Tenía pegada la frente en el cristal del balcón. Miraba como caía la lluvia, una lluvia menuda, casi invisible. Le pregunté: ¿Qué miras? Pero ella no me contestó. Ni siquiera pareció oír mi pregunta, tan ensimismada. Yo sabía lo que tenía en la cabeza, sabía lo que pensaba y lo que diría.
-¿Por qué no subimos a la Alhambra?,-dijo al fin.
No era la Alhambra lo que quería. Lo que quiso decir era, ¿por qué no subimos al cementerio? La Alhambra para ella, desde aquel día, era el cementerio, el autobús número 13. Se volvió para decirlo. Abrió los ojos como lámparas y esperó mi respuesta.
-Quiero ver a mi hermana,-añadió.
No era su hermana. La que estaba enterrada allí no era su hermana, allí no tenía ninguna hermana, esa a la que ella se refería era su tía, hermana de su madre, hace años muerta de un ataque al corazón.
La tía aquella murió sola. Murió en realidad en la casa de su sobrino. No había querido morirse en la residencia de ancianos y le pidió a su sobrino que por caridad la dejara morirse en su casa que, en realidad, era la casa de ella, una casa del Albaicín desde la que se ve toda Granada. El vivía con su compañera en la casa de ella, era como suya. Y cuando una noche se puso tan mala y se dieron cuenta de que estaba agonizando, atemorizados, no se atrevieron a entrar en su cuarto, se quedaron fuera todo el tiempo oyéndola hablar como en una pesadilla, gemir y llorar. Así toda la noche. De madrugada se calló y pensaron, o se ha dormido o se ha muerto. Eso fue lo que pasó, que se había muerto. Y fue ella, la compañera, él no quiso, la que se atrevió a asomarse para ver como estaba y fue la que se dio cuenta de que ya no vivía. Tenía una mano tendida como si suplicara. "Se ha muerto", dijo. "Hay que avisar a la funeraria". Pero el sobrino, cada vez más asustado, se fue hacia la puerta como si quisiera huir. No quería verla, no quería saber nada de muertos. Tuvo ella, la compañera, que gritarle y decirle: "Pero bueno, ¿qué pasa? !Que es tu tía!". Reunieron el poco dinero que les dejó en la mesita de noche y la enterraron de caridad. Luego vendieron la casa: el no quería seguir viviendo allí. Siempre que entraba le parecía que iba a salirles la tía.
Esa era la hermana que ella decía. Pero ya se ve que no lo era. La tía, yo la conocí, era una anciaba cascarrabias, alta y rubia, con el pelo ondulado. Vivía sola desde hacía años, vivía lejos, en una residencia. Daba pena verla, vestida de negro, apoyada en su bastón. Parecía un fantasma. Estaba ya muerta antes de morirse, eso es lo que yo creo. La memoria la engañaba a ella. Se había empeñado en llamar hermana a la que era su tía, como llamaba día a la noche y blanco a lo negro. Tenía desbarajada la memoria y cuando quería decir una cosa decía otra. Solo yo la entendía.
No quería llevarla al cementerio y tengo mis motivos. Un día, pensando que cuando dijo Alhambra quería decir Alhambra, la llevé. Era finales de noviembre. Un mal día. Triste y gris como este. Cuando llegamos a la Alhambra se empeñó en seguir hasta el cementerio. No le di importancia. Nunca habíamos visto el cementerio. Qué más daba. Cuando entramos y vio las tumbas cubiertas de flores, decenas de tumbas con lápidas llenas de floreros que para ella no eran tumbas, eran simplemente un jardín, ella sabrá, se soltó de mi mano y se puso a recoger brazadas de aquellas flores, ramos amorosos de padres, hijos o hermanos de buena memoria, creyó que estaba en un botánico. En una apacible pradera. Aquellas flores lloronas por la llovizna, que ella entusiasta quería rescatar de la muerte, que cogía a puñados, flores que eran para la vida, las resucitaba con su aliento y con los ojos, sin que valieran mis gritos de protesta, ¡deja esas flores, por favor!¡Respeta a los difuntos!¡No van a denunciar! Pero de nada sirvieron mis alarmas, mis gritos contenidas y protestas.
Salieron del cementerio ese día, ella con su floración feliz, siguiéndole a él que caminaba delante abochornado, sofocado, avergonzado, ¿qué pensará la gente?. Así todo el camino, incluso en el autobús lleno de turistas, ella en un asiento, él en otro sin mirarse...Todo el camino ella abrazada a sus ramos blancos y crisantemos fríos como la muerte, envueltos en su plástico, cubiertos de gotas de lluvia...
Y por nada del mundo quería ver ese florero que ella puso en el centro de la mesa todavía cubierto de lluvia o de lágrimas, llanto de difuntos, lo más seguro. Esas lágrimas tan frías no podían ser otra cosa. El día se puso gris del todo, tronó, la Sierra parecía desbordarse sobre Granada. Oía como doblaban las campanas, todos los campanarios del mundo doblaban con tristeza. Pero ella no las oía. ¡Se sentía tan feliz! No dejaba de admirar agradecida su enorme y frondoso centro floral. Ni se acordaba ya de su hermana, que no lo era... La casa se nos llenó de ese olor a madera y ceniza, a lámpara y ciprés de cementerio. Aquellas flores, diga lo que ella diga, no son como las otras flores del campo, jugosas y llenas de sol, olorosas. Aunque llueva. Se nota enseguida que están vivas.
-¿No quieres que subamos a la Alhambra?,-preguntó todavía pendiente de mi boca y de mis ojos.
-Ahora llueve,-le dije.-Otro día.
Ella sabía que nunca más subiría a la Alhambra. Presentía que me sentía celoso de su hermana, por eso no quería yo subir. ¡Qué cosas! Miró el florero ahora vacío, lo tomó de la mesa y lo puso en el balcón para que la lluvia lo fuera llenando. Después de todo, ¿qué son las flores? Las flores son siempre lluvia, fruto de la lluvia...
-¿No quieres que vea a mi hermana?
Pero él no contestó, se limitó a mirar como el jarrón se iba llenando lentamente de aquella agua de lluvia que caía más y más cubriendo de noche la tarde. Toda la tarde estuvo lloviendo. El jarrón se desbordó y el agua caía a la calle como un río, un río que fuera creciendo calle abajo hacia el mar...
José ASENJO SEDFANO
(Cuento publicado por la revista granadina ENTRERÍOS, Núm. 1, Año 2005)
No hay comentarios:
Publicar un comentario