En octubre de 1970, la Editorial Destino de Barcelona, publicaba mi primera novela, “Los Guerreros”, que fue recibida con notable éxito por la crítica literaria. La novela había sido presentada al Premio Nadal en 1965 llamando la atención del jurado, como me manifestaría su secretario, Rafael Vázquez Zamora. Cinco años después, la editorial decidió su publicación, lo que, sin duda, constituyó una grata sorpresa para mí, más por los muchos comentarios que se escribieron, especialmente en Barcelona. En Sevilla, fueron los escritores Manolo Ferrand(Premio Planeta) y José Ortiz de Lanzagorta, ya fallecidos, los que se pusieron en contacto conmigo –era la eclosión de la llamada “Narrativa Andaluza”- y yo me encontraba en Cádiz, donde residía por razones de trabajo. Todo era novedoso para mí, ya que siempre he vivido ajeno a la vida literaria, entonces tan floreciente en Sevilla (Halcón, Alfonso Grosso, Antonio Burgos, Salado, Julio de la Rosa, Luis Berenguer, Manolo Barrios, Muñiz Romero, García Viñó, José María Requena, López Pereira, Vaz de Soto...)...
A José Ortiz de Lanzagorta, escritor y crítico literario, lo conocí personalmente una tarde en San Fernando, dónde convinimos en vernos y charlar. El venía con Loli, su mujer, y yo iba con la mía, Adela. De ahí salió una larga amistad que duró hasta su muerte.
De entonces es el artículo que José Luis escribió sobre mi novela, publicado en “El Correo de Andalucía”, Sevilla, el 28 de mayo de 1971, que doy a continuación con memorable recuerdo.
ASENJO SEDANO Y SU ÉPICA DEL FRACASO DEL AMOR.
“ Aquella era una ciudad de guerreros impenitentes. Un gobernante allí tenía que ser antes que nada un buen jinete para saber mantenerse en pie y para saber tirar de las riendas a su tiempo. Allí todo el mundo luchaba a su modo y nadie podía vivir sin tener sus enemigos propios. Esto venía a ser como el secreto de su vitalidad”. (Pág. 36)
Dos familias jugando a la guerra. Dos bandos, en un mismo pueblo, coreando la tragedia. Dos estirpes caducas con el odio siempre a punto. Dos adolescentes (Rodrigo Espinosa y Blanca Fonseca) víctimas de la eterna enemistad. Y como fondo, las murallas, las torres, sus torreones arruinados, la frontera inexorable de moros, judíos y cristianos: Guadix.
Esta es la anécdota, esta es la piel que sirve a José Asenjo Sedano para cubrir su relato (1). Un relato esencial, escueto, desnudo, donde las relaciones sintagmáticas recuerdan también bloques de piedras donde aparecieran, en una determinación sucesiva y ordenada, las torres y los torreones (vocablos esenciales) protagonistas de la tragedia. Un mundo cerrado al que, de trecho en trecho, una grita, una brecha nos indicara la caducidad. Patetismo contenido. Economía de lenguaje. Atemperado barroquismo sólo conceptual. ¿Envoltura de un símbolo? Intentemos una aproximación.
Cualquiera que pueda ser la postura del lector ante la obra literaria, sigue siendo válida aquella afirmación de Fidelino de Figuereido (“experiencia moral”, diría Rauh) de que cada escritor, como en los viejos siglos, tiene siempre sus propias palabras centrales recortando y señalando, en medio de nuestra oscura recepción del conjunto, un mirador o atalaya (torreón, en este caso, como indicábamos antes) desde donde explora el horizonte que el autor ya ha elegido para cristalizar su mundo.. Porque la obra de arte lleva siempre y como una trabazón orgánica “realidad-símbolo”, y son en esas torres de las palabras esenciales de las que pueden, de alguna manera, iluminarnos. Son en (“Los Guerreros”) esa espada siempre desnuda, esa cita inicial del Cantar I del Poema del Cid, el mismo nombre del protagonista, la ciudad que continua creciendo (fatalmente para Espinosa y Fonseca) fuera de sus murallas viejísimas. Es el lento y solemne modo de contar, cuento de juglaría casi, y esa especie de “tiempo en fieri”, de intemporalidad deliberada (distorsión que a veces llega a la anulación de los planos espacio-temporales en un relato, por otra parte, rigurosamente lineal), la que nos pone precisamente a la escucha de las posibles pistas disfrazadas por esta bella historia de amor y de muerte.
“Si algo admito en la narrativa hispanoamericana –dice Martínez Menchén- es su constante afirmación, su perpetuo auto de fe como tal narrativa, su optimismo un poco primitivo en la misión del escritor, en la importancia que puede tener el contar bellamente una historia en un mundo que, a mi parecer, está ya algo de vuelta de todas las posibles bellas historias que puedan imprimirse.” (2)
“Los guerreros”, ¿es sólo una bella historia, que ya sería bastante, un “Romeo y Julieta” andaluz –como se ha escrito recientemente- una “Love Story” a la española, sobria y mítica, o estamos ante una epopeya simbólica llena de leves ironías, unas castas irreversibles o irreconciliables –verdadera clave de unas divisiones ideológicas nunca cicatrizadas- por encima de la gesta personal de aquellos dos amante adolescentes?
Espinosa y Domínguez (luego, Fonsecas) constituyen respectivamente la aristocracia de la sangre, arruinada, y la burguesía comercial pusilámine decimonónica, desfasada, envidiosa de la nobleza pero inoperante, caduca ambas, enfeudadas en sus casas, puertas adentro de las murallas que, por el contrario, no sirven para contener el crecimiento que se realiza fuera de ellas. Y Guadix (el pueblo) como el coro de la tragedia, con sus vpces engañadas o engañosas que se materializan en tertulia de botica (los poetas, los intelectuales de trastienda) que terminan en la nostalgia de una épica fracasada. Pero Asenjo, aquí, no hace más que tomar el tema que estaba ya en el aire de la propia ciudad desde que Manuel (“El Niño de la Bola”, de Alarcón) mata absurdamente –caricatura romántica- a su amada, muriendo, a su vez, ante un pueblo dividido por incitaciones y venenos interiores que reclaman sangre de héroe donde alimentar treguas futuras.
Porque la muerte románticamente absurda de Rodrigo de Espinosa es, en “los guerreros”, el fracaso del amor, de la reconciliación profunda, de la superación del odio. Si, llegará la paz para aquel pueblo, pero una paz trágica, silenciosa, fatal, de cementerio, una paz por cansancio del odio y de la guerra, una paz aparente, ya que, “los días de verano, grupos de niños salían corriendo por las orillas del río y montaban en terribles caballos de caña. Se arrojaban piedras unos a otros y, al final, volvían lesionados, con manchas de sangre en la cabeza. Entraban victoriosos por el viejo arco de San Torcuato (ya sin santo y sin lámpara) y se detenían en la plaza a la luz de la luna para desmontar de sus corceles” (pág.181). Los niños inician el juego que dejaron pendiente los mayores.
Todo esto, Asenjo Sedano nos lo cuenta con una impresionante simplicidad de medios, con una extraña serenidad narrativa (incluso desdibujando o dejando cabos sueltos que hacen más lejano su punto de vista) y donde unos mínimos toques poéticos, entre medievales y bíblicos, cruzan la acción dándole un cierto clima desmayado, sin cansancio.
Como granadino, algo de Alarcón (raíz temática) y del mismo Lorca (pulso trágico) parecen batir sus armas bajo la mente de estos personajes. ¿Acaso no estaba ese mismo jinete, esa pasión a caballo en “Bodas de sangre”? (Porques la víspera las bodas de Blanca, cuando Rodrigo, como el Leonardo lorquiano, intenta romper “el muro de piedra entre tu casa y la mía”, porque “montaba a caballo y el caballo iba a tu puerta”). Pero el aristocratismo de ciertos personajes, en Asenjo, al contrario –por ejemplo- de Valle Inclán, no tienen necesidad de ampulosidades descriptivas. Solo sirve para destacar una deliberada y anacrónica situación y que lo inmediato no se nos manifieste bruscamente. Pero todo en “Los guerreros”, es actual. También lo irrisorio, también lo que hay de burla en esta historia.
Si tenemos en cuenta la fecha que figura al final de la novela (julio de 1965) se comprenderá lo que esta obra (¿qué razones demoraron tanto tiempo su publicación siendo, como fue, de las finalistas del “Nadal” de entonces?) tiene de mejorable en su técnica y en algunas ariscas simplicidades de su estilo, pero sin quitar, a su vez, lo que tiene de precursora.
“Los guerreros” nos descubren un buen novelista andaluz que sabe muy bien lo que quiere contar y cómo contarlo. No es poco para el futuro de esta nueva narrativa del Sur, en cauce ya hacia logros importantes.
(1) “Los guerreros”, Ediciones Destino, colección Áncora y Delfín, Núm 351, 182 págs., Barcelona, 1970.
“Los guerreros”, Ediciones Orbis S,A. y Ediciones Destino S.A., Barcelona 1984.
(2) A. Martínez Menchén, “Del desengaño literario”, Editorial Helios, Madrid, 1970.
JOSÉ LUIS ORTIZ DE LANZAGORTA
(“El Correo de Andalucía”, Sevilla 28 de mayo 1971)
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