Ya en mi libro Crónica (1), me refería a la extraña historia de las levitaciones del obispo don Jacinto Vila que, por su frecuencia, motivó que el cabildo catedral tomara determinadas medidas para poner fin a aquellas extravagancias que ponían en peligro la estabilidad de la diócesis.
La historia de este suceso lo había recogido de cierto manuscrito que llegó a mi familia en forma de legado y que, como pude comprobar, era un apócrifo de los famosos Vila de Guadix cuyo autor era don Santiago Vila, canónigo insigne de la catedral, hombre pulcro que vestía elegante sotana con botonadura roja y calzaba zapatos con hebilla de plata. Este prócer accitano, teólogo y predicador, dejó al morir una importante biblioteca que, parte fue al seminario diocesano, parte se perdió en un incendio durante la guerra civil. A nosotros, como digo, nos llegó aquel curioso legado que un día encontré en el archivo de mi abuelo, docto en leyes, y de cuya existencia hablé por primera vez en mi citada novela. Entusiasmado, me propuse continuar la historia del canónigo y poner remate a su mamotreto con otros disparates, cosa que no sé si conseguí.
Existe todavía la casa de los Vila (antes palacio de los Fernández de Córdoba, parientes del Gran Capitán) y se pueden ver sus dos torres y su misteriosa heráldica. Le saqué unas fotos que acompañan a este comentario. La casa centenaria está a un paso de la catedral y hoy está incluso restaurada.
Pero lo que quiero recordar es la increíble historia del obispo en unos años de vértigo, de idas y venidas, en los que tantas casas hidalgas de la ciudad fueron abandonadas por sus nobles poseedores, como nos contara don Pedro A. de Alarcón, testigo ocular.
No es que fuera don Jacinto un prelado itinerante. Era más bien un obispo santo, amigo y benefactor de pobres, catequista y predicador de Su Majestad. Sin embargo, como suponía, no encontré su heráldica en la Episcopología de la ciudad, lo que vino a confirmar mi certeza de su carácter apócrifo, que no era noticia nueva como ya se sabía de otros obispos citados por Huberto Hispalense que nomina hasta veintidós después del ínclito san Torcuato, como Atanasio, Emiliano, Sotero Germano, Julio, Félix (que presidió el concilio de Elvira)...y hasta el godo Frodoario, que estuvo en Toledo...Prometo profundizar en este hallazgo, referido a obispos presentados o no consagrados, de los que hay que salvar a don Gaspar de Avalos, arzobispo de Granada que publicó la bula de creación de la Universidad, don fray Antonio de Guevara, autor de “Relox de Príncipes” y otros meritorios prelados que estuvieron en Trento...
La supuesta historia de las levitaciones las conté en mi libro Crónica y se hablaron de ellas durante los años que precedieron a la guerra civil. En el libro cuento como en la navidad de 1894 fue cuando este obispo tuvo su primera levitación que se fueron repitiendo en las mismas fechas durante algunos años con motivo de determinadas fiestas litúrgicas. Decían que al principio se levantaba del suelo como dos palmos y que no había truco en ello, hubo quien pasó bajo sus pies repetidas veces una regla y otros objetos comprobando que don Jacinto efectivamente levitaba.
Las cosas se agravaron cuando aquellas levitaciones, inocentes al principio, se fueron haciendo espectaculares y el obispo se remontaba en medio de un pontifical o durante la predicación de una homilía, con el consiguiente revuelo entre oficiantes y seminaristas que se veían negros para retener al obispo que terminaba por escapar y subirse al coro y más alto. Tantas veces se repitió esta historia que la gente acudía a centenares a misa solo por ver elevarse a su ilustrísima. No quedó otra solución que montar una polea con garrucha para poder bajarle sin peligro. Ni qué decir el bochorno del obispo que no sabía como ocultar su pudor. Un día llegó a levitar en la misma plaza de la catedral y cuando bajó al cabo de una hora, dijo que había oído músicas celestiales.
-¿Y qué se ve desde arriba, señor obispo?,- le preguntaron.
-El mar,- contestó sin titubeos.
-¿El mar?
No era posible que pudiera verse el mar, habida cuenta que la ciudad está metida
en una hoya y cercada por Sierra Nevada..
Ante tan alarmante situación, los peligros para la fe y para la estabilidad de la diócesis que suponían los “hábitos” del prelado, el cabildo, reunido después de coro, tomó el acuerdo de poner fin a las levitaciones que a tantas habladurías se prestaba y tantos curiosos atraía. Jamás se vio a tanta gente en la misa de doce.
-Debemos ponerle plomillos en la ropa interior y en todos los ornamentos,- fue la propuesta del canónigo doctoral que había estudiado a fondo el caso.- Con el peso de los plomos, su ilustrísima no podrá volar. Se quedará sin alas.
La idea tuvo sus detractores pero nada se perdía con ensayarla. Se puso en práctica, se cosieron aquellos lastres en la ropa del prelado y, efectivamente, dejó de volar. El invento funcionó, con el disgusto del comercio que vio como perdía una clientela fácil y continua.
Pero, el 12 de octubre de 1898, festividad de la Virgen del Pilar, que vino en vuelo desde Tierra Santa a Zaragoza, a don Jacinto le volvieron las levitaciones y, esta vez, sin remedio.
Ocurrió que ese día, sus antiguos feligreses de Galera, pueblo de la diócesis, obsequiaron al que en tiempos fuera su cura párroco con una camisa que fuera de un misionero santo, nacido en aquella localidad, que le hicieron ponerse a la fuerza. ¿Quién
había de acordarse ese día de ponerle los dichosos plomillos a una reliquia milagrosa como aquella? El caso fue que, con la fuerza de todas las levitaciones retenidas, don Jacinto, nuestro familiar, ascendió a los cielos de tal manera que pasó la torre de la catedral y se alejó de la ciudad como un cohete. Llevaba ese día su capa con bordados de oro, el báculo y la mitra... A poco solo quedó en el cielo un puntito brillante que todos identificaron con la amatista de su anillo pastoral...
Durante meses se esperó, inútilmente, que el señor obispo regresara y tomara nuevamente posesión de su rebaño. Toda la ciudad aguardó con ansiedad, máxime habiendo dejado, como dejó, la misa de doce sin terminar y otros pormenores sin concluir. No valió que de noche se dejara sonando una de las campanas a fin de llamarlo y, también, para que desde lo alto, pudiera orientarse perfectamente y no fuera a caer en otra jurisdicción. Ni valió, tampoco, disparar bengalas con lucecillas que, al estallar, escribían en el aire: SEÑOR OBISPO, VUELVA ENSEGUIDA. Durante varias noches y, por este procedimiento, se le mandaron a su ilustrísima infinidad de mensajes relativos al gobierno de la diócesis. Pero todo fue en vano. Al cabo, la campana dejó de sonar y, la torre, con sus tejados dorados, se cubrió de nubes...
Esta es la historia increíble del obispo don Jacinto Vila que nos dejó don Santiago y que recogí yo en mi libro citado como su cronista. Muchos le recuerdan todavía y creen reconocer su amatista en el lucero blanco que, caída la tarde, brilla sobre la torre de la catedral. De cualquier modo, a don Jacinto se le hizo un sepulcro en una capilla lateral por si alguna vez decidiera volver y descansar con los suyos...
Jacinto Vila, episcopus guadixensis.
José ASENJO SEDANO.
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