En abril de 1985, ¡cuánto ha llovido!, publiqué en ABC de Sevilla el siguiente artículo dedicado al gran novelista Manuel Halcón, académico de la Lengua, artículo que forjaría nuestra amistad ya que, desde entonces, pasamos a llamarnos primos y lo fuimos hasta el final de su vida, que todo lo borra. Halcón era todo un señor andaluz.
“El hombre le ha dado, sin saberlo, alma al espejo”, escribe Manuel Halcón en su novela “Monólogo de una mujer fría”. Quizá porque el espejo nos desdobla, nos muestra la cara oculta, real, irreal, que nunca vemos. O tal vez porque en el otro, o en la otra, podemos imaginar todo aquello que acaso nos hubiera gustado ser. Lo normal es que pase sus horas frente al espejo aquel o aquella que está satisfecho/a con su físico. Encantado, como Narciso, con su imagen.
Sólo una vez, que se sepa, se atrevió Diego Velásquez a pintar un desnudo y, para hacerlo, delicadamente lo puso de espaldas. Era un desnudo íntimo. Venus en divina contemplación, en culto personal. El pintor, para hacer el retrato, sospechamos que, pudoroso, se colocaría detrás de una cortina, adorador de ese instante místico de la diosa.
Muy diferente de la Maja de Goya, exhibidora y pecaminosa, más pendiente de los ojos de los demás, que del casto y frío ojo del espejo impoluto, al que desprecia. La Maja es gustadora de tentaciones y codicias, seguramente porque no es mujer de monólogo, sino mujer de escaparate y diálogo. No hay pudor en la Maja.
Todo esto se me ocurre a propósito del desnudo literario de Anita Peñalver –“espléndida, soberbia, armoniosa”- que comienza a mirarse en el espejo como una gracia rubeniana y flamenca y acaba “por fijarse” en un solo espejo, el central del tríptico, donde aparece pletórica y exultante. Anita, con torbellino, no es más que una amante a la española, tan lejos de una amante a la francesa. Anita es capaz de todo por ese amor que fija y nos fija, que la hace capaz de las mayores locuras. De ahí su generosidad, de su romanticismo y beatería.
Pero a mí, lo que más me llama la atención de esta novela modelo de Manuel Halcón, tan equilibrada y clásica, es esa querencia campera que trasciende de sus páginas. Es Anita, pero también es Andalucía. “¡Qué pacífico está el campo! Solo aquella cuadrilla lejana. ¿Qué hacen esas cuadrillas?” Andalucía, como la Venus velazqueña o la Anita de Halcón, también se tiende desnuda cara al espejo del río en soliloquio amoroso y blando. Y huele, es curioso, a suya, a poleo, jaramago o arvejana.
Mucho de común tiene la mujer y el campo. Tanto que, a veces, leyendo el “Monólogo”, no estaba seguro de estar ante la uno o el otro. Se notaba mucho ese manso olor de la tierra húmeda, de la tierra caliente, ardorosa, tan a punto. “¡Qué prodigio! Llegar tan tarde y aún a tiempo”. Llegar siempre. Tal vez por eso sea esta novela –en sus bodas de plata- tan novela del Sur. Tan nuestra.
José ASENJO SEDANO
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