Los franceses son siempre sorprendentes, también en su catolicidad. En plena etapa del Terror, en un lugar perdido próximo a Lyon, mientras en esta ciudad la guillotina segaba cabezas sin descanso, una familia de campesinos, los Vianney, se dedicaban a salvar perseguidos de la temible revolución. Se cuenta en el libro apasionante que escribiera el Vicario de Nantes, señor Trochu, El cura de Ars, basado en los documentos de su proceso de beatificación y canonización. La edición española de 1984, lleva un interesante prólogo del obispo de Málaga, el famoso don Manuel González, en los altares. “Un buen cura, escribe, es la mejor acción social de un pueblo”. Y comenta que, “un cura de pocas letras, de no atrayente figura, de carácter más bien seco y rigorista que dulce y contemporizador, llega a un pueblo indiferente, vicioso, rutinario, apático, rebosante de odios y prejuicios revolucionarios, y sin ejercer otro oficio ni otras funciones que las de cura como la Iglesia los quiere, hace de su pueblo, de todo su pueblo cuanto quiere...”
Se refiere a Juan María Bautista Vianney, fruto de esa familia acogedora, campesino, a quien Dios le diera la vocación de ser cura, pero no la sabiduría humana para conseguirlo. Era muy torpe para los estudios, especialmente el latín que no consiguió aprender nunca. Tanto, que ya con casi treinta años, imposible de franquear esa barrera, en el Seminario de Lión deciden que abandone los estudios y se dedique a otra cosa. No era esa la opinión de su párroco, el señor Balley, que conocía bien las virtudes de su feligrés, que llegó a hacer la promesa de caminar cien kilómetros enteramente pobre viviendo sólo de la limosna, para suplicar a san Francisco de Regis le ayudase a superar el latín, aventura en la que estuvo a punto de perder la vida. Tiempos difíciles en Francia, nadie le quiso socorrer en el camino. Al regreso de nuevo a su pueblo, conmutada la promesa a cambio esta vez de ir dando limosnas en vez de pedirlas, lo esperaban todos los vecinos de Ecully con el párroco a la cabeza, que habían permanecido esos días en oración por Juan B., conociendo su profundo deseo de alcanzar la tonsura.
Como pasa tantas veces en la vida, Dios escribía su vocación por caminos en apariencia contrarios. Juan María, ni con promesas, conseguía superar lo naturalmente imposible en su caso. No tenía dotes para el estudio. En tanto se acentuaba en su vida la imagen del asceta, el hombre piadoso de heroica actitud religiosa, que tanto impacto hacía entre sus gentes. Era evidente que el joven campesino nunca sería cura y comenzó a pensar en hacerse religioso...
Pero no, su vocación no era esa. Lo sabía bien el sr. Balley, su cura maestro y protector, que conocía el alma del muchacho. Por eso, volvió al Seminario con la intención de esforzarse y ver si podía esta vez superar la prueba, que no superó. Imposible. Pero, como decimos, tenía Dios sus planes sobre su vida y un hecho histórico tan importante como la caída de Napoleón en Leipzig, hace que el arzobispo de Lion, tío del emperador, marche a Roma haciéndose cargo de la diócesis temporalmente, el vicario Sr. Courbon, amigo del párroco, quien aprovecha, una vez más, la ocasión para hablarle del caso Juan Maria B. Vianney. Acepta el vicario examinarlo personalmente y he aquí el resultado:
-¿Juan Bautista es piadoso? ¿Es devoto de la Santísima Virgen?¿Sabe rezar el Rosario?,-pregunta.
-Si,-contesta el párroco,-es un modelo de piedad.
-¿Es un modelo de piedad? Pues bien, yo le admito. La gracia de Dios hará lo que falte.
“Nunca el señor Courbon- escribirá su biógrafo- estuvo más inspirado.”
La primera misa de Juan María tendría lugar el 14 de agosto de 1818, víspera de la Asunción. Tenía 29 años. Desde este momento se consideró, “un vaso sagrado destinado exclusivamente al ministerio divino”. Se convirtió en el más pobre de los pobres. Su párroco le había señalado el camino y santa Filomena, joven mártir romana, los misterios de la santidad. Después de pasar dos años con su párroco, muerto éste, sería enviado a la aldea de Ars, lugar desolado y perdido, una especie de Siberia francesa, un destierro que para Juan Maria fue la cuna de su santificación. Le avisaron: “No hay mucho amor en esta parroquia, tú procurarás introducirlo”. Y esa fue su misión ministerial hasta su muerte. Cuarenta casas, un castillo, un bosque de robles y abedules, caminos infestos y pantanosos...El Cura de Ars, “tenía espíritu de conquista”.
El 13 de febrero, domingo, tomaría posesión de su curato. Día gris, toda la aldea permanecería pendiente de aquel cura campesino, nada agraciado, de estampa ridícula, hasta que le vieron subir al altar, comprobando como se transformaba y hasta parecía hermoso revestido con sus ornamentos...”Tenemos una iglesia muy pobre, diría conmovido el alcalde, pero nos ha venido un párroco muy santo...”
Así comenzó la apasionante historia del santo Cura de Ars, patrono del clero universal que, naturalmente no cabe en este comentario...Después de unos años de persecución religiosa, la figura del Cura de Ars fue como una luz en los campos de Francia, las peregrinaciones desde todo lugar para oír su palabra y recibir su absolución, su confesionario de incansables horas atrajo a todo el país.
Falleció el 4 de agosto de 1859. Tenía 73 años. Todos los caminos de Francia se llenaron de peregrinos para despedir a su santo. El 8 de enero de 1905, san Pío X lo elevaría a los altares ante el júbilo de toda Francia.
Desde su confesionario y clarividencia, supo ver el corazón de la misericordia, proclamado años después por el gran Papa Juan Pablo II.
José ASENJO SEDANO
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