viernes, 14 de noviembre de 2008

MARTIN, EL SANTERO DEL SALIENTE





-Martín.


Estaba apontocado en el muro de travertino del santuario y miraba el horizonte con ojos de pájaro asustado. ¿Qué hacía allí con las manos enlazadas, los ojos ennieblados, siguiendo el vuelo de los aguiluchos que pasaban dando gritos sobre la cumbre pelada?...


Me dijo que se llamaba Martín. Como era invierno y habíamos subido peregrinos al Saliente, hacíamos sobremesa tomando el sol en la plaza. Había manchas de nieve en los repechos del Roel, a mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Me dijo que tenía hechos muchos caminos. Se miró las suelas de los zapatos como para que viera las huellas que llevaba impresas. Sonrió y se quedó mudo, pendiente de las colinas desérticas.
-Poca vida por aquí,-comenté.
-Poca.
-Pero usted hizo su petate y se vino...


Volvió a su sonrisa y a medir con la mirada el espacio de tierra que cubría con sus pies. Era la tierra que le correspondía: lo que podía abarcar con las suelas. A veces no merece la pena caminar tanto, se rompen los zapatos y no por eso se tiene más...
-No.


Fuí yo el que ahora se echó a reir. Los caminos, al cabo, van siempre con nosotros. Hay caminos largos y caminos cortos y hay caminos que no llevan a ninguna parte.


-Otros...
-Otros pueden traernos aquí.
Bajó la cabeza y asintió. Esa era su historia.
-Pero antes tuve que ir a muchos sitios.
Abrió los brazos como si quisiera mostrármelos.
-¿Dónde estuvo usted?
-Por ahí...
Los ojos retornaron a su mapa personal; a sus pies y a sus manos. Más abajo, donde están todas las cosas.
Sabía lo que pretendía decirme con ese gesto.


-¿Cómo fue que no se casó?,-se me ocurrió preguntarle. Supuse que no era de aquí.-Porque usted vive solo, no tiene a nadie...


-Yo soy de Martos,-me dijo.- Tuve mi novia allí, y antes de que pudiéramos casarnos, se me murió.


-¿Se le murió?


-Se me murió.


Se le borró la sonrisa y una nube triste sobrevoló su mirada. Había sido el sepulturero de Martos y, cuando ella se murió, tuvo que enterrarla.


-¿Usted la enterró?


Mis palabras se hicieron eco de las suyas. Levantó los ojos y vi como aquellas nubes se hacían de nieve.


-Por eso me marché de Martos. No sabía adónde ir...Me hubiera gustado morirme...


-Y andando andando fue usted a parar a otro cementerio...


-Era como si me buscaran.


Me contó que fue a Guadix. En Guadix el cementerio está al resguardo de un monte envejecido. Es tierra de otra tierra. Uno espera ver salir de la arcilla fémures y húmeros milenarios. El monte se agrieta por la lluvia y el viento toca aquí su arpa fúnebre. Las nubes, sobre las tapias y los cipreses, pasan con sus alas de silencio...


-Y se quedó a vivir con los Hermanos Fossores de la Misericordia...


-Me contaron que había unos hombres santos que enterraban a los muertos. Y me quedé con ellos.


Cuando el duelo familiar llega a las puertas del cementerio, los Fossores se hace cargo del difunto y lo lleven con rezos a la sepultura.


-Es como en la iglesia...


-Eso.


-Pero un día se fue...


-Me fuí. Cuando abría una tumba, me parecía que la desenterraba...No podía...


-Y otra vez al camino...


-No tenía a nadie. ¿Qué podía hacer?


Oyendo el viento de los caminos, el repicar lejano de las campanas, viendo el paso de las nubes y las noches estrelladas, comencé a sentir dentro la voz de Dios...


-¿Le llamaba Dios?


-Lo buscaba y Él venía a mi encuentro. Soñaba que era como mi madre. Me quitaba las lágrimas y me hacía dormir en sus brazos. Era como un perro fiel.


-¿Dios?


-No, yo.


-¿Le gustan los perros?


-Una noche oí una voz que me decía: Martín, vete al Saliente, allí está tu madre esperándote. Y me vine aquí.


-¿Conocías el santuario?


-No, fuí preguntando.


Una mañana, saliendo el sol, lo vio desde lejos y el corazón le dijo que lo había encontrado.


-Subí y vi abierta la puerta del santuario. Entré y me puse de rodillas. Allí estaba la Virgen:Le dije: ¡Madre!. Y ella me sonrió. Sabía que era ella.


Estaba Martín acompañado de otro santero. Me contaron que vivían de la limosna de gentes piadosas del lugar. Nunca bajó Martín del santuario. Permanecía horas y horas delante de la imagen de la Virgen a punto de vuelo y, cuando de noche se iba a su celda, antes subía al camarín y besaba sus pies...


-Le digo: Madre, ¿quiere usted algo de mi? Ella me sonríe y me dice: Anda, vete a descansar. Pero a la medianoche vengo callandico y la encuentro rodeada de ángeles que la suben y la bajan de cielo, que la mecen y le cantan y yo me echo a llorar, ¿sabe usted? Yo le digo: Madre mía, cuando me muera, quiero morir a tus pies...Yo tambien quiero subirte al cielo...¡Llévame contigo!...




Y la Virgen se lo llevó como él quería. Fue durante una misa de peregrinos. El santero Martín subió al camarín a depositar un ramo de flores y, todos vieron como de repente se desplomaba y quedaba exánime a los pies de la Virgen...Fue así como murió.
JOSÉ ASENJO SEDANO

(Relato histórico, publicado en la obra "Cuentos del Santuario del Saliente", Colección Batarro, Albox (Almería), 2003. Texto corregido)

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