuestra paternidad! Propio de hijos, es socorrer a los padres en apuros...
El laureado pintor, no se dio por enterado. Se hacía ilusiones pensando que su cuadro figuraría en algún salón de la Casa Blanca, en Washington. Cualquier experto que lo viese, descubriría enseguida la mano de un maestro de la pintura...
Nadie quería convencerse de que vivimos en un mundo fantasmal y que nada de lo visto y no visto era real, ni Franco ni Eisenhower. ¡Ni el cuadro de don Aureliano!




Novela inédita, por entregas,
de José Asenjo Sedano, año 2008

domingo, 25 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulo 6)














NOVELA POR ENTREGAS.




Autor: JOSÉ ASENJO SEDANO









Capítulo 6





Se metió el invierno más crudo de muchos años. Se acercaba, el fin de la guerra mundial. El III Reich tocaba a su fin. Los cadáveres de Mussolini y su amante eran colgados en Milán ante el jolgorio del chusmerío. ¡Pobre Benito y pobre Clara! Hitler se escondía como una alimaña en su bunker defendido por un batallón casi infantil.¡Pobre dios de cartón piedra! Todos sus héroes belicosos y soberbios ya habían caído o estaban a punto de pasar por un tribunal de guerra.
Auque lo peor de aquel invierno sucedía dentro de nosotros. Parecía que la naturaleza era el espejo de lo que ocurría en el mundo. La ciudad, que no se había recuperado de sus mutilaciones bélicas, con sus ruinas y muñones, era una ciudad fantasma. Un pueblo deshabitado, abandonado. Super desocupado y sin vida.¡Cuánto frío! ¡Cuánto parado! ¡Cuanta hambre! ¡Cuánto piojo! ¡Cuánto preso! Soplaba el viento, crujían las puertas, y la noche tenía ese acuoso brillo de las estrellas como cuchillos. El brasero en la mesa de camilla era el refugio nacional. La radio inservible, era la ventana de las malas noticias. Silencio. Algunas mañanas nos encontrábamos con una nevada. No habría escuela. No habría dónde ir. No tendríamos luz eléctrica, ese colador ceniciento y sombrío que caía del techo a la mesa. Regresaron los viejos fantasmas. Nadie se atrevería de nuevo a bajar de noche al patio. Cerrábamos las puertas, se echaban los cerrojos y se dejaban abandonados los fantasma a su soledad del patio y del pozo, donde se les oía gemir de sueño y de frío. Lo que más nos dolía eran los lloros de los niños fantasmas muertos de hambre, congelados. No se morían, porque ya no podían morirse, pero lo habrían hecho de haber podido. Una mañana, al bajar al patio después de una noche de lloros y gritos, encontramos al pie de la escalera a una mujer con sus cuatro hijos blancos como la nieve, ateridos, temblorosos, que nos miraron con sus ojos pétreos, de mármol. Nos habían robado las pocas patatas que guardábamos en el cuarto oscuro. Hasta allí habían llegado.
-¡Estos son los que se oían anoche! ¡Se han helado!
Bajamos el brasero, se les intentó calentar, meter en calor, pero conforme se calentaban, se iban licuando y deshaciéndose como lluvia en el suelo.
Empezamos a no temer a los fantasmas, nos daban pena, porque toda esa gente eran habitantes de la casa, hermanos nuestros, tenían tanto derecho a estar como nosotros, habían sido refugiados y eran pobres. Se morían donde fuera y, como nunca habían tenido donde vivir, no salían nunca de esta casa. Desde entonces, aunque tampoco nosotros teníamos nada que comer, procurábamos dejarles en el patio un abrigo, un trozo de pan o una toca para los niños. Una mañana encontramos un papel escrito que decía: Gra-ci-as.

Alemania perdió la guerra. Los aliados invadieron Normandía y los rusos avanzaron por el Este hasta el corazón de Berlín. Hitler no pudo salir de su bunker y allí se suicidó. Y todavía, muerto, calcinado, entre bidones de gasolina, seguía creyéndose un dios.
Mi padre vino y lo dijo:
-La guerra mundial se ha terminado. Hitler se ha pegado un tiro.
Pensamos: El tiro de nuestra calavera. Ese es el tiro de Hitler.
¿Y nosotros? Mi padre empleado y proletario, padre de nueve hijos, no supo que contestar. Todos sabíamos que se anunciaban malos tiempos. Después de nuestra guerra cruel, todavía en ruinas nuestra ciudad, nuestras casas devastadas llenas de fantasmas, nos caía ahora el peso de aquella miseria que se anunciaba. Porque las guerras, todas las guerras, son siempre para morir. Morir en cantidad, por tierra o por mar o por aire, da igual. Y todos los días los periódicos traían noticias de esas muertes violentas incontables: soldados, mujeres, niños, ancianos. La máquina de la guerra lo tritura todo, unos fueron al horno crematorio, otros a la cuneta o a la cola del hambre... Mataban los alemanes, mataban los rusos, mataban los americanos, mataban los ingleses... ¡Todos mataban! ¡Todos se habían vuelto locos, a ver quien mataba más!
Quizá por eso llovía tanto. Llovía intenso, toda la tierra era un gran charco, un cielo encapotado, una lejanía sin fin...
Dicen que este siglo nuestro, el XX, ha sido el siglo de más guerras y de más muertes de la historia del mundo. Nunca tanta gente murió a manos de la otra gente. En el Norte y el Sur, en el Este y el Oeste. Un mundo crucificado, nada de redondo, una simple bola perdida en el espacio. Una bola humeante chorreando sangre o fuego. Pólvora. La tierra no tenía boca para tragarse tanto cuerpo, para beber tanta sangre. Así desde Caín. Un mundo fratricida, homicida, suicida...
Un valle de lágrimas.
Un valle de muerte.
Llovía y seguía aquella interminable procesión de mujeres enlutadas, velos y velas encendidas. Años en los que se rezaba. Se procesionaba el Cristo sufriente, torturado, y la Virgen máter dolorosa con el corazón traspasado de puñales. Salían de mañana, al amanecer, o salían de noche cuando todo muere. En la catedral, los santos de piedra de los púlpitos estaban decapitados. Otra vez mártires. También lo estaban los dos grandes arcángeles de madera que guardaban con espadas el altar mayor.¿Por qué se extrañaba tanto la gente de que hubiéramos sacado de nuestro pozo una cabeza con tres ojos?. ¡Eran tantas las cabezas que habían rodado! Quizá por eso empezamos a ver en el espejo grande de nuestro cuarto, un espejo perdido, las figuras extrañas de hombres y mujeres sin cabeza, que aparecían y desaparecían al pasar. Mi hermano pintor decía que era la familia de Carlos IV, pintados por Goya. ¿Tantas cabezas habían rodado? ¿Dónde estaban esas cabezas?...





Ese invierno, después de años de soledad, fue cuando nuestra calle empezó a repoblarse con familias que venían de lejos y se instalaban en aquellas casas centenarias hermanas de la nuestra, casas vacías, que pronto se llenaron de niños que salían a jugar a la calle, venían a nuestro colegio y quería saber, como todos, la historia de nuestro cráneo. También ellos, supimos, echaron el cubo a sus pozos en busca de un cráneo parecido. Pero éramos nosotros los que teníamos el privilegio de haber sido distinguidos con ese hallazgo macabro, que nos suponía cierta baza a la hora de apostar, aunque ellos no se libraron de tener sus propios fantasmas. De noche oían los mismos gritos y los mismos sollozos que oíamos nosotros por lo que, pensamos, todas aquellas casas se comunicaban misteriosamente...
-¿Y nunca habéis visto un fantasma?
-Pues no.
-Pues nosotros, si,- decíamos ufanos.-Los vemos de noche en el espejo cuando nos vamos a la cama. También los hemos visto en el patio sentados en la escalera, calentándose unos a otros.
Se quedaban mudos.
-¿Y no dicen nada?
-¿A nosotros?
-Si.
-No. Los fantasma se ven entre ellos. A nosotros no nos ven. Nosotros somos invisibles para ellos. Si nos vieran, saldrían corriendo asustados...
¡Qué extrañas eran las cosas de los fantasmas! Eran como nosotros, pero al revés. Eran gente del otro mundo que se dejaban ver...Almas errantes. Familias enteras que van de pobres por el mundo hasta que lleguen a su destino,..
-¿Qué destino?
-El cielo, se supone. Los fantasmas deben ser almas del purgatorio. Siempre están tristes.
En esto no siempre había acuerdo unánime. Al parecer, las ánimas benditas están metidas en una piscina de agua hirviendo y, cuando están limpias y purificadas, bien aseadas, son sacadas, secadas y llevadas al paraíso. Estas almas de nuestro patio, eran almas que salían más en invierno que en verano y siempre estaban temblando de frío. No, nuestros fantasmas eran refugiados de la guerra, almas sin patria.
-¿En verano no salen?
-No, en verano no se las ve. Parece como si en verano se fueran por ahí, como los segadores, lejos, nadie sabe dónde... Los fantasmas de la noche y del invierno...
Nuestra experiencia en fantasmas nos daba autoridad.
Seguían llegando al barrio más y más vecinos llenando casas y abriendo balcones, dando gritos. No sabemos si eran refugiados venidos de otros lugares, gente alegre y tranquila. Por eso la calle triste se fue transformando, se hacía más animada y mi madre se distraía viendo a los niños correr debajo de su balcón. Claro que, en cuanto llegaba el invierno, el balcón se cerraba y se acababa el jaleo. A los niños, los sustituía de noche el ladrido de los perros que no tenían cobijo y se pasaban la noche pidiendo de puerta en puerta. Casi todos los perros, entonces, eran vagabundos, no tenían amo conocido. Muchos habían hecho la guerra y, cuando oían un cohete o una sirena, echaban a correr aterrorizados creyendo que era alarmas de un bombardeo. Guardaban fija la memoria de las bombas. ¿Cuántos habrían muerto en la guerra? Eso nunca se sabrá. Nadie contaba los perros que aparecían tirados en la calle muertos de bala. También el hambre propia y ajena se llevó a muchos perros devorados por hombres carniceros...
También se llevó la guerra y la posguerra cientos de gatos cazados en noches oscuras, gatos que fueron decapitados al relente, guisados al ajillo en grandes perolas de arcilla. Gato por liebre. ¿Cuántos gatos se perdieron en la contienda? Nunca lo sabremos. Habría que contar muchas cabezas. Nosotros solo sabemos que nuestro gato negro gigante desapareció en una de esas cacerías y que sirvió la mesa y el jolgorio de muchos...
Mi madre amaba el verano, no solo por las flores de sus macetas, sino porque podía veranear en su balcón. Oía con nitidez el repique de la catedral y ver a los niños nuevos jugando en la calle al pilla pilla. Y porque las palomas de la torre podían volar, olvidadas ya de los bombardeos. Palomas que había vivido la guerra y que todavía recelaban, como los gatos o los perros, de las persecuciones humanas. De nada les servía ser portadoras de la paz...¡Habían visto y soportado tanta guerra!
Enfrente de nuestra casa, de la puerta de la cochera, del coche del señor marqués, estaba el callejón del Cotarro, que subía hasta la fragua de Romillo. En la entrada del callejón, en la esquina derecha, a la altura del balcón de mi madre, había una cabeza decapitada, sonriente, con alas, de un ángel encalado, que siempre nos estaba mirando. Era nuestro ángel de la guarda. Toda la guerra se la pasó en la esquina como ángel de refugiados. La calle tenía su melancolía cuando se iba el sol, las piedras se volvían grises, y se veía la torre de la catedral dorada, que se ponía a caminar entre nubes. Nosotros espiábamos las torres desde nuestro tejado, las torres de los conventos y parroquias. Lejos, todo era inédito. No se veían fantasmas... Mirábamos la ciudad desde arriba, sin tiempo, sus casas y sus calles, sus ventanas siempre cerradas. En el tejado, paraíso escondido, jardín cerrado, eran donde vivían siempre los gatos, remolones y estirados, relajados, enamorados, mirándonos con sus ojos sabios, amigos de la paz. Eran gatos voluptuosos, muy carnales. Apetitosos.
-¿Más que las palomas?
-Yo pienso que sí. Los gatos son más domésticos. No hablan pero, cuando quieren, lo hacen. Son los dueños de la casa y, de noche, se suben a las camas y se acuestan sigilosos y serviles. Todos queríamos a aquellos gatos diminutos hijos de los gatos adultos que corrían felices detrás de nosotros. En nuestros años, siempre había en casa una gata pariendo. Nacían gatitos en la caja cuna del aparador, detrás del pozo o debajo de la cama, lugar sacrosanto.
-Cuando nace un gato, es como cuando nace un niño. Se quieren igual.
-Si, pero algunos había que ahogarlos. Eran demasiados. ¿A quién correspondía esa selección de la especie? Matar un gato por que sí, era un verdadero gaticidio. Una pena. Más si observabas sus ojos niños suplicándote. Era una tarde de lágrimas en la pila de lavar donde la criadita dura se convertía en enana exterminadora...¡Ay, entonces no protestaba!
-¡No podemos con tantos gatos!,-gritaba la criadita inquisidora.
Tenía razón. ¿O no tenía razón? Pero, ¿por qué quitarles la vida?
Solo había un argumento:
-¡Por que si!
Siempre eran acariciadores los pasos de los gatos en las noches del invierno, los gatos dulces y remolones debajo de la mesa de camilla calentándote las pantorrillas o sentándose a tus pies como un amigo, feliz de tener una casa con brasero. Era el único animal que podía hacerlo, que se le permitía Y sabían comportarse.
A las diez todos nos íbamos a la cama como si fuéramos a una guerra. Primero la infantería, luego la caballería. Cada uno cogía su petate, echaba su meada de ritual, y se iba derecho al salón como a Siberia, nuestro cuarto de dormir, antiguo despacho del gobernador militar. ¡Cuánto frío en aquella cámara invernal a varios grados bajo cero! El agua se congelaba en el jarro del lavabo. El techo cubierto de estrellas de caña dorada, de seis y ocho puntas, aquellos rombos cabalísticos, el rumor del viento en la calle y el balanceo insidioso de la lámpara eléctrica, hacían temible la noche oscura. ¡Madre de Dios! ¡Ay de los perros perdidos, llorosos, quejosos, sin dueño ni fortuna, que es la mayor desgracia de un perro! ¡Dios mío, que solos se quedan los perros en la soledad nocturna!








NOVELA POR ENTREGAS:-




Autor: José Asenjo Sedano, 2008

sábado, 24 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (cAPÍTULOS 4 Y 5)















NOVELA POR ENTREGAS.

Autor: JOSÉ ASENJO SEDANO


Capítulo 4




Seguíamos sin saber ese empeño de mi padre por habitar la Casa Número Seis, qué teníamos que ver nosotros con esa familia de marqueses tronados o en el exilio, gente de vida de lujo en los cabarets de París. Una casa devastada que se tuvo que restaurar para hacerla medianamente presentable. Cuando llegamos a ella aquella tarde de finales de junio, nos hizo recorrerla solemnemente, para que admiráramos lo que quedaba de su pasado esplendor: el mármol de la escalera, las vidrieras, el artesonado de nuestro salón, la mampara de cristal, las hermosas vistas de corrales y huertos.. Fue entonces cuando nos contó que la casa había sido de un marqués muy florido y una bailarina famosa y, antes, bastante tiempo antes, comandancia del general francés de ocupación de la tropa napoleónica, un tal mariscal Coucteau, borgoñés, antiguo herrero, hombre de lucida hoja de servicios, bastante cafre por sus modos. Solía entrar en la catedral a caballo al que hacía abrevar en la pila del agua bendita y sentarse en el coro fumando largos puros habanos. Esos eran los méritos de aquella casona interminable con sótanos o mazmorras, quizá caballerizas y ventanas de reja posterior. Cuando llegamos aquel día a su puerta de doradas y sonoras aldabas, nos esperaba zalamera la criadita fiel a mi madre, la Josefa, la Fefa, con su mandil blanco de gala. Fue ella nuestra guía por patios y estancias, la torre, desde donde se veían las huertas y las otras calles empedradas de la ciudad, estrechas, solitarias y casonas como la nuestra, repitiendo siempre los elogios de mi padre. La Josefa, que ni había perdido ni ganado la guerra, la vida para ella era la de siempre, conservaba su buena cara pese a que la guerra y la república, su bandera, no había librado a su familia del hambre. De esa hambre que, en su casa, era más antigua que la guerra... “Hicimos la guerra para librarnos del hambre, y ahora tenemos más hambre que nunca. Pues, vaya...” Por eso la Josefa seguía siendo nuestra criadita de casa, nuestra menina de siempre. Había nacido para eso. Fue ella la que nos llevó a ver la pintura del marqués del parche y la escopeta que nos dijo que era el diablo, pero mi padre, o no se sabe quién, había mandado tabicar aquel cuarto particular y no nos fue posible verlo. Lo que, sin duda, no nos libró del susto de saberlo tan cerca y contemplar la mirada feroz del pirata del Brasil.
-No se lo digáis al ama,-apuntó.-Es mejor que no sepa que habéis estado aquí.
-¿Y hay fantasmas en esta casa?,-la pregunta vino de mi hermana Luquita que no se soltaba de la mano de la criadita.-¿Es verdad que hay fantasmas? ¿Es verdad?
-Los fantasmas nunca se ven...
-¿Tu los has oído?
-Alguna vez...
-¿De verdad? ¿Y cómo son?
Luquita apretaba cada vez más la mano de la Fefa, ahora su protectora.
Pronto empezamos todos a soñar con fantasmas. No sólo los oíamos, sino que llegamos a verlos subiendo entre luces la escalera, golpeando los cristales y escurriéndose por el pasamanos de la escalera del patio. Nos acostábamos juntos y sin abrir los ojos, tapados hasta las orejas. Fue entonces cuando alguien nos contó la desgraciada historia de Hermes, el artista.
-También vivió aquí un maestro zapatero que hacía zapatos de lujo como los de Cenicienta. Tenía su taller en el cuarto oscuro. Muchas veces lo veíamos probando aquellos zapatos a señoritas fantasmas. Eran unos zapatos preciosos...
-¿Pero, no dices que no se podían ver?
-A veces, sí.
-¿En la guerra?
-Pertenecía a la cooperativa de zapateros. Pilló un camión militar al pobre hombre al cruzar una calle.¡Maldita guerra! Y le cortó las piernas. Era un fantasma zambo. Sólo tenía brazos. ¡Y manos! ¡Manos de artista!
Ya teníamos dos fantasmas, Hermes y el Zapatero. Iríamos conociendo más. No tardarían, en noches sucesivas, en ir presentándose ellos mismos. Aislados y todo, con los cerrojos corridos, los oíamos llamar y toser y hablar palabras que nadie entendía. Algunos eran ingleses, polacos o franceses, gente de las brigadas internacionales. Luego, pasada la novedad, los fantasmas se fueron haciendo menos audibles, se hartaban de llamar inútilmente a nuestra puerta y se refugiaban en su soledad. Sabíamos que eran refugiados, gente que nunca tuvo hogar fijo y que lloraban por tenerlo. Lloraban a gritos nombrando nombres de familiares perdidos. Eran los desaparecidos de la guerra, esos que nunca encontrarían su casa. Claro que los más tristes eran los refugiados difuntos sin duelo y sin entierro....Esos se paseaban vestidos de negro, con las manos en el pecho y una lámpara en la mano, una lámpara apagada.

Mi madre resignada, las tardes de verano, se sentaba al frescor del balcón para ver quien pasaba, cogía su rosario y esperaba que tocaran las campanas del anochecer. Muchas de estas tardes, a su lado, veíamos como se encendía la lámpara de la calle, su luz de mariposa, y la oíamos contar las historias de su casa y de su calle, de sus tabernas y tiendas de ultramarinos. Abajo estaba la iglesia con su pretil y su campanario, arriba la iglesia de santo Domingo, que nunca tuvo frailes. Me hablaba de su hermano que se fue a la guerra de África y murió asesinado en nuestra guerra. Me hablaba de aquel otro que vivía en Barcelona casado con una señorita catalana muy guapa. De otro que luchó en Cataluña y terminó en una playa francesa guardada por senegaleses. Y de aquel otro que se casó en secreto y ahora vivía en la casa de los abuelos...Todos esos sucesos estaban grabados en su mente, hecha para recordar...
-Tuve otro hermano que murió en Antequera en soledad. Murió en un hospital rodeado de sus tres hijos pequeños y la abuela materna de estos. Su mujer, que era un ángel, había fallecido poco antes...Nada se supo hasta que acabó la guerra....¿Quién puede decir que nunca ha perdido una guerra?
Oyéndola, la menina rompía a llorar, teniéndola que consolar mi madre, que le secaba las lágrimas con un pañuelo.
-¡No llores, menina! Todo eso ha pasado ya...
-¡Ay, mi ama!¡Ay, mi ama! ¡Qué mala es la guerra, qué mala! ¡La guerra trae el hambre y trae los fantasmas!
Mamá se vestía siempre de negro, su sola bandera. Nunca, casi nunca, salía a la calle, salvo por una necesidad. En ese tiempo, las matronas, rollizas e inmóviles, escasamente salían de sus casas y, cuando lo hacían, era siempre al atardecer, al vespertino y para dar un pésame. Es cuando se atrevían a hacer la consabida visita, le debo pésame a doña Enriqueta o a doña Emilia o a doña Lola, que se habían quedado viudas o habían perdido a su padre, a un hermano o a un hijo...Esas eran las salidas de mi madre, los desahogos que podía permitirse, el diálogo y el aire de la calle, el recuerdo de los bellos tiempos. La tristeza de los perdidos. Todo se debía a aquellos difuntos familiares y generosos, que gloria gocen, que se pegaban al cuerpo como una lapa.
-Hoy tengo que ver a doña Lucrecia,-decía mi madre frente al espejo arreglándose la onda del pelo.-Le debo visita. Hace tres meses que se murió su hermano Gumersindo...
El pésame era un pretexto, un motivo razonado para la salida. Los maridos, entonces, casi moros, apenas si sacaban a la calle a sus mujeres sometidas. ¿Adónde ir? La calle, la taberna, el casino, era solo para hombres, que podían hablar a sus anchas. Para las mujeres, más sensibles, quedaba el luto y la iglesia. ¡Tristes amas de casa!
Aquellos años posbélicos fueron tiempo de frecuentes salidas de mi madre, que abandonaba con gusto su balcón y llegaba hasta la frontera de su viejo barrio, la calle de San Miguel, la tienda de la Cortijica que vendía bollos de leche, la zapatería de Mariano y la tienda de ultramarinos de la Gardenia, siempre pegada a su mostrador. Desde que entraba en la calle, mi madre iba saludando a diestro y siniestro como si fuera una visita pastoral, todas las vecinas salían a su encuentro, la besaban y las besaba, se preguntaban por la salud, por los hijos, ay, los sufrimientos padecidos en estos años que nos ha tocado padecer... Porque el barrio de San Miguel, el barrio en que habíamos nacido casi todos, fue un barrio revolucionario en la guerra, un barrio belicoso y hostil, cuna de incendios y asaltos. Pero la casa del abuelo fue siempre casa respetada, él era el abuelo del barrio, aunque rechazara las ideas de sus jóvenes pistoleros. Cuando salía sin miedo, en invierno, a pasear la calle, le abrían paso, le saludaban y ni le apeaban el don. Muchos de aquellos que después serían condenados a muerte, muchachos todos, habían sido amigos de mis tíos, se querían, habían frecuentado la casa del abuelo que tenía muchos hijos. Allí habían comido y bailado. La guerra los echó a perder. ¿Qué se les había perdido a aquellos chicos del barrio ufanándose de su hombría luciendo sus pistolas al cinto, alardeando de muertes, sintiéndose dueños del mundo? Pertenecían al anarquismo imperante, saquearon la iglesia en la que habían sido bautizados y de niños asistían a la catequesis. Se vistieron de curas, profanaron el Sagrario, destrozaron las imágenes que muchas veces habían procesionado e hicieron pública mofa de la santa misa, riéndose de Dios y de los curas, a los que tantas veces habían besado la mano...
Con las madres de muchos de esos muchachos era con las que mi madre se encontraba en su calle, la calle de todos, los hijos de todos, y las besaba sabiendo la pena que ya no podrían quitarse, sus hijos también muertos para siempre. Las unía el mismo luto, lamentando que aquellos tiempos felices ya no existieran, aquellos en los que todos nos queríamos y nos respetábamos...
-¿Qué fue lo que se llevó a este barrio? ¿Qué demonio vino a llevarse a nuestros hijos?
Y echaban de menos aquellos paseos del abuelo al sol del invierno con su bufanda y su abrigo beig, su sombrero y su bastón, el abuelo con el que nunca se metieron, eso que él también había perdido sus hijos en la guerra y, otros, porque eran muchos, habían estado peleando en el frente en este bando...
-Las guerras son muy malas,-decían,-quitándose las lágrimas. Ahora solo hay hambre y tristeza.
-Y dolor. Mucho dolor.
-Hasta que esto se quite...
Hacía también un frío atroz, porque las casas entonces no estaban a acondicionadas, eran casas centenarias, grandes y vacías, donde se colaba el siberiano. Nunca olvidaríamos aquellos inviernos terribles, las lluvias racheadas, la nieve, el granizo, el silencio que se desprendía del aire. Al atardecer, se encendían algunas luces amarillentas bandeadas en la calle por el viento. ¿Adónde ir? El comercio era inexistente, todo estaba racionado, un racionamiento siempre escaso. Ni pan, ni azúcar, ni aceite, ni jabón, ni carne, ni pescado...
Mi madre después de su visita, de ver a su madre anciana y sus hermanas, todas enlutadas, todas viudas, se volvía a la casa con el mismo triste entusiasmo de su salida. Todos aquellos rostros, alegres en otro tiempo, eran ahora rostros marcados, de miradas furtivas, fantasma de aquel barrio destrozado por el odio.
-Poco antes de terminar la guerra, murió el abuelo. Era enero. El abuelo se acostó triste esa noche y se murió. Vinieron de la ciudad a decirnos que el abuelo se había muerto. Mi madre se arregló y, con mi hermano mayor, echó a caminar carretera adelante, aquellos largos seis kilómetros transitados por camiones con soldados, gente desesperada. Nosotros nos quedamos en el pueblo, en nuestra casa de entonces, esperando su regreso..
-¿Y la abuela?
-Terminada la guerra, como todas las viudas, la abuela anciana, mujer de pocas palabras, llevaba un manto negro muy largo. Era el luto por su marido y sus hijos muertos. Pasados unos años, la vería morir. Agonizó en brazos de una de sus hijas, mirándonos con sus ojos tristes. El cura le había dado la Extremaunción. Murió serenamente, como si no fuera ella la que se moría...
Cuando volvía mi madre de sus escasas visitas a su barrio, siempre volvía melancólica. Se miraba en el espejo como si no se reconociese. No era la misma, los años pasan, también los inviernos con su desfile de nubes harapientas y grises. El barrio ya no existe, decía. Ya no están los que estaban. ¿Qué fue de aquella gente alegre y divertida?
-Al menos,-como una broma,-nadie me ha preguntado por la dichosa calavera.






Capítulo 5



Mi padre llegó temprano esa noche. Puso la radio buscando en la maraña de interferencias no se qué noticia que había oído en la calle. Al parecer, los rusos habían invadido Alemania, quien veía ahora derrotadas sus invencibles divisiones. Aquellas emisoras de entonces se oían muy mal, la audición era horrible. La única emisora clara era Radio Andorra y sus discos dedicados, pasión onomástica a la que mucha gente se entregaba para saber los unos de los otros...”Para mi hija Pedrita, en el día de su santo, de sus padres Ramón y Torcuata y de sus hermanos José, María, Lola, Paca, Manolita y de su vecina Josefina desde Castellón de la Plana...” No era el disco, era el eco lejano de sus nombres, sentirse oídos, que mañana todos te dijeran: “Anoche te oí por radio Andorra...”
-Existías...
-Era yo...
El que la guerra mundial pudiera estar cerca del final, nadie lo sabía. Por otro lado, sabíamos que si Alemania perdía aquella guerra, es posible que también nosotros fuéramos arrastrados por su derrota. Nadie ignoraba que habíamos apostado por el perdedor...Seguro que después de comerse a Alemania, los soviets bajarían hasta nosotros, hasta el mismo Gibraltar...Era lo que más temíamos...Temor de unos y alegría de otros...
Tanto, que parecía como si el asunto del cráneo hubiera quedado olvidado. No parecía interesar a nadie ahora, más pendientes de los acontecimientos exteriores, los bombardeos británicos sobre Colonia y aquellos V-2 sin piloto que se estrellaban sobre la costa inglesa. Era el arma secreta de Hitler. Los americanos ponían sus pies en suelo europeo, los alemanes de Rommel perdían su guerra del desierto y Patton, un general imponente, pisaba Sicilia...A Hitler se le iba cerrado el cerco hasta terminar desmelenado, creador del nazismo, terrorífico invento, encerrado en su bunker berlinés de donde no salió vivo...
Si, parecía olvidado el cráneo. Hasta la Josefa, nuestra criadita enana, había vuelto a echar confiada su cubo al pozo y subirlo rebosante de agua. Ya no había muertos en el pozo, todos los muertos venían ahora a por montañas en los periódicos. Ni se oían los gemidos de los fantasma en sus paseos nocturnos por el patio. ¿Qué había ocurrido? Bajábamos al patio, a los patios, porque eran dos, recorríamos los cuartos oscuros, el sótano y hasta nos atrevimos a cavar en el suelo a ver lo que salía...A la tercera vez, encontramos, junto al muro, un arsenal de armas escondidas, enterradas dentro de un arca, pistolas largas y cortas, cuchillos y hasta dos sables militares... “Estos si que son franceses”, fue lo que dijo mi hermano mayor limpiándolos con un trapo húmedo. “Estas armas son francesas, mira las placas...” Seguro que ese armamento había pertenecido al gobernador que ocupó la ciudad...
Y no se equivocó. Se las llevamos a don Juan, el jefe del orden público quien, revestido de autoridad, mesándose el bigote, muy serio, repitió lo que había dicho mi hermano experto: “Son armas francesas, fabricadas en Orleáns.”
-Fijaos, tienen el escudo napoleónico...




Cierto, lo tenían. Don Juan no sabía que hacer con aquel arsenal inservible. Se las quedó para dar parte al capitán de la Guardia civil y ver lo que se hacía con ellas.
Días después, en nuevas catas, encontramos restos de un arcabuz, una espada con pedrería, y un bolso con una joya de oro que guardamos. La espada, por su prestancia, nos pareció que debió pertenecer al general Coucteau el general gobernador que habitó la casa. Tener esa espada, era como tener rendido al dichoso gascón, haberle ganado la batalla. La escondimos religiosamente, nadie sabría nunca nuestro secreto. ¡Lo que es el destino! Aquel general fanfarrón, humillado por unos chiquilicuatro...
Pero, contrario a lo que pensábamos, el asunto del cráneo no había sido archivado, continuaban las pesquisas del señor juez de instrucción, empeñado en encontrar el cabo de aquella madeja. Era hombre estudioso y capaz, de pasos cortos pero seguros. Por don Juan supimos que don Arcadio hacía frecuentes visitas a la huerta del marqués, sospechando que en esa casa podría encontrar rastros de esa historia. Todas las revistas y periódicos de ese tiempo, las tenía don Arcadio sobre su mesa, analizando sus columnas. Los conocimientos locales que poseía don Juan, era otra de las fuentes de que se valía el señor juez para reunir las piezas de su rompecabezas...
Don Juan aparecía con frecuencia por nuestra casa. Le gustaba hablar con mi madre solitaria, fiel a su balcón. Mi madre había visto muchas veces a don Juan en el liceo, representando comedias de Marquina y Villaespesa. “El Alcázar de las perlas”, había sido uno de sus éxitos.
-Aquella fue una noche inolvidable,-comentaba don Juan con los ojos húmedos por el recuerdo.
-Le vi a usted muchas veces. Yo iba con mi padre al teatro del liceo, mi padre le admiraba mucho. Me acuerdo cuando hizo el Tenorio...
-Ya lo creo, me acuerdo mucho de don Carlos. Yo representé en Madrid a Benavente. Pude entrar a formar parte de la Compañía de don Lola Membrives. Hice también a los Álvarez Quintero...
-¿Y García Lorca?
-No, a Lorca yo nunca lo representé. Cuando íbamos a hacer “Doña Rosita, la soltera”, empezó la guerra. Tuve la suerte de ver en Barcelona a doña Margarita Xirgu representando “Mariana Pineda”, en el teatro Goya...
Don Juan, al que la vida había varado con su vara municipal, seguía en su vida representando su papel en medio de las multitudes. Languidecía con los recuerdos. Una vida echada a perder...
La historia misteriosa del cráneo se parecía mucho a esas historias de los teatros. Era eso lo que le atraía del caso. Fue él quien le sugirió a don Arcadio el escenario de la huerta y de la casa número seis, nuestra casa...
También nosotros nos animábamos a buscar en nuestra casa huellas del crimen, que siempre terminaban en la historia del gascón, del general francés, en los datos de los cronistas, que contaban como el gobernador, con sus oficiales se atrevía a entrar a caballo en la catedral, interrumpir la misa y fumar largos puros sentados en la sillería del coro.
La teoría de mi hermano Curri, que había leído libros del archivo de la catedral, es que los frailes del convento de San Francisco fueron con otros, los únicos que plantaron cara a los franceses y fueron instigadores de la muerte del corregidor Trujillo, hombre pacifico partidario del diálogo.
-Para mi que fueron los frailes los que decapitaron al gascón (como le llamábamos).
-Pero, ¿cómo?
-Entrarían de noche en esta casa saltando las tapias del corral y le sorprenderían en la cama. Uno, al que decían el Jerezano, que había sido soldado, debió ser el que disparó ese tiro frontal.
Lo que no tenía resuelto mi hermano archivero era como pudieron deshacerse del cuerpo del gigantes gascón, cómo pudieron sacarlo impunemente de la casa y por qué arrojaron su cabeza al pozo...Si el muerto hubiera sido el gobernador militar de la plaza mucha gente habría sido fusilada como en los cuadros de Goya. Y aunque era verdad que hubo ahorcados en la ciudad, no parece que fuera por la muerte del general. No, el general no podía ser el muerto. Aquella cabeza, de ser de un francés, sería de un francés menor, un soldado...
Pero tampoco tenía sentido esa segunda muerte dentro de la casa. Imposible, el edificio estaba ocupado por una fuerte presencia militar. En todo caso, esa muerte solo hubiera podido producirse a campo abierta, en una venta, en una encrucijada de caminos. Los frailes se limitaron a repeler el primer ataque francés y luego serían pasados por las armas...
Decidimos continua nuestras pesquisas, con poco éxito.
Una noche vino eufórico mi padre de su trabajo diciendo que un antiguo refugiado de la casa, un tal Nicolás medio gitano, le contó en la taberna que él sabía de quien era la cabeza de nuestro pozo, esa cabeza le dijo, es de un malagueño de Vélez Málaga, un hombre al que todos odiaban en la casa por sus malas entrañas.
-Una noche hubo una discusión y un tío de Sanlúcar de Barrameda le rebañó las tripas con su navaja.
-¿Y qué?
-Que esa noche, por miedo, muchos huyeron de la casa. Todos sabían que iba a ver más muertes. Yo mismo cogí a mi mujer a mis once hijos y nos fuimos al campo, lejos de la casa. Para mi que esa noche lo mataron y le cortaron la cabeza...
-¿Y el tiro?
-¿Qué tiro?
-El que le pegaron en la frente...
Esa fue una pregunta que el tal Nicolás no supo explicar.
Tampoco nos convenció esa historia sin sentido. ¿Para qué iban a tirar la cabeza al pozo sin el resto del cuerpo? Además, nadie reclamó nunca tal cuerpo, ni se supo del tal malagueño...
Mi padre eufórico se desinfló en un instante.
-Ese Nicolás te ha contado un cuento, solo quería que lo invitaras a un vaso de vino...
Por ese tiempo la guerra tocaba ya a su fin. Las tropas de Franco llegaban a Barcelona y pronto se hundiría Madrid. Era la hora de escapar, no el momento de dejar en el camino rastros de sangre...
Todas las vías seguían abiertas. Lo más probable es que se tratara de un crimen pasional como sostenía don Juan, hombre de teatro. Una muerte como aquella, seguro que tenía un cómplice, no podía ser de otra manera.
-Esa historia huele a drama,-sostenía el actor.-Solo falta una luz...
Luz que no aparecía por ninguna parte. Una luz que alguien estaba ocultando.
-En fin, una luz que pronto nos alumbrará...
Lo curioso fue que, cuando los fantasmas supieron que Franco había tomado Barcelona, muchos se esfumaron de la casa y no se supo más de ellos...










NOVELA POR ENTREGAS.-José Asenjo Sedano, 2008