Mis recuerdos de la Guerra están, en parte, en la memoria de mis libros. No sé si esa guerra debe llamarse civil o simplemente la guerra. Yo la llamo la guerra de mi memoria histórica, la guerra de mi niñez que nadie olvida. Esa guerra que nunca se sabe cuando acaba.
Tenía seis años cuando empezó esa guerra del 36 que una madrugada manchó de sangre la puerta de nuestra casa de la Cuesta. Una casa que tenía dos puertas, la de la cuesta empedrada y la del corral que daba a la muralla. Aquella sangre derramada que descubrimos todavía húmeda en nuestra puerta, fue para nosotros el estallido de la guerra. Era nuestro primer muerto deslavazado en nuestra puerta, la sangre de un guardia civil abatido de dos balazos desde la esquina por un tirador certero que dio alcance a su caza. Nosotros no vimos el cadáver que, pronto, lo retiraron dejando en el suelo la mancha de su sangre como un lienzo de cieno rojizo, luego negro. Alguien contaría que su cazador lo vino siguiendo desde el cuartel y, cuando lo vio herido e indefenso sentado allí, supo enseguida que este era pieza segura que no se le escaparía, apuntó y disparó. Pieza cobrada. La sangre dejó sobre la cuesta empedrada como un mapa de España de sangre con sus cabos, sus golfos y sus ríos. El cazador afortunado mostró a todo el mundo su trofeo, el tricornio con galones dorados conquistado. Él ya había ganado su primera batalla. Vimos la mancha horrible desde el balcón en un descuido de mi madre: allí estaba la sangre. Nadie se atrevía a pisar esa mancha oscurecida, húmeda, sangre sagrada, y por eso mi madre decidió más tarde que entráramos y saliéramos por la puerta del corral.
-No se puede pisar la sangre de un muerto,-le oí decir convencida y aterrada.
Lo que cuento es verídico, comenzó ese día de julio del alzamiento. El día en que los guardias civiles, con su capitán al frente, decidieron levantarse contra el gobierno de la República y se hicieron fuertes en el cuartel, cerca de mi casa. Fueron cercados por guardias de asalto y milicianos en un tiroteo que duró varios días. Muchas de las balas hacían impacto en nuestra casa o se colaban por las ventanas. Fueron unos días trágicos. Al final, sin munición ni bastimentos, perdidos, unos intentaron huir y otros se rindieron y, muertos, fueron paseados sobre sus caballos sin gualdrapas por la ciudad acojonada. La guerra aquella, había empezado. Inmediatamente, se publicó un bando para que la ciudadanía se rindiera y, como señal, se colgara del balcón una bandera roja. Nosotros pusimos un jersey de lana encarnada de mi hermano mayor. Al colgar el jersey fue cuando vimos la sangre en la puerta. Entonces supimos que esos fueron los dos tiros que oímos de madrugada casi dentro del portal.
-¡Lo han matado!
-Nosotros hemos perdido un cabo,-comentó un guardia de asalto mirando la mancha de sangre,-fue alcanzado cuando manejaba la ametralladora del tejado.
Fueron unos días terribles en que dormíamos en el suelo, vestidos, debajo de las mesas y de las camas oyendo el tiroteo. Mi padre y mi madre, con la luz apagada, observaban el movimiento de la calle, las carreras, los gritos perdidos en la madrugada. El ruido de la guerra.
-Habrá que quitar esa sangre de la puerta,-le dijo mi madre a mi padre como si mi padre supiera cómo.-No podemos salir a la calle.
-¿Y quieres que yo la quite? Hay que salir por la puerta del corral, no hay otra solución.
No era tarea fácil en una ciudad revuelta donde empezaban los primeros saqueos y los incendios. Había que esperar. Acudieron varios vecinos con cubos de agua que lo único que consiguieron es que la mancha se extendiera y el sol abrasante la secara más rápido levantando un hedor espantoso, a muerto de guerra. Entonces se pensó en echar arena o ceniza, pero estas soluciones lo único que conseguían era que la mancha se fuera abriendo tomando formas grotescas y hasta monstruosas para la imaginación popular, como cabezas humanas, manos y pies que salieran de la tierra...
-Dios mío, esa mancha no se quita con nada,-se quejaba mi madre obsesionada cerrando puertas y echando cerrojos. Las noches de queda, sin luz, eran espantosas...
Por fin se decidió:
-No podemos seguir así. Nos vamos a la casa del abuelo.
Todos lo estábamos deseando. Cogimos lo imprescindible para una ausencia que pensamos sería por pocos días y, esa misma mañana, bajo el sol ardiente, en fila india, echamos cuesta abajo soslayando la mancha macabra, desembocando en san Miguel, nuestra calle fetal, felices de ir a la casa del abuelo, la más grande y la más segura del barrio. Nadie atentaría nunca contra esa casa. El abuelo era el patriarca del barrio, el paño de lágrimas del chusmerío. Todos conocían al abuelo, hasta los anarquistas venían a saludarle y darle la mano. Bajito, gordo, con bigote, a todos les hablaba como si fueran sus hijos y no tenía reparo en regañarles. Tenía autoridad para eso. El resolvía sus pleitos, les aconsejaba y jamás les cobró una peseta. Hubo veces que le costó sacarlas de su bolsillo.
-Lo que usted diga, don Carlos...,-le decían.-Lo que usted mande, don Carlos...
Don Carlos, abogado en ejercicio. Cesante a causa de la guerra. Hambre para todos.
Cuando llegamos a la casa con persianas, estaba llena de refugiados: hijos, hermanos, parientes, refugiados en busca de amparo, que se pasaban el día discutiendo de política porque unos eran de Lerroux, otros de Gil Robles y otros de Largo Caballero. Otros de nada...Un parlamento vivo, apasionante, que sólo obedecía la voz cortante del abuelo cuando, con su bastón de bambú, aparecía ojeroso en la antecámara...
-¡Señores diputados, por favor, que no me dejan dormir!
Eso si, el abuelo, con guerra o sin guerra, no perdonaba nunca su siestecita.
Entonces todo se volvía bisbiseos y miradas, huidas por los pasillos, una batalla de rencores sin fin...
¡Ay el abuelo ecuánime que se murió de dolor cuando supo una noche que a un hijo suyo se lo habían matado los de un bando y a otro se lo enfermaron hasta la muerte los del otro. ¡La España irredenta! Siempre mencionaba a Goya, su pintor favorito. Lo recordaba con lágrimas, recitando poemas heroicos que nadie entendía. Una noche invernal, cuando todos aquellos refugiados hacía tiempo que se habían marchado, se murió en la cama con la mano helada sobre el corazón: no había podido soportar el dolor que le producía España, no una, las dos Españas. Esa España Saturno devorando a sus hijos. Lo llevamos al cementerio sin ritos ni acompañamiento, vivíamos en la España atea, solo con la tristeza y aquellas nubes siniestras que no dejaron de llover. Con sus hijas solteras llorosas y enlutadas, quedó sola la abuela marchita que vino de Francia, encogida, enlutada, desorientada, de una a otra sala, solo buscando los retratos de sus hijos perdidos en la cuneta. O los otros que estaban en el frente...
-¿Dónde está mi Carlos? ¿Dónde está mi Paco?...
Eran los nombres de mis tíos muertos.
Nadie le contestaba.
-¡Oh, la France!,-se quejaba triste...
Mi madre, que es la que tenía más agallas, no se quitaba de la cabeza la mancha de sangre de nuestra puerta que seguía estando allí, nadie la había podido quitar. Parecía como si con el tiempo se renovara, subiera del fondo de la tierra...Sangre que ahora ya no era solo la de un guardia civil muerto a tiros, sino la de todos los muertos de la guerra que salía como una fuente por allí...No podíamos irnos de la casa hasta ver en qué terminaba todo aquello; la guerra duraría poco, decían, pero no fue así: duró lo que tenía que durar, casi tres años.
Las guerras se saben cuando empiezan, pero casi nunca se sabe cuando y cómo terminan. Menos quién las gana. Lo pesado de la guerra es que se fue haciendo larga. Más sin pan Lo que empezó como un jolgorio, ahora era de un agobio terrible: ya todo el mundo odiaba a esta guerra sin fin, con hambre, con ausencias, con piojos...Pasaban soldados tristes intentando cantar himnos patrióticos, arriba los puños, que se alejaban a pie o en camioneta camino del frente de Granada, esa trinchera de cañones. Venían los aparatos fascistas a bombardear y todos corríamos al refugio, una cueva antigua al pie de la muralla mora que a todos nos daba miedo. Volvíamos al tiempo sarraceno.
-Ahí no entro, hay ratas; yo las he visto, -decía mi hermano casi último.
Un día, durante uno de esos bombardeos, nació mi hermano menor de la guerra. Lo vimos en su cuna y se le notaba niño bélico. Sólo sabía llorar.
-Este niño,- decía mi madre compungida,-ha nacido en el tiempo de los bárbaros.¡Qué pena!
Aquella guerra de la calle de san Miguel, nuestra guerra, se llevó una mañana las campanas de la torre que cayeron como un estruendo de bombas. Cuando preguntamos por qué las tiraban, nos dijeron que era para hacer cañones. Nunca lo hubiéramos imaginado.
Quizá fuera la pérdida de aquellas campanas lo que el barrio más sintió. Esas campanas eran la memoria histórica de la calle, a su son nos habían bautizado y habíamos enterrado nuestros muertos. Menos al abuelo, claro. Nuestra vida desde siempre estaba atada a sus repiques: las campanas lo decían todo, especialmente aquello que nosotros no podíamos expresar mejor. Por eso la gente movía la cabeza en un gesto de soledad y desconfianza.
-Si nos quitan las campanas, nos quedamos como en camisa...¿Cómo vamos ahora a saber lo que pasa en el mundo? ¿Y nuestros muertos?
No solo fueron las campanas, también los tubos del órgano, esas trompetas plateadas en boca de niños arlequines que corrían por la iglesia dando saltos de alegría. Eran los pioneros, con sus gorros de soldado. Yo vi la sacristía saqueada, los libros por el suelo, los cajones abiertos y vacíos y los santos sin cabeza y sin manos para bendecir.
-Los santos de verdad,- dijo mi madre a mi mente confusa,- no son esos que has visto acuchillados, los verdaderos están en el cielo y hasta el cielo no puede subir la chusmería...¡Más quisieran! No te preocupes por los santos...
Nuestra calle de san Miguel, ya en tiempo de moros, fue siempre calle de santos y herejes, de ortodoxos y heterodoxos, gente infiel y gente creyente que ventilaban sus pleitos con la faca. Por eso, aquellos jóvenes que antes jugaban al fútbol, ahora se paseaban ufanos con su pistolas al cinto, dueños del barrio, insolentes y sin respeto. Allí estaba Herminio el Tuerto, nuestro amigo, antes tímido, que ahora hablaba a gritos exhibiendo su pistola charolada. Eran los fusileros de la noche.
Decían que la guerra era más grande, que iba más allá del monte de la Mata, que eran tan grande como España, pero la única guerra que a nosotros nos importaba era la de nuestra calle de san Miguel, donde todos nos conocíamos. Por eso aquí los muertos se podían contar. Lo de Granada y lo de la Sierra, era como una frontera o como un dique adonde pocos llegaban. Algunos de mis tíos estaban allí esperando un día entrar en Granada. Y lo consiguieron cuando acabó la guerra y los llevaron prisioneros a la plaza de toros. ¿Qué hacían ellos en una plaza de toros? A los pocos días los dejaron que se fueran.
Llegaron de noche a nuestra casa todavía vestidos con la ropa de soldados republicanos. Entraron por la puerta dando gritos y la abuela en camisón los recibió en la antecámara besándolos y abrazándolos, sin saber qué decir. Eran sus niños que volvían. Entonces fue cuando mi madre dijo que había llegado la hora de volvernos a nuestra casa. Lo dijo con cierta tristeza. Mi padre dijo que si, que había que volver.
-Nos vamos mañana mismo...
Temprano cogimos nuestros bártulos y emprendimos el regreso deshaciendo el camino de venida. La calle estaba desierta, no se oía nada. Sólo vimos al padre de Herminio el Tuerto que salió de su casa, vino y se abrazó llorando a mi madre. Esa noche habían detenido a su hijo que se había escondido debajo de la cama asustado. Se rindió sin resistencia.
-Lo he tenido que entregar,-le dijo el anciano a mi madre.-¡Mi hijo! Ahora empieza mi calvario...Yo le decía siempre: no te metas en líos, que esta guerra no es la nuestra. Pero no me hizo caso...¡A mí, un viejo!
Mi madre no sabía como consolarlo: todos hemos perdido la guerra, amigo Gaspar, le dijo compungida mi madre también con lágrimas. Todas las guerras son malas. Todas las guerras se pierden. ¡Maldito el que inventó las guerras! Antes, todos nos queríamos en el barrio...Éramos como una familia...
-Este barrio fue siempre de otra manera, se tenía un respeto. Ahora me acuerdo de su padre...
Subimos la Cuesta empedrada, nuestra antigua calle, y vimos asombrados como la mancha de sangre seguía allí, estaba la calle levantada, abandonada, un paisaje infernal. Como un bombardeo. Era la guerra de verdad. Mi madre no quiso mirarla.
-¡Dios mío –exclamó espantada- pero si sigue todo igual!
No quiso entrar en la casa ni por esta puerta ni por la otra y, a esa hora, decidimos cambiarnos a otra lejos de esta, a la sombra de la catedral, una calle solitaria por la que no había pasado la guerra...Una calle por la que nunca pasaba nadie...Eso hicimos. Pero esta es ya otra historia...
(Relato incluido en el libro "Granada, 1936", publicado por "El Defensor de Granada", CajaGRANADA, 2006)
José ASENJO SEDANO
Almería, 9 de marzo de 2006
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