“El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser buena”. Mi nombre es Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, nacida en la ciudad de Ávila el 28 de marzo de 1515, miércoles. Nací al alba, al cantar de los gallos, todavía noche cerrada. Quinta hija de los once que tuvo don Alonso Sánchez de Cepeda, mi padre, y tercero de los de mi madre, doña Beatriz Dávila y Ahumada. De su primera esposa, doña Catalina del Peso y Henao, tuvo mi padre dos hijos, María y Juan. De su segunda esposa, mi madre, tuvo nueve hijos.
Mi padre era hijo del mercader de Toledo don Juan Sánchez, converso de judíos, hombre de mucha honra, a quién el Santo Tribunal de la Inquisición, trasladado de Ciudad Real a Toledo, puso en penitencia el sambenito que llevó públicamente siete viernes de iglesia en iglesia con otros reconciliados. Este baldón fue el motivo de que el Toledano, como llamaban a mi abuelo paterno, abriese tienda de paños y brocados en Ávila donde, bien recibido, poco a poco trasladó a su familia. Y fue mi padre el primero de sus hijos que decidió casarse en Ávila.
Eran los años en que murió en Medina del Campo doña Isabel de Castilla, que llenó de lágrimas este reino y cuyo entierro hacia Granada pasó por Ávila, motivo por el que hubo de aplazarse el casamiento de mi padre con doña Catalina del Peso a quien, el día de su boda recordaban radiante de belleza ataviada de muchas y ricas joyas como la adornó mi padre. De esa unión, como digo, nacieron mis hermanos María de Cepeda y Juan Vázquez de Cepeda. Pocos años después fallecía mi abuelo Juan, el Toledano, en una peste horrenda que diezmó Castilla y, no mucho después, también, lo haría doña Catalina.
En 1509 se casaría mi padre segunda vez y lo haría con una prima tercera de doña Catalina, doña Beatriz Dávila y Ahumada, mi madre, que tenía catorce años, mi padre, viudo, veintisiete. Doña Beatriz era hija de don Juan de Ahumada y de doña Teresa de las Cuevas. Vivían en Olmedo, alta fortaleza, ciudad de cristianos y moriscos, aunque la boda se celebró en Gotarrendura, a tres leguas de Ávila, donde los padres de doña Beatriz tenían ricas posesiones en casas y rentas. Allí se celebró la boda, muy celebrada, donde mi madre, como doña Catalina, también iba ricamente engalanada con sedas y joyas como una princesa...
Pronto comenzarían a llegar los hijos. El primero sería Hernando de Ahumada, luego Rodrigo, después, yo...Juan Lorenzo, Antonio, Pedro, Jerónimo, Agustín y Juana, en 1528. Tres hermanas y ocho hermanos.
Como eran tiempos de guerras y mi padre era joven, tuvo que marchar a la guerra contra el rey de Francia, sirviendo en el sitio de Navarra a las órdenes del duque de Alba. Temprano aprendí en mi casa la lengua de las armas, el juego de la artillería y de las levas. Mi padre marchó a esa guerra y estuvo en otras llevando armas de caballero, mula y acémila...Mi madre, casi una niña, tenía que esperarlo, como tantas, desde su atalaya hasta que lo veía volver con vida... Luego, con los años, les tocaría a mis hermanos y, el que más me dolió, fue Rodrigo, mi hermano de juegos y aventuras, que con veinte años se perdió en guerra de indios en el Río de la Plata...
Mis padres eran grandes siervos de Dios y muy limosneros. Mi madre era harto hermosa, apacible en el trato, dulce como un niño, muy amiga de libros, en los que se evadía muchas veces del peso de los días...Mi padre era hombre digno que nunca mintió, amaba a sus hijos y nunca sufrió tener esclavos en su casa. Siempre fue caballero y buen cristiano, de mucha oración, quién me amó como nadie. Creo que en mí veía a mi madre doña Beatriz quien, con muchas enfermedades y partos, murió a los treinta y tres años y yo me vi huérfana y me acogí a nuestra Señora a quien pedí quisiera ser mi madre. Mi padre temía muy mucho perderme y yo creo que no me quería ni para casada ni para monja, por eso tanto me guardaba. Yo entonces solo pensaba en mi, triste cosa.
Recuerdo con mucho amor a mis padres a los que he visto en el cielo. Eran virtuosos y temerosos de Dios y esto me bastara para ser buena. ¡Oh dolor de mis pecados, Díos mío, que no quise ver lo que ellos con su vida me mostraban!...
Vivíamos en Ávila en una casa grandes con muchas estancias y habitaciones. No era nueva, sino que amenazaba ruina. Tenía huerto y corrales. Un patio grande con corredor en cuya planta estaban los dormitorios. La sala principal era el estrado donde se recibían las visitas, decorado con cuadros, tapices y espejos, alcatifas y cojines donde acomodarse. Pocas ventanas guardadas con reja de forja, estancias más bien oscuras, como eran aquellos palacios de Ávila...En la cuadra había animales de tiro, mulas y caballos, uno para cada hermano... Todo lo demás se tenía en el campo, en Gotarrendura.
Querida por muchos, mi padre, viéndome sin el cuidado de mi madre, rodeada de criadas como había tantas en mi casa, decidió enviarme al monasterio de Nuestra Señora de Gracia, de las monjas agustinas, a extremos de Ávila, donde vivían doncellas como yo, seglares, de familias acomodadas de la ciudad, para ser educadas bajo la observancia de monjas muy formadas y llenas de virtud. Yo tenía entonces dieciséis años. La verdad es que agradecí a mi padre su cuidado ya que me sentí feliz en ese internado, donde todas lo eran conmigo, porque el Señor me daba gracia y resultaba graciosa para las monjas y mis compañeras y por eso era muy querida. Pero, como digo, yo no pensaba entonces en ser monja, todo lo contrario, lo que no quita que yo admirase a las buenas monjas que había en este monasterio, por su mucha religiosidad y recato. Tuve la suerte de conocer en esta casa a una madre excepcional, de mucho entendimiento y santidad, como fue doña María de Briceño, de familia noble avilesa, que fue la primera que puso ojos en mi alma y me hizo gustar con su conversación el gozo del amor de Dios. Era mujer harto discreta. Holgábame estar con ella, escuchar su plática y contemplar su rostro, que se encendía cuando me contaba su vida, cómo vino a este convento por una frase que leyó en el Evangelio que dice: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Así fue endulzando mi mente, abriéndome caminos hasta entonces no vistos por mi, donde la figura de Cristo me salía al paso. Me daba cuenta que sus palabras eran de alguna manera familiares para mi, que antes habían estado en mi y que ahora retornaban a su lugar. La vanidad, advertía, cierra las puertas a la virtud. Ahora, me parecía, regresaba a una estancia de la que antes había salido y ahora la reconocía. Y fue doña María, con su santidad, la que hacía gustar lo que antes había vivido y no gustado y ahora veía me mostraban aquellas monjas tan virtuosas a las que veía llorar mientras rezaban y yo no era capaz de ello, mirándome tan lejos de ellas. ¡Cuánto era mi pecado!
Estuve año y medio en este monasterio por disposición de mi padre quien se alegraba viéndome crecer en virtud. Yo misma me sentía pasar de un estado a otro estado, que mi interior se trocaba otro y que ahora aprendía a rezar, que es principio de sabiduría junto con el temor de Dios. Quién no trata a Dios no lo conoce, porque Dios es padre y conocimiento de él. Y él ahora me salía al paso, me pretendía como un novio a la que será su esposa y yo oía el susurro de su voz mostrándome como era. Así fue como fui perdiendo el sueño de un día casarme como lo hizo mi hermana. Tampoco me disgustaba tanto ser monja, aunque si algún día lo hacía, quería otro convento... Me acordaba que tenía una amiga en el convento de la Encarnación, doña Juana Suárez, a la que conocía y visitaba antes de yo venir a este y comencé a pensar en volver a verla y seguir sus pasos...Pero caí enferma en esos días y tuve que volver a la casa de mi padre, olvidándome de estos pensamientos. Cuando estuve algo mejor, me llevaron a la casa de mi hermana que vivía en una aldea, en Castellanos de la Cañada, en la linde con Salamanca, pasando antes por Hortigosa donde vivía un hermano de mi padre, mi tío Pedro de Cepeda, viudo y hombre santo que moriría luego de monje en los jerónimos. La Providencia quiso que nos detuviéramos aquí, donde era muy querida y mi tío me enseñó muchas cosas de espiritualidad que él ya hacía y me aficionó a la lectura santa que tanto bien trajo a mi alma y me hice amiga de buenos libros. Leía Las Epístolas de San Jerónimo, y El Tercer abecedario, que tanta mella hicieron en mi corazón teniendo que enfrentarme con mi propia alma donde Dios me planteaba batalla y me exigía hacer cara a mi vanidad, cerrar los ojos, taparme las orejas y lanzarme al combate al que Dios me llamaba, dejando padre, madre y hermanos, toda la vista puesta en quién me emplazaba...Fue entonces cuando me determiné a decir a mi padre que quería ser monja... Sabía que era tanto el dolor que haría en su alma esta decisión, que lo hice a través de otras personas, temiendo que no pudiera mantener mi fortaleza... No lo quería, eso ya lo sabía yo, sabía lo que le costaba, siempre había temido perderme, dijo que lo hiciera así que él muriera... Pero Dios no espera, es celoso, y no podía decir no a quién tanto me forzaba...Dios es lo primero...”Cuando salí de la casa de mi padre no creo será mayor el sentimiento cuando me muera; porque me parece que cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante.”
Mi padre era hijo del mercader de Toledo don Juan Sánchez, converso de judíos, hombre de mucha honra, a quién el Santo Tribunal de la Inquisición, trasladado de Ciudad Real a Toledo, puso en penitencia el sambenito que llevó públicamente siete viernes de iglesia en iglesia con otros reconciliados. Este baldón fue el motivo de que el Toledano, como llamaban a mi abuelo paterno, abriese tienda de paños y brocados en Ávila donde, bien recibido, poco a poco trasladó a su familia. Y fue mi padre el primero de sus hijos que decidió casarse en Ávila.
Eran los años en que murió en Medina del Campo doña Isabel de Castilla, que llenó de lágrimas este reino y cuyo entierro hacia Granada pasó por Ávila, motivo por el que hubo de aplazarse el casamiento de mi padre con doña Catalina del Peso a quien, el día de su boda recordaban radiante de belleza ataviada de muchas y ricas joyas como la adornó mi padre. De esa unión, como digo, nacieron mis hermanos María de Cepeda y Juan Vázquez de Cepeda. Pocos años después fallecía mi abuelo Juan, el Toledano, en una peste horrenda que diezmó Castilla y, no mucho después, también, lo haría doña Catalina.
En 1509 se casaría mi padre segunda vez y lo haría con una prima tercera de doña Catalina, doña Beatriz Dávila y Ahumada, mi madre, que tenía catorce años, mi padre, viudo, veintisiete. Doña Beatriz era hija de don Juan de Ahumada y de doña Teresa de las Cuevas. Vivían en Olmedo, alta fortaleza, ciudad de cristianos y moriscos, aunque la boda se celebró en Gotarrendura, a tres leguas de Ávila, donde los padres de doña Beatriz tenían ricas posesiones en casas y rentas. Allí se celebró la boda, muy celebrada, donde mi madre, como doña Catalina, también iba ricamente engalanada con sedas y joyas como una princesa...
Pronto comenzarían a llegar los hijos. El primero sería Hernando de Ahumada, luego Rodrigo, después, yo...Juan Lorenzo, Antonio, Pedro, Jerónimo, Agustín y Juana, en 1528. Tres hermanas y ocho hermanos.
Como eran tiempos de guerras y mi padre era joven, tuvo que marchar a la guerra contra el rey de Francia, sirviendo en el sitio de Navarra a las órdenes del duque de Alba. Temprano aprendí en mi casa la lengua de las armas, el juego de la artillería y de las levas. Mi padre marchó a esa guerra y estuvo en otras llevando armas de caballero, mula y acémila...Mi madre, casi una niña, tenía que esperarlo, como tantas, desde su atalaya hasta que lo veía volver con vida... Luego, con los años, les tocaría a mis hermanos y, el que más me dolió, fue Rodrigo, mi hermano de juegos y aventuras, que con veinte años se perdió en guerra de indios en el Río de la Plata...
Mis padres eran grandes siervos de Dios y muy limosneros. Mi madre era harto hermosa, apacible en el trato, dulce como un niño, muy amiga de libros, en los que se evadía muchas veces del peso de los días...Mi padre era hombre digno que nunca mintió, amaba a sus hijos y nunca sufrió tener esclavos en su casa. Siempre fue caballero y buen cristiano, de mucha oración, quién me amó como nadie. Creo que en mí veía a mi madre doña Beatriz quien, con muchas enfermedades y partos, murió a los treinta y tres años y yo me vi huérfana y me acogí a nuestra Señora a quien pedí quisiera ser mi madre. Mi padre temía muy mucho perderme y yo creo que no me quería ni para casada ni para monja, por eso tanto me guardaba. Yo entonces solo pensaba en mi, triste cosa.
Recuerdo con mucho amor a mis padres a los que he visto en el cielo. Eran virtuosos y temerosos de Dios y esto me bastara para ser buena. ¡Oh dolor de mis pecados, Díos mío, que no quise ver lo que ellos con su vida me mostraban!...
Vivíamos en Ávila en una casa grandes con muchas estancias y habitaciones. No era nueva, sino que amenazaba ruina. Tenía huerto y corrales. Un patio grande con corredor en cuya planta estaban los dormitorios. La sala principal era el estrado donde se recibían las visitas, decorado con cuadros, tapices y espejos, alcatifas y cojines donde acomodarse. Pocas ventanas guardadas con reja de forja, estancias más bien oscuras, como eran aquellos palacios de Ávila...En la cuadra había animales de tiro, mulas y caballos, uno para cada hermano... Todo lo demás se tenía en el campo, en Gotarrendura.
Querida por muchos, mi padre, viéndome sin el cuidado de mi madre, rodeada de criadas como había tantas en mi casa, decidió enviarme al monasterio de Nuestra Señora de Gracia, de las monjas agustinas, a extremos de Ávila, donde vivían doncellas como yo, seglares, de familias acomodadas de la ciudad, para ser educadas bajo la observancia de monjas muy formadas y llenas de virtud. Yo tenía entonces dieciséis años. La verdad es que agradecí a mi padre su cuidado ya que me sentí feliz en ese internado, donde todas lo eran conmigo, porque el Señor me daba gracia y resultaba graciosa para las monjas y mis compañeras y por eso era muy querida. Pero, como digo, yo no pensaba entonces en ser monja, todo lo contrario, lo que no quita que yo admirase a las buenas monjas que había en este monasterio, por su mucha religiosidad y recato. Tuve la suerte de conocer en esta casa a una madre excepcional, de mucho entendimiento y santidad, como fue doña María de Briceño, de familia noble avilesa, que fue la primera que puso ojos en mi alma y me hizo gustar con su conversación el gozo del amor de Dios. Era mujer harto discreta. Holgábame estar con ella, escuchar su plática y contemplar su rostro, que se encendía cuando me contaba su vida, cómo vino a este convento por una frase que leyó en el Evangelio que dice: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Así fue endulzando mi mente, abriéndome caminos hasta entonces no vistos por mi, donde la figura de Cristo me salía al paso. Me daba cuenta que sus palabras eran de alguna manera familiares para mi, que antes habían estado en mi y que ahora retornaban a su lugar. La vanidad, advertía, cierra las puertas a la virtud. Ahora, me parecía, regresaba a una estancia de la que antes había salido y ahora la reconocía. Y fue doña María, con su santidad, la que hacía gustar lo que antes había vivido y no gustado y ahora veía me mostraban aquellas monjas tan virtuosas a las que veía llorar mientras rezaban y yo no era capaz de ello, mirándome tan lejos de ellas. ¡Cuánto era mi pecado!
Estuve año y medio en este monasterio por disposición de mi padre quien se alegraba viéndome crecer en virtud. Yo misma me sentía pasar de un estado a otro estado, que mi interior se trocaba otro y que ahora aprendía a rezar, que es principio de sabiduría junto con el temor de Dios. Quién no trata a Dios no lo conoce, porque Dios es padre y conocimiento de él. Y él ahora me salía al paso, me pretendía como un novio a la que será su esposa y yo oía el susurro de su voz mostrándome como era. Así fue como fui perdiendo el sueño de un día casarme como lo hizo mi hermana. Tampoco me disgustaba tanto ser monja, aunque si algún día lo hacía, quería otro convento... Me acordaba que tenía una amiga en el convento de la Encarnación, doña Juana Suárez, a la que conocía y visitaba antes de yo venir a este y comencé a pensar en volver a verla y seguir sus pasos...Pero caí enferma en esos días y tuve que volver a la casa de mi padre, olvidándome de estos pensamientos. Cuando estuve algo mejor, me llevaron a la casa de mi hermana que vivía en una aldea, en Castellanos de la Cañada, en la linde con Salamanca, pasando antes por Hortigosa donde vivía un hermano de mi padre, mi tío Pedro de Cepeda, viudo y hombre santo que moriría luego de monje en los jerónimos. La Providencia quiso que nos detuviéramos aquí, donde era muy querida y mi tío me enseñó muchas cosas de espiritualidad que él ya hacía y me aficionó a la lectura santa que tanto bien trajo a mi alma y me hice amiga de buenos libros. Leía Las Epístolas de San Jerónimo, y El Tercer abecedario, que tanta mella hicieron en mi corazón teniendo que enfrentarme con mi propia alma donde Dios me planteaba batalla y me exigía hacer cara a mi vanidad, cerrar los ojos, taparme las orejas y lanzarme al combate al que Dios me llamaba, dejando padre, madre y hermanos, toda la vista puesta en quién me emplazaba...Fue entonces cuando me determiné a decir a mi padre que quería ser monja... Sabía que era tanto el dolor que haría en su alma esta decisión, que lo hice a través de otras personas, temiendo que no pudiera mantener mi fortaleza... No lo quería, eso ya lo sabía yo, sabía lo que le costaba, siempre había temido perderme, dijo que lo hiciera así que él muriera... Pero Dios no espera, es celoso, y no podía decir no a quién tanto me forzaba...Dios es lo primero...”Cuando salí de la casa de mi padre no creo será mayor el sentimiento cuando me muera; porque me parece que cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante.”
Tomado el hábito, el Señor puso ternura en mi alma, trajo calma a mi mar alborotada, de manera que veía claro el amor con que Dios pagaría el pobre amor que una pecadora como yo le tenía. Vi como el Señor me tomaba amor y vestía de gracia mi vida con su Vida. “Dábame deleite todas las cosas de la Religión, y es verdad que andaba algunas veces barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala; y acordándome que estaba libre de aquello me daba un nuevo gozo, que yo me espantaba y no podía entender por donde venía...”
¡Cuánto bien me quería Dios premiando mi voluntad de esposarme con él! Yo, una simple mujer dándole el amor que no tenía, un amor que no soñé, y que él me daba. ¿Cómo hubiera podido amarte tanto si Tu no me hubieras amado como quién eres? Tu eras el océano y yo una barquichuela entre las olas llevada por el viento, perdida si Tu no me guiaras. Este cambio de mi vida rompió mi frágil humanidad y mi salud, imposible de contener tanta grandeza. Me veía caminando por un camino que era de sueño, privada de sentido, no sabiendo lo que me pasaba. Los médicos no salían de su confusión y, mi padre, viendo lo que pasaba, decidió llevarme a un lugar donde dicen se curan estas enfermedades. Llevaba un año en el noviciado y no salía de aquellos desasosiegos y, cuando me veían llorar, creían que era a causa de mis pecados o que no estaba contenta de estar en el convento. Lo que más buscaba era ser querida, no soportaba ser menospreciada y esto me hacía padecer. Pero no era esa la causa de mi melancolía. Bien sabe Dios como buscaba los bienes eternos y que no temía los padecimientos que él me quisiera. Yo me daba cuenta de la complejidad de mi alma, no fácil de entender para cualquier confesor. Caí enferma de gravedad, un mal de corazón que no se me quitaba, sentía como si alguien me lo estuviera mordiendo con sus colmillos, un dolor que no podía soportar y que todos creyeron era rabia. No se me iba la calentura, tenía el estómago abrasado con las purgas que me daban, que no morí de milagro. En realidad, me vi morir y pedí confesor y tanto se asustó mi padre pensando que perdía su hija, que no quiso que viniera. “¡ Oh, amor de carne demasiado, que aunque sea de tan católico padre y tan avisado –que lo era harto, que no fue ignorancia- me pudiera hacer gran daño! Dióme aquella noche un parasismo, que me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos”. Tuve abierta la sepultura en la Encarnación, amortajada, sellados los ojos con la cera, sin que mi padre creyera ni nadie pudiera convencerlo de que pudiera morirme...¡Pobre padre mío! No se daba cuenta de que Dios me exprimía para llenarme más de si, este es un hablar que no se entiende. Cuando salí del trance, tenía la lengua rota y mordida, la garganta seca, me ahogaba y nada podía beber, descoyuntada, la cabeza perdida... A mi me pasaba que me hubiera sacado del cielo, donde había visto a mi padre y mi amiga Juana Suárez... Solo quería volver a mi monasterio, aunque no me tenía, que andaba a gatas y mi padre ya no se negó y a la que esperaban llegar muerta, recibieron con alma. Todas las monjas pasaron por la enfermería para verme hecha un gusano, feliz de estar en mi casa...En ese trance, comencé a hacer oraciones, tomando como abogado y señor glorioso a san José y no dejaba de encomendarme a él. ¡Y no dejó de ayudarme! No había cosa que le suplicara que no me la alcanzara. Espanta las mercedes que me hacía Dios por él, quiere el Señor con ello darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo hace cuanto le pide...A todos persuado de que se hagan devotos de este glorioso santo...”Solo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no lo creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le había de ser aficionadas....Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino...”
A este glorioso santo le pedí que me pudiera levantar, andar y no estar tullida. ¡Y presto me lo alcanzó! Supe ya entonces, mi Señor, que ya no os dejaría...¡Bendito seáis por siempre! Ya solo quería tratar siempre con Vos...
¡Ay, que en viéndome curada, comencé a caer en las trampas que el demonio me fue tendiendo, haciéndome olvidar la oración haciendo lo que las demás hacían, rezando solo lo que estaba obligada y olvidar mi oración mental y trato con Dios! Yo ya había salido de los cuatro años que señalan las Constituciones de la Encarnación y no estaba ya sujeta a la maestra de novicias, lo que me daba cierta independencia y tenía libertad para tratar con seglares. Quién más venía a verme era mi padre, con él solía hablar de oración, recomendándole libros espirituales, ejercitándole en esta virtud. También hablábamos de oración en mi celda donde venían a verme otras monjas y seglares, mis amigas, a las que gustaba mi conversación. No me daba cuenta de que muchas de estas conversaciones que a todas gustaba me apartaban de lo más importante, como era hacer oración y tener menos recogimiento, pronto Dios me avisó de los peligros que corría recibiendo a personas que no convenían. Dios me lo daba a entender aunque muchos decían que tales amistades convenían a la casa por su influencia o sus limosnas. El no seguir los avisos que Dios me daba advertía que mi oración andaba torcida, que no podía juntar vanidades del mundo y trato con Dios. Y, en vez de huir de las vanidades, decidí dejar la oración por una supuesta humildad...¡Oh, que grandísimo mal de religiosos! Más de un año estuve sin hacer oración por esta causa... Cuando le conté a mi padre lo que me pasaba, quedó espantado, él que ahora no dejaba de orar y así lo hizo hasta su muerte. Para ello puse como excusa mis enfermedades y sufrimientos. Mi padre se creía siempre lo que yo le decía. A poco moría y cuado lo vi morir me pareció se arrancaba mi alma cuando vi acabar su vida, porque le quería mucho...
Mucho me ayudó un padre dominico, gran letrado, que confesaba en ese tiempo a mi padre y con el que yo misma lo hice. Me hizo harto provecho y tomó mi alma bajo su cuidado y me hizo ver la perdición que traía. Me hizo comulgar cada quince días fuera tratando de oración. Me encareció no la dejase y nunca más la dejé. ¡Ay perdición de las almas, por un lado me sentía buscada por Dios, por otro sentía la llamada del mundo y me empeñaba en concertar estos contrarios! Mucho me costaba la oración entonces y así pasé algunos años. “Bien sé que dejar oración no era ya en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes”.
Con todo, me sentía desorientada. Veía los regalos que Dios me daba, me hacía conocer mis pecados y sentir arrepentimiento. No entendía como Dios me regalaba siendo tan pecadora. No entendía el proceder de Dios que me regalaba cuando merecía castigo, no lo entendía. No es buena la soledad para un alma que se ve en estos peligros, conviene tener amistad y trato con personas que viven estos sufrimientos. Por un lado seguiría a los santos del yermo, por otro sentía la necesidad del consuelo ajeno, de gente mejor que yo que pusiera sosiego en mi alma. Me siento más flaca y ruin que nadie, por eso tenía sed y hambre de esas personas que tienen oración. Fueron tiempos de borrasca y tempestad en mi vida, traída y llevada por las olas. Mi pobre vida estaba descoyuntada, traída y llevada sin saber donde parar, aunque tenía bien seguro ya que pasara lo que pasara nunca dejaría oración y yo me daba cuenta de que Dios me estaba siempre mirando y no me dejaba. Y aunque hubiera días de no orar nada, no por eso dejaba de sentirme en su presencia. “No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quién sabemos nos ama”.
¡Cuánto bien me quería Dios premiando mi voluntad de esposarme con él! Yo, una simple mujer dándole el amor que no tenía, un amor que no soñé, y que él me daba. ¿Cómo hubiera podido amarte tanto si Tu no me hubieras amado como quién eres? Tu eras el océano y yo una barquichuela entre las olas llevada por el viento, perdida si Tu no me guiaras. Este cambio de mi vida rompió mi frágil humanidad y mi salud, imposible de contener tanta grandeza. Me veía caminando por un camino que era de sueño, privada de sentido, no sabiendo lo que me pasaba. Los médicos no salían de su confusión y, mi padre, viendo lo que pasaba, decidió llevarme a un lugar donde dicen se curan estas enfermedades. Llevaba un año en el noviciado y no salía de aquellos desasosiegos y, cuando me veían llorar, creían que era a causa de mis pecados o que no estaba contenta de estar en el convento. Lo que más buscaba era ser querida, no soportaba ser menospreciada y esto me hacía padecer. Pero no era esa la causa de mi melancolía. Bien sabe Dios como buscaba los bienes eternos y que no temía los padecimientos que él me quisiera. Yo me daba cuenta de la complejidad de mi alma, no fácil de entender para cualquier confesor. Caí enferma de gravedad, un mal de corazón que no se me quitaba, sentía como si alguien me lo estuviera mordiendo con sus colmillos, un dolor que no podía soportar y que todos creyeron era rabia. No se me iba la calentura, tenía el estómago abrasado con las purgas que me daban, que no morí de milagro. En realidad, me vi morir y pedí confesor y tanto se asustó mi padre pensando que perdía su hija, que no quiso que viniera. “¡ Oh, amor de carne demasiado, que aunque sea de tan católico padre y tan avisado –que lo era harto, que no fue ignorancia- me pudiera hacer gran daño! Dióme aquella noche un parasismo, que me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos”. Tuve abierta la sepultura en la Encarnación, amortajada, sellados los ojos con la cera, sin que mi padre creyera ni nadie pudiera convencerlo de que pudiera morirme...¡Pobre padre mío! No se daba cuenta de que Dios me exprimía para llenarme más de si, este es un hablar que no se entiende. Cuando salí del trance, tenía la lengua rota y mordida, la garganta seca, me ahogaba y nada podía beber, descoyuntada, la cabeza perdida... A mi me pasaba que me hubiera sacado del cielo, donde había visto a mi padre y mi amiga Juana Suárez... Solo quería volver a mi monasterio, aunque no me tenía, que andaba a gatas y mi padre ya no se negó y a la que esperaban llegar muerta, recibieron con alma. Todas las monjas pasaron por la enfermería para verme hecha un gusano, feliz de estar en mi casa...En ese trance, comencé a hacer oraciones, tomando como abogado y señor glorioso a san José y no dejaba de encomendarme a él. ¡Y no dejó de ayudarme! No había cosa que le suplicara que no me la alcanzara. Espanta las mercedes que me hacía Dios por él, quiere el Señor con ello darnos a entender que así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo hace cuanto le pide...A todos persuado de que se hagan devotos de este glorioso santo...”Solo pido, por amor de Dios, que lo pruebe quien no lo creyere, y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso patriarca y tenerle devoción. En especial personas de oración siempre le había de ser aficionadas....Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro, y no errará en el camino...”
A este glorioso santo le pedí que me pudiera levantar, andar y no estar tullida. ¡Y presto me lo alcanzó! Supe ya entonces, mi Señor, que ya no os dejaría...¡Bendito seáis por siempre! Ya solo quería tratar siempre con Vos...
¡Ay, que en viéndome curada, comencé a caer en las trampas que el demonio me fue tendiendo, haciéndome olvidar la oración haciendo lo que las demás hacían, rezando solo lo que estaba obligada y olvidar mi oración mental y trato con Dios! Yo ya había salido de los cuatro años que señalan las Constituciones de la Encarnación y no estaba ya sujeta a la maestra de novicias, lo que me daba cierta independencia y tenía libertad para tratar con seglares. Quién más venía a verme era mi padre, con él solía hablar de oración, recomendándole libros espirituales, ejercitándole en esta virtud. También hablábamos de oración en mi celda donde venían a verme otras monjas y seglares, mis amigas, a las que gustaba mi conversación. No me daba cuenta de que muchas de estas conversaciones que a todas gustaba me apartaban de lo más importante, como era hacer oración y tener menos recogimiento, pronto Dios me avisó de los peligros que corría recibiendo a personas que no convenían. Dios me lo daba a entender aunque muchos decían que tales amistades convenían a la casa por su influencia o sus limosnas. El no seguir los avisos que Dios me daba advertía que mi oración andaba torcida, que no podía juntar vanidades del mundo y trato con Dios. Y, en vez de huir de las vanidades, decidí dejar la oración por una supuesta humildad...¡Oh, que grandísimo mal de religiosos! Más de un año estuve sin hacer oración por esta causa... Cuando le conté a mi padre lo que me pasaba, quedó espantado, él que ahora no dejaba de orar y así lo hizo hasta su muerte. Para ello puse como excusa mis enfermedades y sufrimientos. Mi padre se creía siempre lo que yo le decía. A poco moría y cuado lo vi morir me pareció se arrancaba mi alma cuando vi acabar su vida, porque le quería mucho...
Mucho me ayudó un padre dominico, gran letrado, que confesaba en ese tiempo a mi padre y con el que yo misma lo hice. Me hizo harto provecho y tomó mi alma bajo su cuidado y me hizo ver la perdición que traía. Me hizo comulgar cada quince días fuera tratando de oración. Me encareció no la dejase y nunca más la dejé. ¡Ay perdición de las almas, por un lado me sentía buscada por Dios, por otro sentía la llamada del mundo y me empeñaba en concertar estos contrarios! Mucho me costaba la oración entonces y así pasé algunos años. “Bien sé que dejar oración no era ya en mi mano, porque me tenía con las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes”.
Con todo, me sentía desorientada. Veía los regalos que Dios me daba, me hacía conocer mis pecados y sentir arrepentimiento. No entendía como Dios me regalaba siendo tan pecadora. No entendía el proceder de Dios que me regalaba cuando merecía castigo, no lo entendía. No es buena la soledad para un alma que se ve en estos peligros, conviene tener amistad y trato con personas que viven estos sufrimientos. Por un lado seguiría a los santos del yermo, por otro sentía la necesidad del consuelo ajeno, de gente mejor que yo que pusiera sosiego en mi alma. Me siento más flaca y ruin que nadie, por eso tenía sed y hambre de esas personas que tienen oración. Fueron tiempos de borrasca y tempestad en mi vida, traída y llevada por las olas. Mi pobre vida estaba descoyuntada, traída y llevada sin saber donde parar, aunque tenía bien seguro ya que pasara lo que pasara nunca dejaría oración y yo me daba cuenta de que Dios me estaba siempre mirando y no me dejaba. Y aunque hubiera días de no orar nada, no por eso dejaba de sentirme en su presencia. “No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quién sabemos nos ama”.
Todo lo que tengo siempre me lo habéis dado por esa puerta que es la oración y eso es lo que quisiera que todos supieran ya que, cerrada, no sé como pueden recibir lo que tanto buscan. Un día, entrando en un oratorio, vi una imagen de Cristo muy llagado que, al mirarla, me turbó dándome a entender lo mucho que había padecido por mi. El corazón se me partió y me arroje cabe El con muchas lágrimas, suplicándole me fortaleciera para no ofenderle nunca más...En este tiempo comencé a leer Las Confesiones, de San Agustín, que no conocía. Eso que el primer monasterio en que estuve seglar era de su Orden. Sabiendo que había sido pecador, esperaba encontrar en él mucha ayuda y así fue y pedí a Dios me perdonase mis muchos pecados.
Corría la Cuaresma de 1554, tenía treinta y nueve años, y pensé había llegado la hora de tomarme en serio mi vida de oración. No era fácil, que no se sabía entonces mucho de la vida interior, de oración mental, temida por tantos. Eran tiempos de muchas doctrinas, de alumbrados y protestantes y temía mucho verme acusada por los tribunales de la Inquisición. Yo me sentía hija de la Iglesia y como tal quería vivir y morir. Bien tenía presente los muchos sufrimientos de mi familia por esta causa y antes lo dejaría todo que hacer la guerra a quién más temía. Pero mi Dios correspondía a esos temores míos, a esas dudas de estar en fidelidad, con regalos que a mí me hacían padecer por si fueran trampa del diablo. Un día, sin verlo, sentí cabe de mi al mismo Cristo, no sé como decirlo, pero era él, estoy segura...Temerosa, contaba mis temores a personas que sabían eran espirituales, de mucha oración, como eran el Caballero Santo, don Francisco Salcedo, y don Alonso Álvarez Dávila, el Santo, noble de mucha virtud, cuya hija vendría luego conmigo al monasterio de San José y era mi pariente. No era fácil para ellos tratar mi caso, ni el para qué de la oración mental desusada hace tiempo, ni entendían aquellas mercedes de Dios de las que hablaba, ni el sentido de las mismas, en una pobre pecadora como siempre he sido. Eso es cosa de demonio, me decían, y más valía que dejara mis lecturas y la oración mental, tan llena de peligros. Malos eran los tiempos. Me dijeron fuera a ver al P. Gaspar Daza, hombre santo, poco amigo de revelaciones, al que fui y no me hizo caso, ni quiso confesarme...
Fue entonces cuando me decidí a tratar, no sin temor por su fama de hombres santos y estudiosos, a padres de la Compañía, recién llegados a Ávila. Al primero que traté fue un padre muy joven, Diego de Cetina, tenía veintitrés años quien, al oírme, mucho me consoló y me dijo que no temiera, que todo eso que sentía era espíritu de Dios y que no dejara por nada oración como tan mal me habían aconsejado. Este padre me llevó luego al P. Francisco de Borja cuando pasó por Ávila y toda la ciudad le recibió con gran entusiasmo. Predicó en la Octava del Corpus y toda la ciudad fue a oírle a la catedral atraída por su mucha santidad. Mi encuentro con este santo nunca podré olvidar y siempre me ayudó y consoló. A él abrí mi corazón donde supo leer y me encareció no resistiese a Dios. Todo era bueno más pronto me vi sin confesor, que el P. Cetina dejó Ávila. Caí de nuevo enferma como era frecuente en mi vida y doña Mencía del Águila, esposa del caballero santo, mi pariente, me llevó a su casa donde me cuidó. Por entonces conocí a doña Guiomar de Ulloa, viuda de mucha virtud, mujer muy conocida en la ciudad, que era muy galana y amiga de componerse, cosa que se prestaba mucho a murmuraciones aunque sin motivos. Quedó viuda muy joven con cuatro hijos. Yo la conocí porque frecuentaba la Encarnación donde tenía una hermana y dos hijas. Doña Guiomar me llevó luego a su casa y me recomendó como confesor al P. Juan Prádanos, jesuita, quién me comenzó a poner en más perfección. Me dijo rezase el Veni Creator y, el día que lo hice, estaba en la casa, tuve un arrebato que me sacó de mí, era la primera vez que me sucedía y me sentí espantada, al tiempo que una voz me decía: “No quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”. Era la Pascua de Pentecostés y, como me dijo mi confesor, Dios me hizo merced ese día de lo que llaman el “desposorio místico”.
Para mi la casa de doña Guiomar, que era mujer santa, era como un monasterio. Es verdad que era de condición recia y exaltada, pero fiel y generosa. Todo lo que puedo decir que en ese tiempo, de manos del P. Prádanos, el Señor me regalaba más con su gracia.
Lo que más temía es que mi vida interior, las mercedes que recibía de Dios, no sé como, anduvieran en la calle y muchos se dieran a risas y murmuraciones y pensé que lo mejor era volver a mi monasterio de la Encarnación. Temía el daño que esas habladurías pudieran hacer a mi fama, que pecadora siempre me he tenido, más cuando fueron conocidos los autos contra herejes de Valladolid. El inquisidor don Francisco Valdés publicó el “Índice de libros prohibidos” y me quedé sin lecturas que no se salvó ninguno de espiritualidad. El Señor me consolaba dándome libro vivo y con visiones intelectuales de sus manos, su rostro o su santa humanidad resucitada...Un día, sin verlo con los ojos del cuerpo o del alma, lo sentí cabe mi, aunque nadie creería lo que digo y con razón, ¿quién era yo para recibir esas mercedes? Bien se lo indigna que soy, mis muchos pecados, y esto me hacía llorar. Y El, por cambio, enviaba un querubín armado con un dardo largo de oro y la punta encendida en fuego y con él me alanceaba el corazón cuantas veces quería dándome dolor espiritual...Me sentía morir y bien lo quisiera que la vida me salía con esas lanzadas...
Vino entonces el P. fray Pedro de Alcántara. Fray Pedro era hombre gigante, de rostro tallado, cabeza grande, calvo y color cetrino, con muchas arrugas en la frente, como alguien declaró en su proceso de canonización. Caminaba tan embebido, que de ordinario “tenía la cabeza descalabrada de darse con las puertas”, ya que caminaba sin levantar la mirada, pendiente del ardor de su alma. Tenía sesenta y un años cuando apareció por Ávila, aunque más parecía que tenía setenta. Este impresionante religioso de la Orden Franciscana había nacido en la Alcalá de Extremadura fue grande amigo de Santa Teresa de Jesús que tanto procuró su primera fundación, la de San José de Ávila. Ella misma lo describe: “Era muy viejo y tan extremada su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles”. Un biógrafo suyo abunda diciendo que pertenecía a esa raza de los gigantes extremeños que conquistaron México y el Perú... “No alzaba los ojos jamás, y así a las partes que de necesidad había de ir no sabía, sino iba tras los frailes; esto le pasaba por los caminos...” Lo que no quita para que fuera afable y, aunque amigo de poco hablar, siempre contestaba a preguntas. Tenía “muy lindo entendimiento”, dice la Santa.
Llegó fray Pedro a Ávila donde tenía muchos amigos, ciudad que conocía de otras veces. Vino en 1552 a consolar a doña Guiomar de Ulloa cuando falleció su marido. Muchos consideraban providencial su visita, especialmente para Teresa de Jesús, quién seguía con sus torturas espirituales, comprendida por unos, incomprendida por otros que desconfiaban de una religiosa de tan abierta alegría y buen carácter, algo que parecía contradecir su vida interior de religiosa mística...¿O no fue así, madre Teresa? Tu santidad andariega no parecía compaginarse con una monja visionaria con la que Cristo venía frecuente a conversar... Abundaban en ese tiempo las monjas que se tenían por santas y simulaban éxtasis y estigmas...Una monja del monasterio de la Encarnación, donde tantas entraban y salían, convento de religiosas regaladas, tan lejos del yermo...Antes había pasado por Ávila el P. Francisco de Borja el que se convirtió en Granada al contemplar horrorizado el cuerpo agusanado de la emperatriz, la más bella de las mujeres...Ahora era Fray Pedro de Alcántara... Ambos se habían conocido en Barcelona y luego se verían en el Pedroso cuando el duque santo iba camino de Portugal... Dicen quienes le conocieron, que fray Pedro de Alcántara se había consagrado a Dios con edad de dieciséis años en el convento franciscano de los Majaretes y que era inocente como un niño. Fue estudiante en Salamanca, listo como un gorrión, aunque cauto y sencillo. Embebía como predicador hasta que tuvo que dejar de subir al púlpito a causa de los arrobamientos. Era una flor silvestre en un trigal, un alma contemplativa hecha para la soledad y el cielo.
Esta vez, como digo, vino a Ávila llamado por doña Guiomar de Ulloa, su amiga, aunque otros aseguran que fue Dios quien lo trajo para encontrarse con la madre Teresa de Jesús y ayudarle a desenmarañar la madeja de sus conflictos interiores. Ambas cosas fueron ciertas. Lo de doña Guiomar estaba relacionado con cierta fundación a la que ella protegía, era doña Guiomar mujer generosa y santa a su estilo. Paró el santo en el palacio de doña Guiomar donde acudió madre Teresa a tratar con fray Pedro negocios de su alma. Este sería su mejor médico y Dios se lo procuraba. Tanto que un día de esos, estando en misa, a la hora de la comunión vio madre Teresa a fray Pedro asistido por san Francisco de Asís y san Antonio de Padua oficiando de ministros. Este suceso que está en las crónicas franciscanas, lo pintó en un lienzo el pintor Claudio Coello, como todos saben, y puede verse en los museos. Dicen unos que esto sucedió en el monasterio de la Encarnación, otros que en la capilla de mosén Rubí de Bracamonte y otros que en la capilla que tenía en su casa Juana de Ahumada, su hermana menor...
¡Oh, madre, cuando visteis a aquel hombre grande como una encina, el más alto y frondoso del bosque donde presto venían las aves a hacer sus nidos, os parece que todos los aires del cielo alegraban vuestra alma! Por eso le abristeis la compuerta de vuestra acequia y dejasteis que las aguas corrieran a vuestros labios y anegaran vuestro corazón! ¡Cuanta luz os dio el fraile encina, el fraile hecho de raíces! El fue quien claro os dijo que lo vuestro venía de la fe, “cosa más verdadera no podía haber ni que tanto pudiera creer”...
Quitadas las compuertas, ya no tuvisteis secretos para fray Pedro, quien tanta lástima sentía de vuestros tormentos y mucho decía que muchos de ellos claro venían de la contradicción de los buenos que creyendo entender no entienden nada y poco saben muchas veces de la sabiduría que viene de lo alto...Porque muchos fueron en Ávila los que fueron a contar a fray Pedro vuestras pocas virtudes y como el diablo hace trampas valiéndose de almas engañosas, faltas de humildad, y vos erais mujer alegre, amiga de muchos amigos, de hablar en la calle...y esto no parece se emparejaba con el querer de Dios...Los santos andan en los yermos, bien guardados entre muros y no andan de chismes por la calle y siempre en los caminos...
En fray Pedro descubristeis un viejo conocido, las palabras de este santo os eran familiares, lo suyo era vuestro y lo vuestro era suyo, por eso quedasteis en escribiros estando en distancia y encomendaros mucho a Dios y no dudar nunca de Dios. “Quedamos concertados en adelante y de encomendarnos mucho a Dios; que era tanta su humildad, que tenía en algo las oraciones de esta miserable que era harta confusión. Dejóme con grandísimo consuelo y contento y con que tuviese la oración con seguridad y que no dudase de que era Dios; y de lo que tuviese alguna duda, y por mi seguridad, de todo diese parte al confesor y con esto viviere segura”.
Partido de Ávila fray Pedro en los finales de agosto de 1560, tuvo la madre Teresa una visión espantosa como fue que se vio metida en el infierno aplastada por sus paredes dentro de aquel lúgubre nicho, acezada por demonios de los que no podía escapar... Nunca olvidaría aquella horrible visión, supo que había bajado a los profundos y conoció el tormento que sufren al almas que se pierden. Desde entonces perdió miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida y creció su compasión por las almas que se pierden, de luteranos sobre todo. ¿Qué podía hacer por esas almas? “Pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese”.
-Entonces hice voto de lo más perfecto...
Era este un voto, al decir del P. Ribera, “que yo de ningún santo he leído ni oído jamás”. Aumentó sus penitencias, las temibles disciplinas, tantas y tan severas que su confesor se las tuvo que prohibir. Su cuerpo era una llaga a causa de los cilicios, más con su siempre escasa salud, lo que causaba admiración en las otras religiosas del monasterio, que comenzaron a imitarla, entre ellas sus sobrinas María de Ocampo y Beatriz de Cepeda...
A las reuniones que tenían lugar en vuestra celda, por cuyo ventano se descubría el campo, acudían muchas jóvenes inquietas, ansiosas de cosas de Dios, como María de Ocampo, lectora empedernida de libros de caballerías y amiga de galas, que os hacía recordar vuestra mocedad y por eso no perdíais la esperanza de que pronto esos libros fueran trocados por otras lecturas más altas. También Beatriz, la hija de Francisco Cepeda, el de Torrijos... Además de estas que compartían vuestra celda en La Encarnación, estaban Leonor, Isabel de San Pablo, María, Inés y Ana de Tapia, como las hermanas Gutiérrez, Juana Suárez y otras...Eran tiempos de angustia y estragos que hacían los luteranos y calvinistas, tanto que los reyes de Francia y España tuvieron que unirse para defender a la Iglesia católica. “Bien sabéis el estado en que se hallan las cosas de nuestra religión cristiana...”, decía Felipe II en una proclama pidiendo oraciones y plegarias para la unión de dicha religión... Palabras que estremecieron vuestro corazón y, decidida, prometisteis “seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que pudieseis...”
Y a la luz de un atardecer del mes de septiembre de 1560, como era costumbre, todas vuestras amigas reunidas en vuestra celda desde la que se alcanzaba a ver unos álamos en el campo y la parroquia de san Vicente, sentadas en cojines y esterillas, comenzó aquella conversación “medio en broma –como escribiría María de Ocampo, la lectora de libros de caballerías, no podía ser otra- de cómo se reformaría la regla que se guardaba en este monasterio... y se hiciesen otros monasterios a manera de ermitas, como se guardaba al principio de esta regla que fundaron nuestros santos padres antiguos...”
Corría la Cuaresma de 1554, tenía treinta y nueve años, y pensé había llegado la hora de tomarme en serio mi vida de oración. No era fácil, que no se sabía entonces mucho de la vida interior, de oración mental, temida por tantos. Eran tiempos de muchas doctrinas, de alumbrados y protestantes y temía mucho verme acusada por los tribunales de la Inquisición. Yo me sentía hija de la Iglesia y como tal quería vivir y morir. Bien tenía presente los muchos sufrimientos de mi familia por esta causa y antes lo dejaría todo que hacer la guerra a quién más temía. Pero mi Dios correspondía a esos temores míos, a esas dudas de estar en fidelidad, con regalos que a mí me hacían padecer por si fueran trampa del diablo. Un día, sin verlo, sentí cabe de mi al mismo Cristo, no sé como decirlo, pero era él, estoy segura...Temerosa, contaba mis temores a personas que sabían eran espirituales, de mucha oración, como eran el Caballero Santo, don Francisco Salcedo, y don Alonso Álvarez Dávila, el Santo, noble de mucha virtud, cuya hija vendría luego conmigo al monasterio de San José y era mi pariente. No era fácil para ellos tratar mi caso, ni el para qué de la oración mental desusada hace tiempo, ni entendían aquellas mercedes de Dios de las que hablaba, ni el sentido de las mismas, en una pobre pecadora como siempre he sido. Eso es cosa de demonio, me decían, y más valía que dejara mis lecturas y la oración mental, tan llena de peligros. Malos eran los tiempos. Me dijeron fuera a ver al P. Gaspar Daza, hombre santo, poco amigo de revelaciones, al que fui y no me hizo caso, ni quiso confesarme...
Fue entonces cuando me decidí a tratar, no sin temor por su fama de hombres santos y estudiosos, a padres de la Compañía, recién llegados a Ávila. Al primero que traté fue un padre muy joven, Diego de Cetina, tenía veintitrés años quien, al oírme, mucho me consoló y me dijo que no temiera, que todo eso que sentía era espíritu de Dios y que no dejara por nada oración como tan mal me habían aconsejado. Este padre me llevó luego al P. Francisco de Borja cuando pasó por Ávila y toda la ciudad le recibió con gran entusiasmo. Predicó en la Octava del Corpus y toda la ciudad fue a oírle a la catedral atraída por su mucha santidad. Mi encuentro con este santo nunca podré olvidar y siempre me ayudó y consoló. A él abrí mi corazón donde supo leer y me encareció no resistiese a Dios. Todo era bueno más pronto me vi sin confesor, que el P. Cetina dejó Ávila. Caí de nuevo enferma como era frecuente en mi vida y doña Mencía del Águila, esposa del caballero santo, mi pariente, me llevó a su casa donde me cuidó. Por entonces conocí a doña Guiomar de Ulloa, viuda de mucha virtud, mujer muy conocida en la ciudad, que era muy galana y amiga de componerse, cosa que se prestaba mucho a murmuraciones aunque sin motivos. Quedó viuda muy joven con cuatro hijos. Yo la conocí porque frecuentaba la Encarnación donde tenía una hermana y dos hijas. Doña Guiomar me llevó luego a su casa y me recomendó como confesor al P. Juan Prádanos, jesuita, quién me comenzó a poner en más perfección. Me dijo rezase el Veni Creator y, el día que lo hice, estaba en la casa, tuve un arrebato que me sacó de mí, era la primera vez que me sucedía y me sentí espantada, al tiempo que una voz me decía: “No quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles”. Era la Pascua de Pentecostés y, como me dijo mi confesor, Dios me hizo merced ese día de lo que llaman el “desposorio místico”.
Para mi la casa de doña Guiomar, que era mujer santa, era como un monasterio. Es verdad que era de condición recia y exaltada, pero fiel y generosa. Todo lo que puedo decir que en ese tiempo, de manos del P. Prádanos, el Señor me regalaba más con su gracia.
Lo que más temía es que mi vida interior, las mercedes que recibía de Dios, no sé como, anduvieran en la calle y muchos se dieran a risas y murmuraciones y pensé que lo mejor era volver a mi monasterio de la Encarnación. Temía el daño que esas habladurías pudieran hacer a mi fama, que pecadora siempre me he tenido, más cuando fueron conocidos los autos contra herejes de Valladolid. El inquisidor don Francisco Valdés publicó el “Índice de libros prohibidos” y me quedé sin lecturas que no se salvó ninguno de espiritualidad. El Señor me consolaba dándome libro vivo y con visiones intelectuales de sus manos, su rostro o su santa humanidad resucitada...Un día, sin verlo con los ojos del cuerpo o del alma, lo sentí cabe mi, aunque nadie creería lo que digo y con razón, ¿quién era yo para recibir esas mercedes? Bien se lo indigna que soy, mis muchos pecados, y esto me hacía llorar. Y El, por cambio, enviaba un querubín armado con un dardo largo de oro y la punta encendida en fuego y con él me alanceaba el corazón cuantas veces quería dándome dolor espiritual...Me sentía morir y bien lo quisiera que la vida me salía con esas lanzadas...
Vino entonces el P. fray Pedro de Alcántara. Fray Pedro era hombre gigante, de rostro tallado, cabeza grande, calvo y color cetrino, con muchas arrugas en la frente, como alguien declaró en su proceso de canonización. Caminaba tan embebido, que de ordinario “tenía la cabeza descalabrada de darse con las puertas”, ya que caminaba sin levantar la mirada, pendiente del ardor de su alma. Tenía sesenta y un años cuando apareció por Ávila, aunque más parecía que tenía setenta. Este impresionante religioso de la Orden Franciscana había nacido en la Alcalá de Extremadura fue grande amigo de Santa Teresa de Jesús que tanto procuró su primera fundación, la de San José de Ávila. Ella misma lo describe: “Era muy viejo y tan extremada su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles”. Un biógrafo suyo abunda diciendo que pertenecía a esa raza de los gigantes extremeños que conquistaron México y el Perú... “No alzaba los ojos jamás, y así a las partes que de necesidad había de ir no sabía, sino iba tras los frailes; esto le pasaba por los caminos...” Lo que no quita para que fuera afable y, aunque amigo de poco hablar, siempre contestaba a preguntas. Tenía “muy lindo entendimiento”, dice la Santa.
Llegó fray Pedro a Ávila donde tenía muchos amigos, ciudad que conocía de otras veces. Vino en 1552 a consolar a doña Guiomar de Ulloa cuando falleció su marido. Muchos consideraban providencial su visita, especialmente para Teresa de Jesús, quién seguía con sus torturas espirituales, comprendida por unos, incomprendida por otros que desconfiaban de una religiosa de tan abierta alegría y buen carácter, algo que parecía contradecir su vida interior de religiosa mística...¿O no fue así, madre Teresa? Tu santidad andariega no parecía compaginarse con una monja visionaria con la que Cristo venía frecuente a conversar... Abundaban en ese tiempo las monjas que se tenían por santas y simulaban éxtasis y estigmas...Una monja del monasterio de la Encarnación, donde tantas entraban y salían, convento de religiosas regaladas, tan lejos del yermo...Antes había pasado por Ávila el P. Francisco de Borja el que se convirtió en Granada al contemplar horrorizado el cuerpo agusanado de la emperatriz, la más bella de las mujeres...Ahora era Fray Pedro de Alcántara... Ambos se habían conocido en Barcelona y luego se verían en el Pedroso cuando el duque santo iba camino de Portugal... Dicen quienes le conocieron, que fray Pedro de Alcántara se había consagrado a Dios con edad de dieciséis años en el convento franciscano de los Majaretes y que era inocente como un niño. Fue estudiante en Salamanca, listo como un gorrión, aunque cauto y sencillo. Embebía como predicador hasta que tuvo que dejar de subir al púlpito a causa de los arrobamientos. Era una flor silvestre en un trigal, un alma contemplativa hecha para la soledad y el cielo.
Esta vez, como digo, vino a Ávila llamado por doña Guiomar de Ulloa, su amiga, aunque otros aseguran que fue Dios quien lo trajo para encontrarse con la madre Teresa de Jesús y ayudarle a desenmarañar la madeja de sus conflictos interiores. Ambas cosas fueron ciertas. Lo de doña Guiomar estaba relacionado con cierta fundación a la que ella protegía, era doña Guiomar mujer generosa y santa a su estilo. Paró el santo en el palacio de doña Guiomar donde acudió madre Teresa a tratar con fray Pedro negocios de su alma. Este sería su mejor médico y Dios se lo procuraba. Tanto que un día de esos, estando en misa, a la hora de la comunión vio madre Teresa a fray Pedro asistido por san Francisco de Asís y san Antonio de Padua oficiando de ministros. Este suceso que está en las crónicas franciscanas, lo pintó en un lienzo el pintor Claudio Coello, como todos saben, y puede verse en los museos. Dicen unos que esto sucedió en el monasterio de la Encarnación, otros que en la capilla de mosén Rubí de Bracamonte y otros que en la capilla que tenía en su casa Juana de Ahumada, su hermana menor...
¡Oh, madre, cuando visteis a aquel hombre grande como una encina, el más alto y frondoso del bosque donde presto venían las aves a hacer sus nidos, os parece que todos los aires del cielo alegraban vuestra alma! Por eso le abristeis la compuerta de vuestra acequia y dejasteis que las aguas corrieran a vuestros labios y anegaran vuestro corazón! ¡Cuanta luz os dio el fraile encina, el fraile hecho de raíces! El fue quien claro os dijo que lo vuestro venía de la fe, “cosa más verdadera no podía haber ni que tanto pudiera creer”...
Quitadas las compuertas, ya no tuvisteis secretos para fray Pedro, quien tanta lástima sentía de vuestros tormentos y mucho decía que muchos de ellos claro venían de la contradicción de los buenos que creyendo entender no entienden nada y poco saben muchas veces de la sabiduría que viene de lo alto...Porque muchos fueron en Ávila los que fueron a contar a fray Pedro vuestras pocas virtudes y como el diablo hace trampas valiéndose de almas engañosas, faltas de humildad, y vos erais mujer alegre, amiga de muchos amigos, de hablar en la calle...y esto no parece se emparejaba con el querer de Dios...Los santos andan en los yermos, bien guardados entre muros y no andan de chismes por la calle y siempre en los caminos...
En fray Pedro descubristeis un viejo conocido, las palabras de este santo os eran familiares, lo suyo era vuestro y lo vuestro era suyo, por eso quedasteis en escribiros estando en distancia y encomendaros mucho a Dios y no dudar nunca de Dios. “Quedamos concertados en adelante y de encomendarnos mucho a Dios; que era tanta su humildad, que tenía en algo las oraciones de esta miserable que era harta confusión. Dejóme con grandísimo consuelo y contento y con que tuviese la oración con seguridad y que no dudase de que era Dios; y de lo que tuviese alguna duda, y por mi seguridad, de todo diese parte al confesor y con esto viviere segura”.
Partido de Ávila fray Pedro en los finales de agosto de 1560, tuvo la madre Teresa una visión espantosa como fue que se vio metida en el infierno aplastada por sus paredes dentro de aquel lúgubre nicho, acezada por demonios de los que no podía escapar... Nunca olvidaría aquella horrible visión, supo que había bajado a los profundos y conoció el tormento que sufren al almas que se pierden. Desde entonces perdió miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida y creció su compasión por las almas que se pierden, de luteranos sobre todo. ¿Qué podía hacer por esas almas? “Pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese”.
-Entonces hice voto de lo más perfecto...
Era este un voto, al decir del P. Ribera, “que yo de ningún santo he leído ni oído jamás”. Aumentó sus penitencias, las temibles disciplinas, tantas y tan severas que su confesor se las tuvo que prohibir. Su cuerpo era una llaga a causa de los cilicios, más con su siempre escasa salud, lo que causaba admiración en las otras religiosas del monasterio, que comenzaron a imitarla, entre ellas sus sobrinas María de Ocampo y Beatriz de Cepeda...
A las reuniones que tenían lugar en vuestra celda, por cuyo ventano se descubría el campo, acudían muchas jóvenes inquietas, ansiosas de cosas de Dios, como María de Ocampo, lectora empedernida de libros de caballerías y amiga de galas, que os hacía recordar vuestra mocedad y por eso no perdíais la esperanza de que pronto esos libros fueran trocados por otras lecturas más altas. También Beatriz, la hija de Francisco Cepeda, el de Torrijos... Además de estas que compartían vuestra celda en La Encarnación, estaban Leonor, Isabel de San Pablo, María, Inés y Ana de Tapia, como las hermanas Gutiérrez, Juana Suárez y otras...Eran tiempos de angustia y estragos que hacían los luteranos y calvinistas, tanto que los reyes de Francia y España tuvieron que unirse para defender a la Iglesia católica. “Bien sabéis el estado en que se hallan las cosas de nuestra religión cristiana...”, decía Felipe II en una proclama pidiendo oraciones y plegarias para la unión de dicha religión... Palabras que estremecieron vuestro corazón y, decidida, prometisteis “seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que pudieseis...”
Y a la luz de un atardecer del mes de septiembre de 1560, como era costumbre, todas vuestras amigas reunidas en vuestra celda desde la que se alcanzaba a ver unos álamos en el campo y la parroquia de san Vicente, sentadas en cojines y esterillas, comenzó aquella conversación “medio en broma –como escribiría María de Ocampo, la lectora de libros de caballerías, no podía ser otra- de cómo se reformaría la regla que se guardaba en este monasterio... y se hiciesen otros monasterios a manera de ermitas, como se guardaba al principio de esta regla que fundaron nuestros santos padres antiguos...”
-Yo salí a la parada,-escribió María,- gustando de la plática como si fuera de las que trataba de mucho, y dije a la santa Madre que yo ayudaría con mil ducados para que comenzase. A la Santa le cayó tan en gusto esto y otras razones que al propósito dije, que bastaba para alentarme...
En esto llegó a la celda doña Guiomar de Ulloa y doña Teresa le dio cuenta de la plática que habían tenido en torno al velón, “como estas doncellas estaban tratando que hiciéramos un pequeño monasterio como a manera de las descalzas de San Francisco”. Y doña Guiomar que venía de tratar con fray Pedro de Alcántara hacer una fundación en sus posesiones de Aldea del Palo, entusiasmada, dijo que ella también ayudaría a esa obra tan santa...
Os dio miedo aquel entusiasmo, no podéis negarlo. Por un lado temisteis perder las comodidades de vuestra celda de la Encarnación, de otro, la oposición que pronto encontraríais dentro del mismo monasterio, diciendo que esos proyectos solo eran desatino, propio de monjas dadas a las locuras de los caballeros andantes tan dados a cambiar el orden del mundo...Pero ocurrió que Dios estaba también de acuerdo y, cierto día, a la hora de comulgar os mandó con hablas interiores que procuraseis “con todas las fuerzas” que se hiciese ese monasterio en que se serviría mucho en él, que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él y Nuestra Señora en la otra y que Cristo andaría con nosotras...”
-“Sentí grandísima pena, porque enseguida se me representaron los desasosiegos y trabajos que me había de costar...” Y por eso quería huir de ese mandato que trataba yo misma de verlo como disparate, pero aquellas hablas no me dejaban y tuve que decirlas a mi confesor, lo hice por escrito, quien me dio excusas terminando lo tratase con mi prelado y eso hice. Lo que pensaba el P. Baltasar Álvarez era lo mismo que yo pensaba, que aquello no llevaba buen camino...
Y sería fray Pedro de Alcántara quién, por carta, me diría que dejase hacer lo que Dios me pedía, tramando el modo como habría de hacerlo que, en esto no era poca su experiencia...
Y entre fray Pedro de Alcántara y doña Guiomar de Ulloa pusieron su conocimiento al servicio de lo que tenía que hacerse, exponiendo doña Guiomar la idea al P. Ángel de Salazar, entonces Provincial, diciendo que la idea era suya y, dada su fama de gran señora y mucha influencia, nadie osó replicarle, lo que no impidió que la noticia corriese pronto y llegase a la misma Encarnación, diciendo todas que lo que se pretendía era disparate, desatándose una gran persecución...”Fueron tantos los dichos y el alboroto de mi mismo monasterio, que al Provincial le pareció recio ponerse contra todos, y así mudó el parecer y no la quiso admitir. Dijo que la renta no era segura...”
-“Y a mi compañera (doña Guiomar) ya no la quería absolver si no lo dejaba, porque decían era obligada a quitar el escándalo...” Incluso desde el púlpito se nos reprendió ásperamente...Entonces, mi amiga, que era harto recia en su empeño, “ se fue a un gran letrado muy gran siervo de Dios, de la Orden de Santo Domingo (el padre Pedro Ibáñez), a decírselo y darle cuenta de todo y este, después de considerar el caso, concluyó diciendo que, habida cuenta aquel alboroto, era claro que era cosa de Dios y que no había dejar de hacerse, para lo que habíamos de darnos prisa... Con este dictamen nos sentimos muy consoladas y muchos de los que se oponían, comenzaron a aplacarse e incluso se sintieron obligados a ayudarnos...
-“Estaba muy malquista en todo mi monasterio, porque quería hacer monasterio más encerrado. Decían que las afrentaba, que allí podía también servir a Dios, pues había otras mejores que yo; que no tenía amor a la casa, que mejor era procurar renta para ella que para otra parte. Unas decían que me echasen a la cárcel; otras, bien pocas, tornaban algo de mí. Yo bien veía que en muchas cosas tenían razón, y algunas veces dábales descuento...”
Más de una vez tendrían que acudir al P. Ibáñez, acosadas por la murmuración de los buenos entre los que causaban risa las visiones de doña Teresa y nadie, por temor a la maledicencia, quería darles su mano, incluidos los confesores...Abrió su alma a este padre dominico y le contó todas sus visiones y modos de hacer oración así como las muchas mercedes que Dios le hacía, suplicándole mirase bien si había algo contra la Sagrada Escritura en su manera de hacer la oración...
El Dictamen del P. Ibáñez fue conmovedor: “Todas las visiones y las demás cosas que pasan por ella la llevan más a Dios, y la hacen más humilde, obediente...Todas las cosas que le dice van conformes a la Escritura Divina y a lo que la Iglesia enseña, y son muy verdaderas en todo rigor escolástico...Tiene muy grande puridad de alma, gran limpieza, deseos fervientísimos de agradar a Dios, y a trueco de esto atropella cuando hay en la tierra... Cada día va creciendo en la perfección de las virtudes y siempre la enseñan a cosas de mayor perfección...Hace gran penitencia...Tiene gran firme propósito de no ofender al Señor... En oyendo hablar de Dios con devoción y fuerza se suele arrebatar muchas veces, y con procurar resistir no puede, y queda entonces tal a los que la ven que pone grandísima devoción...Hade dado Dios un tan fuerte y valeroso ánimo que espanta. Solía ser temerosa, ahora atropella a todos los demonios...Con esto le ha dado Nuestro Señor el don de lágrimas suavísimas, grande compasión de sus prójimos, conocimiento de sus faltas, tener en mucho a los buenos, abatirse a sí misma... Trae ordinaria memoria de Dios y sentimiento de su presencia....” Y otras muchas cosas más decía el P. Ibáñez en su Dictamen que tanto provecho habían hecho a él mismo...
Con el decidido apoyo del P. Ibáñez se comenzó a poner por obra el proyecto de fundación, solicitándose los correspondientes despachos a Roma y se compró una casa. La solicitud y demás documentos fueron redactados por Fray Pedro de Alcántara poniendo en marcha su mucha experiencia e influencia tanto en España como en Roma, su amistad con el P. Francisco de Borja, que en ese tiempo se encontraba en dicha ciudad llamado por el Papa. No terminaron con esto los inconvenientes ni las zancadillas de determinados confesores que seguían pensando en el escándalo que esa fundación causaba en la ciudad, más entre religiosos...
Así se llegó al final del año 1560 y nada parecía ir por buen camino. La M. Teresa no dejaba de sollozar porque, pese a sus deseos, no conseguía prosperar en su proyecto. Los fríos de Castilla son hartos y, desde el ventano de su celda en la Encarnación, contemplaría subir al cielo aquellos olmos raquíticos como desnudas y secas plegarias... Un cielo anublado, denso de sombras misteriosas...Con cuanta sequedad a veces Dios se manifiesta...
En primavera llegó a Ávila el nuevo rector de la Compañía, el P. Gaspar de Salazar, toledano, inteligente y devoto, que pronto entendió el alma de la M. Teresa de Jesús. Luego, después de una meditación, oyó Teresa de Jesús aquella voz secreta de su alma que le decía: “Di a tu confesor que tenga mañana meditación sobre este verso: Quam magnificata sunt opera tua, Domine, nimis profundae factae sunt cogitaciones tuae”. Escribió aquellas palabras en un papel y se lo dio a su confesor. Al leerlo, el P. Álvarez, su confesor, le dio licencia para continuar el negocio del monasterio.
Y todo se hizo con el mayor secreto. A su hermana Juana y a su marido Juan de Ovalle, que vivían en Alba de Tormes, les encargó que comprasen una casa en Ávila como para ellos y que durante un tiempo viviesen allí con sus hijos, mientras ella la iría preparando para convento. No faltó ayuda para aquella compra que vendría en gran parte de sus sobrinas, en parte de doña Guiomar de Ulloa que tuvo que empeñar un cobertor de lana y una cruz de seda...
-Entonces, como en otras ocasiones, acudí a San José y este me hizo entender que no me dejaría.
Fue entonces cuando se metió a contratar oficiales y ajustar precios sin contar con nada, lo que todos veían como temeridad, pero enseguida Dios fue proveyendo...
La casa, comparada con la Encarnación, era muy chiquita. De esto se quejaba la M. Teresa. “Era una casa pobre y chica, con lindas vistas al campo”, diría en una de sus cartas. El Señor la reprendió diciendo que no pensase a lo humano, que la casa era suficiente y cabal...
El día de Santa Clara, a la hora de comulgar se le apareció la santa y la alentó y prometió su ayuda. “Yo la tomé gran devoción, y ha salido tan verdad, que un monasterio de su Orden que está cerca de éste, nos ayuda a sustentar...”
Tres días después, Día de Nuestra Señora de la Asunción, vio arrobada como que la vestían una ropa de mucha blancura y claridad, a su derecha estaba la Virgen y a su izquierda San José.”Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados”...
-“Acabada de vestir, yo con grandísimo deleite y gloria, luego me pareció asirme de las manos Nuestra Señora. Díjome que le daba mucho contento en servir al glorioso San José, que creyese que lo que pretendía del monasterio se haría y en él se serviría mucho el Señor y ellos dos: que no temiese habría quiebra en esto jamás, aunque la obediencia que daba no fuese a mi gusto, porque ellos nos guardarían, y que ya su Hijo nos había prometido andar con nosotras, que para señal que sería esto verdad me daba aquella joya. Parecíame haberme echando al cuello un collar de oro muy hermoso, asida una cruz a él de mucho valor. Este oro y piedras es tan diferente de lo de acá, que no tiene comparación; porque es su hermosura muy diferente de lo que podemos acá imaginar, que no alcanza el entendimiento a entender de qué era la ropa ni como imaginar el blanco que el Señor quiere que se represente, que parece todo lo de acá como un dibujo de tizne, a manera de decir...”
Luego vio como la Virgen subía al cielo con multitud de ángeles.
-Y tuvisteis que ir a Toledo...
-Había una señora muy afligida a causa de que se le había muerto su marido, era este Arias Pardo de Saavedra, mariscal de Castilla, rico caballero, señor de varias villas, sobrino del cardenal Pardo de Tavera...Esta señora era doña Luisa de la Cerda, que vivía en Toledo y allá me mandó el Provincial. No es que me agradara en ese momento ir tan lejos, pero lo hice por obediencia. Me consolaba saber que había allí padres de la Compañía. Era doña Luisa muy temerosa de Dios y muy buena y me tomó mucho amor, aunque sujeta a pasiones y flaquezas como yo, desconcertándome los muchos trabajos y servidumbres a que se veían sometidos, “que una de las mentiras que dice el mundo es llamar señores a las personas semejantes, que no me parece son sino esclavos de mil cosas”. Todo eso y más, cuento en mi libro de la Vida. Próximo el verano, vino a Toledo Juan de Ovalle con la noticia de la muerte súbita de don Martín de Guzmán, casado con mi hermana María. Dióme mucha pena porque no se pudo confesar, yo quería ir a Castellanos de la Cañada a ver a mi hermana, porque en la oración se me dijo que también ella había de morir así, sin aviso. Fui y, poco a poco, le fui dando luz para que se confesase y lo hiciera con frecuencia. Lo hizo y a los pocos años se murió estando sola, sin confesor. Estuvo muy poco en el purgatorio. A los pocos días, acabando de comulgar, “me apareció el Señor y quiso la viese cómo la llevaba a la gloria. Sea Dios alabado por siempre, que tanto cuidado trae de las almas para que no se pierdan.”
-También fue a verla a Toledo la beata María de Jesús, de Granada...
-“Pues estando con esta señora que he dicho, adónde estuve más de medio año, ordenó el Señor que tuviese noticia de mi una beata de nuestra Orden, de más de setenta leguas de aquí de este lugar, y acertó a venir por acá y rodeó algunas para hablarme. Habíala el Señor movido el mismo año y mes que a mi para hacer otro monasterio de esta Orden, y como le puso este deseo, vendió todo lo que tenía y fuese a Roma a traer despacho para ello, a pie y descalza.”
En esto llegó a la celda doña Guiomar de Ulloa y doña Teresa le dio cuenta de la plática que habían tenido en torno al velón, “como estas doncellas estaban tratando que hiciéramos un pequeño monasterio como a manera de las descalzas de San Francisco”. Y doña Guiomar que venía de tratar con fray Pedro de Alcántara hacer una fundación en sus posesiones de Aldea del Palo, entusiasmada, dijo que ella también ayudaría a esa obra tan santa...
Os dio miedo aquel entusiasmo, no podéis negarlo. Por un lado temisteis perder las comodidades de vuestra celda de la Encarnación, de otro, la oposición que pronto encontraríais dentro del mismo monasterio, diciendo que esos proyectos solo eran desatino, propio de monjas dadas a las locuras de los caballeros andantes tan dados a cambiar el orden del mundo...Pero ocurrió que Dios estaba también de acuerdo y, cierto día, a la hora de comulgar os mandó con hablas interiores que procuraseis “con todas las fuerzas” que se hiciese ese monasterio en que se serviría mucho en él, que se llamase San José, y que a la una puerta nos guardaría él y Nuestra Señora en la otra y que Cristo andaría con nosotras...”
-“Sentí grandísima pena, porque enseguida se me representaron los desasosiegos y trabajos que me había de costar...” Y por eso quería huir de ese mandato que trataba yo misma de verlo como disparate, pero aquellas hablas no me dejaban y tuve que decirlas a mi confesor, lo hice por escrito, quien me dio excusas terminando lo tratase con mi prelado y eso hice. Lo que pensaba el P. Baltasar Álvarez era lo mismo que yo pensaba, que aquello no llevaba buen camino...
Y sería fray Pedro de Alcántara quién, por carta, me diría que dejase hacer lo que Dios me pedía, tramando el modo como habría de hacerlo que, en esto no era poca su experiencia...
Y entre fray Pedro de Alcántara y doña Guiomar de Ulloa pusieron su conocimiento al servicio de lo que tenía que hacerse, exponiendo doña Guiomar la idea al P. Ángel de Salazar, entonces Provincial, diciendo que la idea era suya y, dada su fama de gran señora y mucha influencia, nadie osó replicarle, lo que no impidió que la noticia corriese pronto y llegase a la misma Encarnación, diciendo todas que lo que se pretendía era disparate, desatándose una gran persecución...”Fueron tantos los dichos y el alboroto de mi mismo monasterio, que al Provincial le pareció recio ponerse contra todos, y así mudó el parecer y no la quiso admitir. Dijo que la renta no era segura...”
-“Y a mi compañera (doña Guiomar) ya no la quería absolver si no lo dejaba, porque decían era obligada a quitar el escándalo...” Incluso desde el púlpito se nos reprendió ásperamente...Entonces, mi amiga, que era harto recia en su empeño, “ se fue a un gran letrado muy gran siervo de Dios, de la Orden de Santo Domingo (el padre Pedro Ibáñez), a decírselo y darle cuenta de todo y este, después de considerar el caso, concluyó diciendo que, habida cuenta aquel alboroto, era claro que era cosa de Dios y que no había dejar de hacerse, para lo que habíamos de darnos prisa... Con este dictamen nos sentimos muy consoladas y muchos de los que se oponían, comenzaron a aplacarse e incluso se sintieron obligados a ayudarnos...
-“Estaba muy malquista en todo mi monasterio, porque quería hacer monasterio más encerrado. Decían que las afrentaba, que allí podía también servir a Dios, pues había otras mejores que yo; que no tenía amor a la casa, que mejor era procurar renta para ella que para otra parte. Unas decían que me echasen a la cárcel; otras, bien pocas, tornaban algo de mí. Yo bien veía que en muchas cosas tenían razón, y algunas veces dábales descuento...”
Más de una vez tendrían que acudir al P. Ibáñez, acosadas por la murmuración de los buenos entre los que causaban risa las visiones de doña Teresa y nadie, por temor a la maledicencia, quería darles su mano, incluidos los confesores...Abrió su alma a este padre dominico y le contó todas sus visiones y modos de hacer oración así como las muchas mercedes que Dios le hacía, suplicándole mirase bien si había algo contra la Sagrada Escritura en su manera de hacer la oración...
El Dictamen del P. Ibáñez fue conmovedor: “Todas las visiones y las demás cosas que pasan por ella la llevan más a Dios, y la hacen más humilde, obediente...Todas las cosas que le dice van conformes a la Escritura Divina y a lo que la Iglesia enseña, y son muy verdaderas en todo rigor escolástico...Tiene muy grande puridad de alma, gran limpieza, deseos fervientísimos de agradar a Dios, y a trueco de esto atropella cuando hay en la tierra... Cada día va creciendo en la perfección de las virtudes y siempre la enseñan a cosas de mayor perfección...Hace gran penitencia...Tiene gran firme propósito de no ofender al Señor... En oyendo hablar de Dios con devoción y fuerza se suele arrebatar muchas veces, y con procurar resistir no puede, y queda entonces tal a los que la ven que pone grandísima devoción...Hade dado Dios un tan fuerte y valeroso ánimo que espanta. Solía ser temerosa, ahora atropella a todos los demonios...Con esto le ha dado Nuestro Señor el don de lágrimas suavísimas, grande compasión de sus prójimos, conocimiento de sus faltas, tener en mucho a los buenos, abatirse a sí misma... Trae ordinaria memoria de Dios y sentimiento de su presencia....” Y otras muchas cosas más decía el P. Ibáñez en su Dictamen que tanto provecho habían hecho a él mismo...
Con el decidido apoyo del P. Ibáñez se comenzó a poner por obra el proyecto de fundación, solicitándose los correspondientes despachos a Roma y se compró una casa. La solicitud y demás documentos fueron redactados por Fray Pedro de Alcántara poniendo en marcha su mucha experiencia e influencia tanto en España como en Roma, su amistad con el P. Francisco de Borja, que en ese tiempo se encontraba en dicha ciudad llamado por el Papa. No terminaron con esto los inconvenientes ni las zancadillas de determinados confesores que seguían pensando en el escándalo que esa fundación causaba en la ciudad, más entre religiosos...
Así se llegó al final del año 1560 y nada parecía ir por buen camino. La M. Teresa no dejaba de sollozar porque, pese a sus deseos, no conseguía prosperar en su proyecto. Los fríos de Castilla son hartos y, desde el ventano de su celda en la Encarnación, contemplaría subir al cielo aquellos olmos raquíticos como desnudas y secas plegarias... Un cielo anublado, denso de sombras misteriosas...Con cuanta sequedad a veces Dios se manifiesta...
En primavera llegó a Ávila el nuevo rector de la Compañía, el P. Gaspar de Salazar, toledano, inteligente y devoto, que pronto entendió el alma de la M. Teresa de Jesús. Luego, después de una meditación, oyó Teresa de Jesús aquella voz secreta de su alma que le decía: “Di a tu confesor que tenga mañana meditación sobre este verso: Quam magnificata sunt opera tua, Domine, nimis profundae factae sunt cogitaciones tuae”. Escribió aquellas palabras en un papel y se lo dio a su confesor. Al leerlo, el P. Álvarez, su confesor, le dio licencia para continuar el negocio del monasterio.
Y todo se hizo con el mayor secreto. A su hermana Juana y a su marido Juan de Ovalle, que vivían en Alba de Tormes, les encargó que comprasen una casa en Ávila como para ellos y que durante un tiempo viviesen allí con sus hijos, mientras ella la iría preparando para convento. No faltó ayuda para aquella compra que vendría en gran parte de sus sobrinas, en parte de doña Guiomar de Ulloa que tuvo que empeñar un cobertor de lana y una cruz de seda...
-Entonces, como en otras ocasiones, acudí a San José y este me hizo entender que no me dejaría.
Fue entonces cuando se metió a contratar oficiales y ajustar precios sin contar con nada, lo que todos veían como temeridad, pero enseguida Dios fue proveyendo...
La casa, comparada con la Encarnación, era muy chiquita. De esto se quejaba la M. Teresa. “Era una casa pobre y chica, con lindas vistas al campo”, diría en una de sus cartas. El Señor la reprendió diciendo que no pensase a lo humano, que la casa era suficiente y cabal...
El día de Santa Clara, a la hora de comulgar se le apareció la santa y la alentó y prometió su ayuda. “Yo la tomé gran devoción, y ha salido tan verdad, que un monasterio de su Orden que está cerca de éste, nos ayuda a sustentar...”
Tres días después, Día de Nuestra Señora de la Asunción, vio arrobada como que la vestían una ropa de mucha blancura y claridad, a su derecha estaba la Virgen y a su izquierda San José.”Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados”...
-“Acabada de vestir, yo con grandísimo deleite y gloria, luego me pareció asirme de las manos Nuestra Señora. Díjome que le daba mucho contento en servir al glorioso San José, que creyese que lo que pretendía del monasterio se haría y en él se serviría mucho el Señor y ellos dos: que no temiese habría quiebra en esto jamás, aunque la obediencia que daba no fuese a mi gusto, porque ellos nos guardarían, y que ya su Hijo nos había prometido andar con nosotras, que para señal que sería esto verdad me daba aquella joya. Parecíame haberme echando al cuello un collar de oro muy hermoso, asida una cruz a él de mucho valor. Este oro y piedras es tan diferente de lo de acá, que no tiene comparación; porque es su hermosura muy diferente de lo que podemos acá imaginar, que no alcanza el entendimiento a entender de qué era la ropa ni como imaginar el blanco que el Señor quiere que se represente, que parece todo lo de acá como un dibujo de tizne, a manera de decir...”
Luego vio como la Virgen subía al cielo con multitud de ángeles.
-Y tuvisteis que ir a Toledo...
-Había una señora muy afligida a causa de que se le había muerto su marido, era este Arias Pardo de Saavedra, mariscal de Castilla, rico caballero, señor de varias villas, sobrino del cardenal Pardo de Tavera...Esta señora era doña Luisa de la Cerda, que vivía en Toledo y allá me mandó el Provincial. No es que me agradara en ese momento ir tan lejos, pero lo hice por obediencia. Me consolaba saber que había allí padres de la Compañía. Era doña Luisa muy temerosa de Dios y muy buena y me tomó mucho amor, aunque sujeta a pasiones y flaquezas como yo, desconcertándome los muchos trabajos y servidumbres a que se veían sometidos, “que una de las mentiras que dice el mundo es llamar señores a las personas semejantes, que no me parece son sino esclavos de mil cosas”. Todo eso y más, cuento en mi libro de la Vida. Próximo el verano, vino a Toledo Juan de Ovalle con la noticia de la muerte súbita de don Martín de Guzmán, casado con mi hermana María. Dióme mucha pena porque no se pudo confesar, yo quería ir a Castellanos de la Cañada a ver a mi hermana, porque en la oración se me dijo que también ella había de morir así, sin aviso. Fui y, poco a poco, le fui dando luz para que se confesase y lo hiciera con frecuencia. Lo hizo y a los pocos años se murió estando sola, sin confesor. Estuvo muy poco en el purgatorio. A los pocos días, acabando de comulgar, “me apareció el Señor y quiso la viese cómo la llevaba a la gloria. Sea Dios alabado por siempre, que tanto cuidado trae de las almas para que no se pierdan.”
-También fue a verla a Toledo la beata María de Jesús, de Granada...
-“Pues estando con esta señora que he dicho, adónde estuve más de medio año, ordenó el Señor que tuviese noticia de mi una beata de nuestra Orden, de más de setenta leguas de aquí de este lugar, y acertó a venir por acá y rodeó algunas para hablarme. Habíala el Señor movido el mismo año y mes que a mi para hacer otro monasterio de esta Orden, y como le puso este deseo, vendió todo lo que tenía y fuese a Roma a traer despacho para ello, a pie y descalza.”
Se trataba de María de Jesús, viuda desde muy joven, quien entró en el convento de Carmelitas Calzadas de Granada. Fue a pie a Roma con otras amigas y consiguió un Breve de Su Santidad. En Alcalá de Henares inició su reforma en una casa que le donó doña Leonor de Mascareñas y el convento se llamó de la Imagen.
-“Era mujer de mucha penitencia y oración y hacíala el Señor muchas mercedes y aparecídola Nuestra Señora y mandóla lo hiciese. Hacíame tantas ventajas en servir al Señor, que yo había vergüenza de estar delante de ella”.
M. Teresa de Jesús le dio las Constituciones de San José de Ávila y ambas procuraron dar forma de comunidad al convento de Alcalá templando sus extremados rigores, casi imposible de soportar...
-Y por fin pudisteis salir de Toledo...
-Salí contentísima deseando estar en Ávila. La misma noche de mi llegada me encontré el despacho para el monasterio y el Breve de Su Santidad Pío IV de 7 de febrero de1562. “Me espanté y se espantaron lo que sabían la priesa que me había dado el Señor a la venida cuando supieron la gran necesidad que había de ello y a la coyuntura que el Señor me traía, porque hallé aquí al Obispo y al Santo fray Pedro de Alcántara y a otro caballero muy siervo de Dios, en cuya casa este santo hombre posaba, que era persona adonde los siervos de Dios hallaban espaldas y cabida”.
-Y llegó el día esperado...
-Loado sea Dios. Todo se hizo con gran secreto, como cuento en el libro de mi Vida. “Todo concertado, fue el Señor servido que, día de San Bartolomé, tomaron hábito algunas.”
Fueron estas, Antonia Henao, que tomó el nombre de Antonia del Espíritu Santo, hija espiritual de San Pedro de Alcántara; María de la Paz, natural de Ledesma, que vivía en la casa de doña Guiomar de Ulloa, donde había conocido a la M. Teresa, y tomó el nombre de María de la Cruz; Ursula de los Santos, de Ávila; María de Ávila, que tomó el nombre de María de San José, hermana del padre Julián de Ávila... Por delegación del señor Obispo, les impuso el hábito el P. Gaspar Daza. La Santa presenció la ceremonia acompañada de sus primas hermanas doña Inés y doña Ana de Tapia, monjas de la Encarnación, que más tarde se harían también descalzas...
Entre los asistentes, estaban Juan de Ovalle y su mujer Juana de Ahumada, que tanto habían ayudado en la fundación.
-“Fue para mi como estar en una gloria ver poner el Santísimo Sacramento...También me dio gran consuelo de haber hecho lo que tanto el Señor me había mandado, y otra iglesia más en este lugar de mi padre glorioso San José, que no la había. No porque a mi me pareciese había hecho con ello nada, do lo hacía el Señor, y lo que era de mi parte iba con tantas imperfecciones, que antes veo había que culparme que no que agradecerme, más érame gran regalo ver que hubiese Su Majestad tomádome por instrumento, siendo tan ruin, para tan gran obra. Así que estuve con tan gran contento, que estaba como fuera de mí, con grande oración”.
-Esta nueva fundación estaba sujeta al obispo de Ávila, no a la Orden del Carmen...
Era el obispo don Álvaro de Mendoza, hijo de don Juan Hurtado de Mendoza, adelantado de Galicia, y de doña María Sarmiento, condesa de Rivadavia...
-Esto era una nueva prueba para mi que quise remediar visitando al padre provincial, fray Ángel de Salazar, rogándole que admitiese en su obediencia el monasterio, pero él por justas causas no quiso, que encaminase el negocio por el ordinario...Todos convinimos en que fuese fray Pedro de Alcántara quien lo negociase con el obispo.
Fray Pedro de Alcántara estaba enfermo, en la cama. Escribió la petición al obispo:
“Al ilustrísimo y reverendísimo señor obispo de Ávila, que nuestro Señor haga santo. El espíritu de Cristo hincha el ánimo de V.S. Recebida su santa bendición. La enfermedad me ha agravado tanto que ha impedido tratar un negocio muy importante al servicio de nuestro Señor, y por ser tal y no quede por hacer lo que es de nuestra parte, en breve quise dar noticia de él a V.S. y es, que una persona muy espiritual, con verdadero celo, ha algunos días pretende hacer en este lugar un monumento V.S. religiosísimo y de entera perfección de monjas de la primera Regla y Orden de nuestra Señora de Monte Carmelo, para lo cual ha querido tomar por fin y remedio de la observación de la dicha primera Regla, dar la obediencia al Ordinario de este lugar, y confiando en la santidad y bondad grande de V.S. después que nuestro Señor se le dio por Perlado, han traído el negocio hasta ahora con gasto de más de cinco mil reales, para lo cual tienen traído breve. Es negocio que me ha parecido bien, por lo cual, por amor de nuestro Señor pido a V.S. lo ampare y reciba, porque entiendo es aumento del culto divino y bien de esta ciudad, y si a V.S. le parece, pues yo no puedo ir a tomar su santa bendición y tratar esto, recibiré mucha caridad mande V.S. el maestro Daza a que yo lo trate con él, o con quien a V.S. le parezca; más a lo que entiendo, esto se podrá fiar y tratar con el maestro y de esto recibiré mucha consolación y caridad....”
-“Era mujer de mucha penitencia y oración y hacíala el Señor muchas mercedes y aparecídola Nuestra Señora y mandóla lo hiciese. Hacíame tantas ventajas en servir al Señor, que yo había vergüenza de estar delante de ella”.
M. Teresa de Jesús le dio las Constituciones de San José de Ávila y ambas procuraron dar forma de comunidad al convento de Alcalá templando sus extremados rigores, casi imposible de soportar...
-Y por fin pudisteis salir de Toledo...
-Salí contentísima deseando estar en Ávila. La misma noche de mi llegada me encontré el despacho para el monasterio y el Breve de Su Santidad Pío IV de 7 de febrero de1562. “Me espanté y se espantaron lo que sabían la priesa que me había dado el Señor a la venida cuando supieron la gran necesidad que había de ello y a la coyuntura que el Señor me traía, porque hallé aquí al Obispo y al Santo fray Pedro de Alcántara y a otro caballero muy siervo de Dios, en cuya casa este santo hombre posaba, que era persona adonde los siervos de Dios hallaban espaldas y cabida”.
-Y llegó el día esperado...
-Loado sea Dios. Todo se hizo con gran secreto, como cuento en el libro de mi Vida. “Todo concertado, fue el Señor servido que, día de San Bartolomé, tomaron hábito algunas.”
Fueron estas, Antonia Henao, que tomó el nombre de Antonia del Espíritu Santo, hija espiritual de San Pedro de Alcántara; María de la Paz, natural de Ledesma, que vivía en la casa de doña Guiomar de Ulloa, donde había conocido a la M. Teresa, y tomó el nombre de María de la Cruz; Ursula de los Santos, de Ávila; María de Ávila, que tomó el nombre de María de San José, hermana del padre Julián de Ávila... Por delegación del señor Obispo, les impuso el hábito el P. Gaspar Daza. La Santa presenció la ceremonia acompañada de sus primas hermanas doña Inés y doña Ana de Tapia, monjas de la Encarnación, que más tarde se harían también descalzas...
Entre los asistentes, estaban Juan de Ovalle y su mujer Juana de Ahumada, que tanto habían ayudado en la fundación.
-“Fue para mi como estar en una gloria ver poner el Santísimo Sacramento...También me dio gran consuelo de haber hecho lo que tanto el Señor me había mandado, y otra iglesia más en este lugar de mi padre glorioso San José, que no la había. No porque a mi me pareciese había hecho con ello nada, do lo hacía el Señor, y lo que era de mi parte iba con tantas imperfecciones, que antes veo había que culparme que no que agradecerme, más érame gran regalo ver que hubiese Su Majestad tomádome por instrumento, siendo tan ruin, para tan gran obra. Así que estuve con tan gran contento, que estaba como fuera de mí, con grande oración”.
-Esta nueva fundación estaba sujeta al obispo de Ávila, no a la Orden del Carmen...
Era el obispo don Álvaro de Mendoza, hijo de don Juan Hurtado de Mendoza, adelantado de Galicia, y de doña María Sarmiento, condesa de Rivadavia...
-Esto era una nueva prueba para mi que quise remediar visitando al padre provincial, fray Ángel de Salazar, rogándole que admitiese en su obediencia el monasterio, pero él por justas causas no quiso, que encaminase el negocio por el ordinario...Todos convinimos en que fuese fray Pedro de Alcántara quien lo negociase con el obispo.
Fray Pedro de Alcántara estaba enfermo, en la cama. Escribió la petición al obispo:
“Al ilustrísimo y reverendísimo señor obispo de Ávila, que nuestro Señor haga santo. El espíritu de Cristo hincha el ánimo de V.S. Recebida su santa bendición. La enfermedad me ha agravado tanto que ha impedido tratar un negocio muy importante al servicio de nuestro Señor, y por ser tal y no quede por hacer lo que es de nuestra parte, en breve quise dar noticia de él a V.S. y es, que una persona muy espiritual, con verdadero celo, ha algunos días pretende hacer en este lugar un monumento V.S. religiosísimo y de entera perfección de monjas de la primera Regla y Orden de nuestra Señora de Monte Carmelo, para lo cual ha querido tomar por fin y remedio de la observación de la dicha primera Regla, dar la obediencia al Ordinario de este lugar, y confiando en la santidad y bondad grande de V.S. después que nuestro Señor se le dio por Perlado, han traído el negocio hasta ahora con gasto de más de cinco mil reales, para lo cual tienen traído breve. Es negocio que me ha parecido bien, por lo cual, por amor de nuestro Señor pido a V.S. lo ampare y reciba, porque entiendo es aumento del culto divino y bien de esta ciudad, y si a V.S. le parece, pues yo no puedo ir a tomar su santa bendición y tratar esto, recibiré mucha caridad mande V.S. el maestro Daza a que yo lo trate con él, o con quien a V.S. le parezca; más a lo que entiendo, esto se podrá fiar y tratar con el maestro y de esto recibiré mucha consolación y caridad....”
-No era muy partidario el obispo de aquella fundación y no disimuló su contrariedad.
-Así fue. Todos quedamos harto contrariados. Entonces fue cuando fray Pedro de Alcántara se levantó enfermo de la cama e hizo que le subiesen a un jumento para ir a tratar personalmente el asunto con el señor obispo que se encontraba en su residencia de verano del Tiemblo. Fray Pedro le dijo que esto era cosa de Dios...
Eso fue lo que le dijo. Y además que fuese a Ávila y tratara el negocio directamente con la madre Teresa de Jesús, a la que el obispo no conocía.
-Y el obispo se fue a Ávila a ver a la madre Teresa...
Cuando a la tarde regresó de su entrevista, en la casa todos se admiraban de ver el cambio del obispo. A todos dijo que “que Dios hablaba en aquella mujer, y venía persuadido a que por ninguna vía dejaría de hacerse la fundación de San José”.
-Y otorgó su licencia.
-Si, esto fue en agosto de 1562.
-Cuando el santo fray Pedro de Alcántara visitó la casa, no pudo menos de decir: “Verdaderamente ésta es propia casa de San José, porque se me representa el pequeño hospicio de Belén”.
En el pequeño altar del convento se puso un cuadro de San José, patrón de la fundación. Había además dos imágenes, de Santa María y de San José, guardando las puertas del convento y de la iglesia, guardianes de la casa. Y una campana, en verdad una campanilla de tres libras de peso. Esa campana fue la que despertó a los avilenses el amanecer del día de san Bartolomé, 24 de agosto de 1562.
-Y el demonio movió el rabo...
-¡Si! Eso fue lo que pasó. Pero todo esto ya lo he contado en mi Vida. Yo temía me pusieran presa. Fueron días muy amargos...
-Y otra vez tuvo el santo fray Pedro de Alcántara que subirse en su jumento...
-Me escribió una carta en la que me decía no temiese la persecución, que el se holgaba de esto, porque con ella aseguraba los fundamentos de la fundación, que todo era señal de que se había el Señor de servir muy mucho en este monasterio....
-Cuatro días después, el 18 de octubre, de rodillas, sostenido por dos frailes, a eso de las seis de la mañana, dio fray Pedro de Alcántara su alma a Dios. “Quedó con los ojos tan claros y abiertos y el rostro tan resplandeciente, que ninguno pudiera juzgar si estaba vivo u difunto.”
- Y ese mismo día se os apareció...
-Se me apareció y me dijo que se iba a descansar. Luego vino la nueva de que hacía ocho días había muerto. Más veces se me aparecería y me diría la gloria de que gozaba, que dichosa penitencia había sido la que había hecho, que tanto premio había alcanzado...No dejaba de animarme a que en ninguna manera tomase renta...
-Y hubo pleito...
-Hubo gran pleito...Pedimos a Roma un escrito diciendo que nos autorizaba a ser convento sin renta, un monasterio pobre...El alboroto del pueblo era grande y no sabíamos que hacer, aunque el Señor me decía en lo interior: “¿No sabes que soy poderoso? ¿Qué temes?”
-Pero todo se solucionó...
-Así lo quiso Dios, quien no permitió que aquella pelea continuase. A mediados de diciembre trajo a Ávila a fray Pedro Ibáñez quien habló con el obispo pidiendo me dejasen volver a San José de donde me habían sacado. El obispo pidió al Provincial que así lo hiciera y llevase conmigo a aquellas religiosas que quisieran vivir en el hábito del Carmen reformado y así lo autorizó el provincial. Yo quedé asombrada de ver de que manera disipó aquella nube. Volví al monasterio ese mismo año, 1562, donde acabé el libro de mi Vida que escribí por orden de fray García de Toledo. Todo lo cuento en él. Solo me llevé de la Encarnación una esterilla de pajas, un cilicio de cadenilla, una disciplina y un hábito viejo y remendado, de lo que dejé firmado un recibo. Lo primero que hice al entrar en San José, fue entrar en la iglesia y saludar con lágrimas al Santísimo Sacramento. Estando haciendo oración en la Iglesia antes que entrase en el monasterio, estando casi en arrobamiento, vi a Cristo que con grande amor me pareció me recibía y ponía una corona y agradeciéndome lo que había hecho por su Madre. Otra vez, vi a Nuestra Señora con grandísima gloria con manto blanco, y debajo de él parecía ampararnos a todas. Entendí cuan alto grado de gloria daría el Señor a las de esta casa.
Días después se recibió en la casa el breve de pobreza que de Roma llegaba con fecha 5 de diciembre de 1562: “Os hacemos gracia que no podáis tener bienes algunos en común o en particular, según la forma de la primera Regla de la dicha Orden, sino que libremente podáis sustentaros de las limosnas y caritativos socorros que por los fieles de Cristo piadosamente os fueren hechos...”
-Madre, ¿y qué pensáis de las almas que se ven obligadas a vivir en el mundo?
-Yo he lástima a gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan.
-¿Y la muerte? ¿No os asusta la muerte?
-Siempre tuve miedo a la muerte, ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso. He visto a muchas almas subir al cielo...
-¿Hábleme de Dios? ¿Cómo es Dios?
-Digamos ser la divinidad como un muy claro diamante, muy mayor que todo el mundo, o espejo, y que todo lo que hacemos se ve en ese diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque nada que salga fuera de esta grandeza. Cosa espantosa me fue en tan breve espacio ver tantas cosas juntas aquí, en este claro diamante, y lastimosísimas, cada vez que se me acuerda, ver cosas tan feas se representaban en aquella limpieza de claridad, como eran mis pecados.
-Así fue. Todos quedamos harto contrariados. Entonces fue cuando fray Pedro de Alcántara se levantó enfermo de la cama e hizo que le subiesen a un jumento para ir a tratar personalmente el asunto con el señor obispo que se encontraba en su residencia de verano del Tiemblo. Fray Pedro le dijo que esto era cosa de Dios...
Eso fue lo que le dijo. Y además que fuese a Ávila y tratara el negocio directamente con la madre Teresa de Jesús, a la que el obispo no conocía.
-Y el obispo se fue a Ávila a ver a la madre Teresa...
Cuando a la tarde regresó de su entrevista, en la casa todos se admiraban de ver el cambio del obispo. A todos dijo que “que Dios hablaba en aquella mujer, y venía persuadido a que por ninguna vía dejaría de hacerse la fundación de San José”.
-Y otorgó su licencia.
-Si, esto fue en agosto de 1562.
-Cuando el santo fray Pedro de Alcántara visitó la casa, no pudo menos de decir: “Verdaderamente ésta es propia casa de San José, porque se me representa el pequeño hospicio de Belén”.
En el pequeño altar del convento se puso un cuadro de San José, patrón de la fundación. Había además dos imágenes, de Santa María y de San José, guardando las puertas del convento y de la iglesia, guardianes de la casa. Y una campana, en verdad una campanilla de tres libras de peso. Esa campana fue la que despertó a los avilenses el amanecer del día de san Bartolomé, 24 de agosto de 1562.
-Y el demonio movió el rabo...
-¡Si! Eso fue lo que pasó. Pero todo esto ya lo he contado en mi Vida. Yo temía me pusieran presa. Fueron días muy amargos...
-Y otra vez tuvo el santo fray Pedro de Alcántara que subirse en su jumento...
-Me escribió una carta en la que me decía no temiese la persecución, que el se holgaba de esto, porque con ella aseguraba los fundamentos de la fundación, que todo era señal de que se había el Señor de servir muy mucho en este monasterio....
-Cuatro días después, el 18 de octubre, de rodillas, sostenido por dos frailes, a eso de las seis de la mañana, dio fray Pedro de Alcántara su alma a Dios. “Quedó con los ojos tan claros y abiertos y el rostro tan resplandeciente, que ninguno pudiera juzgar si estaba vivo u difunto.”
- Y ese mismo día se os apareció...
-Se me apareció y me dijo que se iba a descansar. Luego vino la nueva de que hacía ocho días había muerto. Más veces se me aparecería y me diría la gloria de que gozaba, que dichosa penitencia había sido la que había hecho, que tanto premio había alcanzado...No dejaba de animarme a que en ninguna manera tomase renta...
-Y hubo pleito...
-Hubo gran pleito...Pedimos a Roma un escrito diciendo que nos autorizaba a ser convento sin renta, un monasterio pobre...El alboroto del pueblo era grande y no sabíamos que hacer, aunque el Señor me decía en lo interior: “¿No sabes que soy poderoso? ¿Qué temes?”
-Pero todo se solucionó...
-Así lo quiso Dios, quien no permitió que aquella pelea continuase. A mediados de diciembre trajo a Ávila a fray Pedro Ibáñez quien habló con el obispo pidiendo me dejasen volver a San José de donde me habían sacado. El obispo pidió al Provincial que así lo hiciera y llevase conmigo a aquellas religiosas que quisieran vivir en el hábito del Carmen reformado y así lo autorizó el provincial. Yo quedé asombrada de ver de que manera disipó aquella nube. Volví al monasterio ese mismo año, 1562, donde acabé el libro de mi Vida que escribí por orden de fray García de Toledo. Todo lo cuento en él. Solo me llevé de la Encarnación una esterilla de pajas, un cilicio de cadenilla, una disciplina y un hábito viejo y remendado, de lo que dejé firmado un recibo. Lo primero que hice al entrar en San José, fue entrar en la iglesia y saludar con lágrimas al Santísimo Sacramento. Estando haciendo oración en la Iglesia antes que entrase en el monasterio, estando casi en arrobamiento, vi a Cristo que con grande amor me pareció me recibía y ponía una corona y agradeciéndome lo que había hecho por su Madre. Otra vez, vi a Nuestra Señora con grandísima gloria con manto blanco, y debajo de él parecía ampararnos a todas. Entendí cuan alto grado de gloria daría el Señor a las de esta casa.
Días después se recibió en la casa el breve de pobreza que de Roma llegaba con fecha 5 de diciembre de 1562: “Os hacemos gracia que no podáis tener bienes algunos en común o en particular, según la forma de la primera Regla de la dicha Orden, sino que libremente podáis sustentaros de las limosnas y caritativos socorros que por los fieles de Cristo piadosamente os fueren hechos...”
-Madre, ¿y qué pensáis de las almas que se ven obligadas a vivir en el mundo?
-Yo he lástima a gente espiritual que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es terrible la cruz que en esto llevan.
-¿Y la muerte? ¿No os asusta la muerte?
-Siempre tuve miedo a la muerte, ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso. He visto a muchas almas subir al cielo...
-¿Hábleme de Dios? ¿Cómo es Dios?
-Digamos ser la divinidad como un muy claro diamante, muy mayor que todo el mundo, o espejo, y que todo lo que hacemos se ve en ese diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque nada que salga fuera de esta grandeza. Cosa espantosa me fue en tan breve espacio ver tantas cosas juntas aquí, en este claro diamante, y lastimosísimas, cada vez que se me acuerda, ver cosas tan feas se representaban en aquella limpieza de claridad, como eran mis pecados.
“¡Oh, riqueza de los pobres, y qué admirablemente sabéis sustentar las almas, y si que vean tan grandes riquezas, poco a poco se las vais mostrando! Cuando yo veo una majestad tan grande disimulada en cosa tan poca como es la Hostia, es así que después acá a mi me admira la sabiduría tan grande, y no sé como me da el Señor ánimo ni esfuerzo para llegarme a El; si El no me la diese, ni sería posible poderlo disimular, ni dejar de decir a voces tan grandes maravillas. ¿Pues que sentirá una miserable como yo, cargada de abominaciones, y que con tan poco temor de Dios ha ganado su vida, de verse llegar a este Señor de tan gran majestad cuando quiere que mi alma le vea? ¿Cómo ha de juntar boca, que tantas palabras ha hablado contra el mismo Señor, a aquel cuerpo gloriosísimo, lleno de limpieza y de piedad? Que duele mucho más y aflige el alma, por no haberle servido, el amor que muestra aquel rostro de tanta hermosura con una ternura y afabilidad, que temor pone la majestad que ve en El. Más, ¿qué podría yo sentir dos veces que vi esto qué diré?”
Acabó de escribir la M. Teresa de Jesús el libro de su Vida en junio de 1562, fecha de la fundación del monasterio de San José, de Ávila.
Dos libros más escribió la M. Teresa de Jesús, CAMINO DE PERFECCION, en el que trata de avisos y consejos que da a sus hermanas religiosas e hijas suyas de los monasterios que con el favor de Nuestro Señor y de la gloriosa Virgen Madre de Dios, Señora nuestra, ha fundado de la Regla primera de Nuestra Señora del Carmen. En especial le dirige a las hermanas del Monasterio de San José de Ávila. Que fue el primero de donde ella era priora cuando le escribió.
“ ¡Oh, hermanas mías en Cristo!: ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; éste es vuestro llamamiento; estos han de ser vuestros negocios; estos han de ser vuestros deseos; aquí vuestras lágrimas; éstas vuestras peticiones. No, hermanas mías, por negocios del mundo, que yo me río y aun me congojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar supliquemos a Dios de pedir a Su Majestad rentas y dineros, y algunas personas que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tienen, y, en fin, se hace por ver su devoción, aunque tengo para mí que en estas cosas nunca me oye. Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo –como dicen- pues le levantan mil testimonios; quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No es, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia.”
LAS MORADAS o CASTILLO INTERIOR, fue el otro tratado que escribió M. Teresa de Jesús, monja de Nuestra Señora del Carmen, a sus hermanas e hijas monjas carmelitas descalzas, terminado en su monasterio de San José de Ávila, el año 1577, víspera de San Andrés,
“Aunque no se trata de más de siete moradas, en cada una de éstas hay muchas...”
“Cada vez que leyereis aquí, alabéis mucho a Su Majestad y le pidáis el aumento de su Iglesia y luz para los luteranos; y para mí que me perdone mis pecados y me saque del purgatorio, que allá estaré quizá, por la misericordia de Dios...”
“Punto 5.- Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo, hemos de ver cómo podremos entrar en él. Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. Más habéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo, que a adonde están los que le guardan, y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun qué piezas tiene. Ya habéis oído en algunos libros de oración aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es.”
Después de la fundación del convento de San José de Ávila, la M. Teresa de Jesús fundaría –y con ello llenaría su vida- los conventos (siempre de San José) de Medina del Campo (donde se encontraría con San Juan de la Cruz, aquel padre joven que estudiaba en Salamanca), Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas de Segura, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria... Burgos...
Acabó de escribir la M. Teresa de Jesús el libro de su Vida en junio de 1562, fecha de la fundación del monasterio de San José, de Ávila.
Dos libros más escribió la M. Teresa de Jesús, CAMINO DE PERFECCION, en el que trata de avisos y consejos que da a sus hermanas religiosas e hijas suyas de los monasterios que con el favor de Nuestro Señor y de la gloriosa Virgen Madre de Dios, Señora nuestra, ha fundado de la Regla primera de Nuestra Señora del Carmen. En especial le dirige a las hermanas del Monasterio de San José de Ávila. Que fue el primero de donde ella era priora cuando le escribió.
“ ¡Oh, hermanas mías en Cristo!: ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; éste es vuestro llamamiento; estos han de ser vuestros negocios; estos han de ser vuestros deseos; aquí vuestras lágrimas; éstas vuestras peticiones. No, hermanas mías, por negocios del mundo, que yo me río y aun me congojo de las cosas que aquí nos vienen a encargar supliquemos a Dios de pedir a Su Majestad rentas y dineros, y algunas personas que querría yo suplicasen a Dios los repisasen todos. Ellos buena intención tienen, y, en fin, se hace por ver su devoción, aunque tengo para mí que en estas cosas nunca me oye. Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo –como dicen- pues le levantan mil testimonios; quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el cielo? No es, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia.”
LAS MORADAS o CASTILLO INTERIOR, fue el otro tratado que escribió M. Teresa de Jesús, monja de Nuestra Señora del Carmen, a sus hermanas e hijas monjas carmelitas descalzas, terminado en su monasterio de San José de Ávila, el año 1577, víspera de San Andrés,
“Aunque no se trata de más de siete moradas, en cada una de éstas hay muchas...”
“Cada vez que leyereis aquí, alabéis mucho a Su Majestad y le pidáis el aumento de su Iglesia y luz para los luteranos; y para mí que me perdone mis pecados y me saque del purgatorio, que allá estaré quizá, por la misericordia de Dios...”
“Punto 5.- Pues tornando a nuestro hermoso y deleitoso castillo, hemos de ver cómo podremos entrar en él. Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima, claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. Más habéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo, que a adonde están los que le guardan, y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun qué piezas tiene. Ya habéis oído en algunos libros de oración aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es.”
Después de la fundación del convento de San José de Ávila, la M. Teresa de Jesús fundaría –y con ello llenaría su vida- los conventos (siempre de San José) de Medina del Campo (donde se encontraría con San Juan de la Cruz, aquel padre joven que estudiaba en Salamanca), Malagón, Valladolid, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba de Tormes, Segovia, Beas de Segura, Sevilla, Caravaca, Villanueva de la Jara, Palencia, Soria... Burgos...
-“Había más de seis años que algunas personas de mucha religión de la Compañía de Jesús, antiguas y de letras y espíritu, me decían que se serviría mucho Nuestro Señor de que una casa de esta sagrada Religión estuviese en Burgos...”
Ya tenían hablado este asunto de la casa el obispo de Palencia, antiguo de Ávila, don Álvaro de Mendoza, y el nuevo arzobispo de Burgos, don Cristóbal de Vela, que venía de Canarias y era de Ávila, hijo del virrey del Perú. Un hermano del virrey había sido su padrino de bautismo. Ambos prelados conversaron durante una comida, en Valladolid, sobre la conveniencia de esa fundación. La M. Teresa estaba convencida de que la fundación estaba resuelta y pronto podría emprender la de Madrid, tal vez...También la urgían desde Granada para que visitase la ciudad, tenía cartas de la M. Ana de Jesús hablándole de la necesidad de esa visita y el mismo P. fray Juan de la Cruz había venido a verla con esa misma intención. Pero, aunque mucho lo quisiera, no estaba en sus planes hacer ese viaje. Tampoco tenía salud para emprenderlo. Mucho lo sintieron en Granada.
Emprendió la M. Teresa el viaje a Burgos desde Palencia con un grupo de monjas. Malos eran los tiempos. Muchas las nieves y las lluvias. Era una temeridad hacer ese viaje en lo peor del invierno, en un paisaje de desolación. Lo hizo por instancias divinas: “No hagas caso de esos fríos, yo soy la verdadera calor”, oía en su alma. Y por eso decidió la aventura, atraída también por las llamadas de Catalina de Tolosa, madre de monjas, y sus amigas, ansiosas de verla en Burgos. Con los años también Catalina sería descalza en su ciudad.
-“Pues, con esta ocasión, era tanta la priesa que me daban estas santas mujeres que, a mi querer, luego me partiera, si no tuviera negocios que hacer...”
Los caminos estaban intransitables. No iba con ellas el Provincial quien tanto se enojaría luego con la M. Teresa por emprender ese viaje temerario. Recios eran los fríos, recias las muchas lluvias, leguas y leguas de grandes lagunas, los carros como pequeños barcos de lona arrastrados por la corriente que borraba los caminos. Nunca habían visto M. Teresa y sus monjas el mar, ni sabían nada del océano del que tanto hablaban los indianos, pero estaban seguras de que eran como este del Arlanzón desbordado...
-“Cerca de Burgos, el agua era tanta, que sobrepasaba los pontones y no se sabía por donde se caminaba, agua de una y otra parte muy honda...”
Necesitaron la ayuda de guías y carreteros, espantados de ver las viajeras empapadas de lluvia...
-Íbamos ocho...
Por fin entraron en Burgos. Se fueron lo primero a ver el Santo Cristo de Burgos, que está en la iglesia de los PP. Agustinos. Mucho tenían que pedir y agradecer.
-Era aquel día viernes, 26 de enero...Noche ya, vino en nuestra busca Catalina de Tolosa y nos llevó a su casa donde nos tenía preparadas unas lumbres para secarnos y calentarnos...Yo tenía tanto frío que me arrimé demasiado a la lumbre y el agua que llevaba en mi ropa se me hizo vapor y mucho mal. Esa misma noche me dio un vahído y varios vómitos que, como tenía la garganta enconada, se me hizo en ella una llaga que me hacía escupir sangre y no pude levantarme al otro día y tuve que recibir mis visitas por la reja de una ventana, tapada con un velo...
-El Padre Provincial fue a ver al Arzobispo...
-Fue a pedirle su bendición pensando que con esto todo quedaba hecho...
-Y no fue así...
-No. Su Ilustrísima estaba enojado por habernos presentado en la ciudad con tantas monjas, sin casa y sin renta. Sus quejas mayores eran contra mí. Dijo que si no teníamos casa ni renta, ya nos podríamos tornar porque no daría licencia...¡Que nos tornáramos!
-¡Bonitos estaban los caminos para tornar!
Hubo mucha gente que le quisieron ayudar, la misma Catalina estaba empeñada en donarle su hacienda. Era mujer piadosa, viuda de un mercader, que tenía todas sus hijas en las descalzas de Valladolid y Palencia y ella misma lo sería.
-Como no podíamos tener misa en casa y no era posible salir a la calle descalzas caminando por el lodo y los charcos y mucha gente nos trataba mal, íbamos a misa los domingos y días de guardar muy temprano, cuando nadie nos veía. Luego nos dejaron dos estancias y una cocina en la parte alta del hospital de la Concepción, fuera de la ciudad, donde oíamos la santa misa por un balconcillo. Todo en tanto se arreglaba lo de la casa...No por eso se acabaron los problemas que en aquel hospital, con realquilados con nosotras, había que andarse con ojo...
-Fue una buena experiencia...Allí vimos lo que es sufrimiento...¡Dios mío, lo que es ver tu cruz en medio de tantas gentes! Eran muchos los malos olores, los gritos, las sabandijas y ratones y hasta piojos...La M. Teresa bajaba muchas veces a consolar a aquellos desgraciados...La Madre atraía a muchas gentes, tenía un halo especial, no era de acá...A todos consolaba...
-Providencial fue el encuentro con el licenciado Aguiar.
-Nuestro médico nos proveyó de casa y fue nuestro fiador. La encontramos por fin junto a la iglesia de San Lucas, extramuros, junto al río. A todo esto seguíamos sin licencia, que cada día decía una cosa el arzobispo... Todas queríamos ya salir de aquel hospital...Tuvimos que pedir ayuda a otros conventos...Venía a veces el arzobispo a ver la casa y las obras que hacíamos y a todo ponía inconvenientes... No se sabía como acertar...
-Y no daba la licencia...
-Ni para decir misa...Seguía obstinado...
-Hasta que...
-Hasta que vino a la casa un caballero, Hernando de Matanzas, con la licencia por fin del arzobispo...Antes de decirnos nada, se fue hacia la cuerda de tañer la campana y la hizo repicar...De la mucha alegría, todas nos echamos a llorar...
La licencia tenía fecha 18 de abril y decía:
“Don Cristóbal Vela, por la Santa Sede Apostólica arzobispo de Burgos... Por la presente permitimos y damos licencia a vos, la M. Teresa de Jesús, y religiosas de la Orden de Nuestra Señora del Carmen de las Descalzas, para en el sitio y casa que habéis comprado, donde estáis recogidas... podáis hacer, plantar y edificar un monasterio e iglesia de dicha Orden, para habitación y morada vuestra y de las que después de vos sucedieren...”
Todavía, un 24 de mayo, día de la Ascensión, ocurriría en la ciudad un suceso trágico como la tremenda riada del Arlanzón, que anegó toda la vega donde las descalzas tenían su convento. Una tromba de agua cayó sobre los muros del monasterio de manera que todos temían a cada momento que la casa fuera arrastrada por la corriente. Aconsejaron a la M. Teresa que abandonara la casa como habían hecho otros monasterios y ella no quiso: puso el Santísimo Sacramento en una pieza alta y todas se pusieron a rezar letanías. La gente asistía aterrada lo que estaban viendo y, cuando el arzobispo lo supo, dijo: Dejen a Teresa de Jesús, que tiene salvoconducto para salir cuando quisiere”. No pasó nada, el monasterio quedó en pie y la ciudad quedó sobrecogida. La M. Teresa de Jesús se convirtió en el corazón de la ciudad. Dicen que por esos días, Dios le dijo a Teresa: “Si no hubiera creado los cielos, sólo por ti los criara”. Todos se sentían deslumbrados con la fuerza de su espíritu. Por otro lado era inocente como un niño de dos años...
-Y llegó el día de tener que marcharse...
-Me lo dijo el Señor después de comulgar, me dijo el Señor: ¿En qué dudas?, que ya esto está acabado; bien te puedes ir...Me consoló ver que el Arzobispo y el obispo quedaron muy amigos y dio el hábito a una hija de Catalina de Tolosa y a otra monja, doña Beatriz de Arceo, viuda de don Hernando de Venero, que profesó con el nombre de Beatriz de Jesús...Todavía me dijo el Señor que me quedaba otro mayor trabajo...
-¿Sintió dejar aquella casa?
-Sí que lo sentí. Antes de partir la estuve contemplado, pensando que quedaba bien asentada. Ahora podría abordar la fundación de Madrid...
Partieron de Burgos el 26 de julio, día de Santa Ana, del año 1582, partió rodeando antes la casa subida en su cabalgadura, presintiendo que ya nunca más la vería. Iban con ella su enfermera, Ana de San Bartolomé y su sobrina Teresita. Su médico, el licenciado Aguiar, la acompañó hasta el monasterio de Santa Clara, donde pidió su bendición y la vio partir. Al verla partir, la gente salía a su paso para besar su mano y recibir su bendición. A su confesor le dijo “que se iba a morir”.
Verano y mucho sol. La M. Teresa llevaba prisa. Sabía que tenía poco tiempo y estaba empeñada en fundar en Madrid. También quería llegar a Ávila y que profesase su sobrina Teresita, la indiana, ahora novicia. La primera etapa sería Palencia, donde llegaron a los dos días. Se encontró bien en Palencia, menos calurosa, donde se le aliviaron las molestias de su garganta. Tuvo la suerte de reencontrarse con muchos amigos muy queridos. Conversó de todo con Fray Juan de las Cuevas. Valladolid, el 25 de agosto. ¡Mal encuentro en Valladolid con la suegra de su sobrino dispuesta a hacerse con la herencia del convento de san José de Ávila en favor de don Francisco de Cepeda. Aquella terrible mujer fue como un huracán en su vida...Vino a descomponer los últimos años de la M. Teresa. Se vio abandonada incluso de su sobrina Teresita que la dejó...Siguieron para Medina... Su corazón sangraba tristemente...Aquí se despidió con mucho amor de todas sus hermanas...Ahora si que estaba segura de que corría en busca de la muerte...Se iban sumando las contrariedades...Había una carta de su prelado fray Antonio de Jesús, quien le mandaba que fuese a Alba de Tormes, a ruego de la duquesa de Alba quien le pedía estuviese presente en el nacimiento de su nieto, que estaba en el octavo mes...
-Mucho os importunó aquella carta; vuestro deseo era llegar cuanto antes el convento de Ávila. Ese alto en Alba de Tormes venía a romper vuestros planes, hubierais querido demorar ese viaje, pero allí estaba ya la carroza de la duquesa esperándoos...
-Yo me encontraba ya muy mal, sabía que la vida se me estaba terminando y quería antes arreglar algunos asuntos en Ávila, donde era priora...
-Salieron de Medina de madrugada, el 19 de septiembre, en la carroza de la duquesa.
-Si. Me acompañaban el P. Antonio de Jesús y fray Tomás de la Asunción. El camino era malo, quince leguas y yo iba muriéndome, iba sin darme cuenta de nada y con mucha calentura.
-Tampoco habíais tomado nada...
-Iba muy quebrantada...
-Nada pudisteis comer en toda la jornada...
Se acercó a la carroza el P. Antonio con su cabalgadura y preguntó a la Madre qué le pasaba viéndola tan callada.
-Perdóneme, -le dijo- que como quiero con tanta ternura a la duquesa, no me hallo con ánimo para oír decir que está en aprieto, y voy suplicando al Señor la haya ya alumbrado cuando lleguemos...
(“Algunas veces le digo con toda mi voluntad: Señor, o morir o padecer, no te pido otra cosa para mí. Me consuela oír el reloj, porque me parece que me estoy acercando un poquito más para ver a Dios, al ver que se ha pasado aquella hora de la vida.”)
Atardeciendo, la carroza se detuvo en Aldeaseca donde buscaron posada.
-Aquí dijo vuestra enfermera que os dio un desmayo y que os quejasteis de dolores. A todos disteis lástima veros.
-“No se halló cosa que comer y ella se halló con gran flaqueza, díjome: Hija, deme, si tiene algo, que me desmayo. Y no tenía sino unos higos secos, y ella estaba con calentura. Yo di cuatro reales que me buscasen dos huevos, costasen lo que costasen. Yo cuando vi que por dinero no se hallaba cosa, que me lo volvían, no podía mirar a la Santa sin llorar, que tenía el rostro medio muerto”...
-“No llores, hija, que esto quiere Dios ahora”...
-Decía que estaba contenta con un higo que había comido...
Y esa noche, entre once y doce nació don Fernando Álvarez de Toledo, hijo de don Fadrique de Toledo y de la señora doña María de Toledo...Era un nacimiento prematuro que a todos sorprendió. Ya no tenía motivos para llegar a Alba y quedarse con los duques... Reemprendieron el camino a la mañana y, en Arauzo, a las orillas de un río, en una huerta, hallaron provisiones para comer: berzas cocidas con cebolla...
Ese mismo día, por la tarde, víspera de San Mateo, entraba en Alba la carroza de la duquesa con la M. Teresa de Jesús tan quebrantada, que a su parecer, dijo a sus monjas, “no tenía hueso sano”.
-“¡Oh, váleme Dios, hijas, y qué cansada me siento, y qué de años ha que no me acosté tan temprano! Bendito sea Dios, que he caído mala entre ellas!”
La verdad es que la hicieron acostar. Vinieron los médicos que luego “la desahuciaron, cosa bien dura para mí y más por ser en Alba”, dijo su enfermera Ana de San Bartolomé. “El mal fue un flujo de sangre, de lo cual se entiende que murió.”
Al día siguiente se pudo levantar a misa y comulgar. Decían que había sido por los golpes del camino. Ocho días duró su agonía, sin dejar de pensar en el convento de San José de Ávila y e n como solucionar sus problemas...
-Dos días antes de morir –contó su enfermera- me dijo mi muerte es llegada... Ese día estuvo desde la mañana sin poder hablar. Por la tarde, el P. Antonio, uno de los primeros descalzos, me mandó tomar alguna cosa...No bien hube salido, la Madre se puso muy desasosegada, volviendo los ojos a todas partes. El Padre le preguntó si quería que yo viniese y por señas dijo que si. Me llamaron y, al verme, me miró sonriendo, mostrándome tan buena gracia, que me tomó las manos, y puso su cabeza entre mis brazos, y en ellos la tuve hasta que expiró.
María de San Francisco, que también se hallaba presente, monja de la Encarnación de Alba, contó que “a las cinco de la tarde, víspera de san Francisco, pidió el Santísimo Sacramento, y estaba ya tan mala que no se podía revolver en la cama, sino que dos religiosas la volviesen, y mientras que no venía el Viático, comenzó a decir a todas las religiosas, puestas las manos y con lágrimas en sus ojos: Hijas mías y señoras mías: por amor de Dios les pido tengan gran cuenta con la guarda de la Regla y Constituciones... Y en este punto acertó a llegar el Santísimo Sacramento y, con estar toda rendida, se levantó encima de la cama, de rodillas sin ayuda de nadie, y se iba a echar de ella si no la tuvieran. Y poniéndose el rostro con grande hermosura y resplandor, e inflamada en el divino amor, con grande demostración de espíritu de alegría, dijo al Señor cosas tan altas y divinas, que a todos ponía gran devoción...”
No dejaba de repetir: “Muero hija de la Iglesia, gracias Señor por haberme hecho hija de la Iglesia” y pedía a las monjas que le ayudasen a salir pronto del purgatorio...
La duquesa de Alba, la vieja, la visitó varias veces.
El P. Ribera cuenta que, cuando murió la Santa, “quedó su rostro hermosísimo, sin arruga ninguna, aunque solía tener hartas, todo el cuerpo muy blanco y también sin arrugas, que parecía alabastro; la carne tan blanda y tan tratable como la suelen tener los niños de dos o tres años... Y sus miembros se mostraban tan blandos y tan tratables a los que los tocaban, que parece tenía la ternura de la niñez y se veían hermoseados con manifiestas señales de inocencia y santidad. De todo el cuerpo salía un olor suave...”
Lejos de Alba, en los conventos por ella fundados, aquella misma tarde de su muerte, sucedieron fenómenos extraños... En Alba se vio una luz vistosa y muy clara sobre la cerca del monasterio... Las manos de la Santa abrazaban un crucifijo que no se pudieron arrancar... Catalina de la Concepción vio “una procesión de personas vestidas de blanco muy resplandecientes” que las monjas interpretaron eran “los diez mil mártires”, devoción antigua de la Santa... Otra monja vio salir de la boca de la Santa al morir una paloma blanca...En Segovia, Isabel de Santo Domingo oyó esa noche una voz que le dijo: “Hija, no muero, sino vivo en eternidad”. Y Ana de Jesús, la priora de Granada, fundadora en Francia, que no sabía nada de la muerte de la Madre, contó que esa noche vio “junto a la cama una monja con nuestro hábito, de la misma manera que andamos, tan gloriosa y cubierta de resplandor, que no me dejaba percibir bien el rostro, más mirándola decía: Yo conozco esta monja. Y ella sonreía y acercábaseme más. Y mientras más cerca, menos la podía ver, porque a mi parecer me estorbaba el gran resplandor que traía en todo el cuerpo, y más el de la frente, que de sien a sien era excesivo”... Contó aquello a fray Juan de la Cruz y, días después, sup ieron que la Santa había muerto en Alba de Tormes...
Y parecido en todos los monasterios...
La freila Catalina Bautista ayudo a meter el cuerpo de la Madre en el ataúd y vio que solo llevaba vestido el hábito de su Orden... Aquella noche velaron su cadáver sus monjas y los dos descalzos, los PP. Antonio y Tomás.
Acabados los oficios litúrgicos del sepelio, el féretro fue enterrado a toda prisa entre las dos rejas del coro bajo. Pero esa es ya otra historia...
José ASENJO SEDANO.- Del libro inédito "Contemplativos".
No hay comentarios:
Publicar un comentario