sábado, 19 de julio de 2008

TERESA DE LISIEUX, FLOR DEL CARMELO











Después de la madre Teresa de Jesús y de Fray Juan de la Cruz, pasados los años, el Carmelo daría su flor más delicada: Teresa de Lisieux, descalza del convento carmelita de Lisieux.
Siendo muy niña, dando un día un paseo con su padre por Lisieux, entraron en una capilla en la que se venera una imagen de la Virgen del Carmen y otra de San José. Era mucho el silencio y su padre, con voz apagada, señaló a la niña la reja de la clausura donde se veían hábitos monjiles.
-Mira,- le dijo,- son las monjas.
-¿Y qué hacen?,- preguntó la niña.
-Dan gloria a Dios. Son contemplativas...
No pensaría, entonces, que pasados unos años, ella sería también una religiosa como estas y que lloraría lágrimas por conseguirlo.



Para redactar este capítulo, me he rodeado de diversos libros sobre Teresa de Lisieux, de sus Obras, de alguna biografía y de otros textos y notas sobre su figura, su tierra y otras historias. Por ejemplo, dos biografías de Napoleón quien, en 1798 emprendió su campaña de Egipto y el 17 de marzo de 1799 llegaba a Haifa y rodeaba el monte Carmelo y ponía sitio a los muros de Acre. Más de setecientos kilómetros desde El Cairo en una aventura desastrosa pese a sus éxitos científicos. El 20 de mayo se vio obligado a levantar el cerco y regresar a Egipto con un ejército maltrecho, dejando en el camino millares de heridos y enfermos, continuamente asaltados por beduinos sangrientos que al decir de Dimitri Merejkousky, “revoloteaban en derredor de las tropas como tábanos en torno a las bestias de carga llenas de mataduras”. Dos mil enfermos y seis mil hombres faltos de caballos, se arrastraron por el desierto. “Desde la cima de una colina, hasta la caída de la noche, con un rencor melancólico –escribe Emil Ludwig, el otro biógrafo- contempló Napoleón la fortaleza inexpugnable.”


Tengo a mano también una Guía de Tierra Santa, mi compañera de viaje a esta tierra y mi visita a Haifa y al Monte Carmelo. Desde la cima, se contemplaba el puerto de Haifa metido en la bruma y los muchos buques fondeados en sus radas. Allá, en la bahía, como en un sueño, las poblaciones de Acre y Nahariya, sueños de Napoleón. Acá, en la cima del monte, el monasterio carmelita construido en 1828 por monjes italianos sobre las ruinas del que destruyeran los turcos de Abdalall, bajá de Acre. Delante del monasterio existe una pirámide donde recibieron sepultura muchos de aquellos inválidos que Napoleón tuvo que abandonar y asesinó Ahmed Jazzar...
Penetré en su iglesia –el convento dedicado al profeta Elías- y contemplé con gozo las dos estelas de mármol blanco, a un lado y otro de la cueva, con textos de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz. En el altar, impresionante, una preciosa imagen de la Virgen María hecha en madera de cedro, la cabeza de porcelana...
Pero echaba de menos algo en este monasterio y un carmelita italiano que me observaba, a una seña de su mano, me condujo por una escalera a una capilla interior donde me mostró lo que buscaba, la imagen de Santa Teresa de Lisieux, la flor del Carmelo...Ahora, el cuadro quedaba completo...El carmelita lo sabía y se sonrió...
Un cruzado calabrés, Bartoldo, dejó las armas y se retiró al monte Carmelo, poblado ya por otros anacoretas de la Regla de San Basilio. Sería Inocencio IV quién daría a Simón Stok, en 1245 la Regla definitiva de estos monjes.
Del Carmelo se habla en los itinerarios primitivos para visitar los Santos Lugares, siendo el más antiguo del que se sabe (siglo IV) el del peregrino de Burdeos, donde se dan datos interesantes sobre caminos, distancias, iglesias y monasterios, gracias a la ingente labor de la emperatriz Santa Elena. Otras guías famosas, en las que se menciona el Carmelo, serían las Egeria, de fines del siglo IV, gallega seguramente familiar del emperador Teodosio que visitó aquellos lugares y de la que se conserva una copia incompleta hallada en Arezzo y las de Teodosio y Antonio Placentino, del siglo VI.
Al anochecer fuimos a dormir a Tiberias, cerca el mar de Genezaret, luminoso por la luna.

Veinticuatro años de edad tenía Teresa de Lisieux, la menor de las hijas del matrimonio Luis Martín y Celia Guerin, cuando voló al cielo dando un grito de amor. Costó quitarle el crucifijo de las manos. Sonó la campana y todas sus hermanas corrieron a ver morir a una santa. La madre María Gonzaga mandó abrir todas las puertas. Llovía en la campiña y el dulce aroma de las flores llenó el claustro. Llovía tiernamente, venían relámpagos de los campos de Orleáns. Llovía y, por algún roto, se vio brillar intensamente un lucero. El rostro de Teresa tomó el color de la azucena. Eran las 6’30 de la madrugada. Seguía aquella lluvia mansa sobre el verde y el azul de la noche y la mañana. Y la campana no cesaba de tocar. Y el lucero de brillar. Y enseguida vinieron las estrellas...
Antes de morir, le pidieron que contara en sus cuadernos la brevedad de su vida. Tres manuscritos dejó. El primero lo escribió a petición de su hermana Paulina (la R. M. Inés de Jesús) y es una “historia primaveral de una Florecita blanca, escrito por ella misma y dedicado a Inés de Jesús”. Cuenta su infancia en Alençon, donde nació el 2 de enero de 1873, hasta 1877, año en el que muere su madre y la familia se traslada a Lisieux. “Durante toda mi vida (dirá) Dios ha querido rodearme de amor. Mis primeros recuerdos están impregnados de las más tiernas sonrisas y caricias”. En esos años realiza su primer viaje a Le Mans donde estudiaban sus hermanas mayores. Tenía solo dos años. “Era la primera vez que viajaba en un tren”. Se trató de un viaje fugaz en brazos de su madre. El campo de Normandía florece sembrando de luces el paisaje. Quizá de esa temprana contemplación viniera su sensible alma poética. Adora las flores, adora los amaneceres, adora los cielos nublados. Y el mar, cuando más adelante lo descubra. No olvidemos que Teresa es hija de un relojero orfebre, un verdadero artista, y de una bordadora de encajes, verdadera tela de araña. No serán ajenos a su espiritualidad ese amor nacido del orden y la perfección de las cosas pequeñas. Su alma tendrá siempre la belleza armoniosa de lo grande en lo pequeño. Teresa será la obra más perfecta salida de las manos de Luis Martín y Celia Guerin, sus padres.
El paisaje que Teresa describe en sus manuscritos es el mismo que sorprenderá a Marcel Proust en “El mundo de Guermantes”, la aristocrática Lisieux y ese “espacio de vaho sonoro intermitente” que desprende el flamante verde paisaje, húmedo y melancólico. El mapa en el que transcurrirá la vida de Teresa, salvo un viaje memorable a Roma, en peregrinación, para ver al papa León XIII, se dibuja en ese espacio de la Normandía que va de Alençon a Lisieux, dejando al Sur Le Mans y al Norte Caen, Bayeux y las playas del Havre, Beaville y Touville, unidas por un puente. Al Oeste quedará París (adónde nunca viajará) y el Sena. En Alençon nacerá un 2 de enero de 1873 y morirá en Lisieux el 30 de septiembre de 1897. Breve distancia para una vida espiritual tan intensa, tan profunda. A la playa la llevará en verano una vez su padre y otra vez irá con sus primas. A Beyeux, ya con catorce años, irá con su padre a ver al obispo para pedirle que la deje entrar en el Carmelo. La visita a Bayeux la contara con cierta gracia. Llovía a cantaros cuando llegaron a la ciudad y se fueron directamente a la catedral donde el obispo oficiaba el funeral de un difunto importante. “La iglesia estaba llena de señoras vestidas de luto y todo el mundo me miraba a mi con mi vestido claro y mi sombrero blanco. Hubiera querido salir de la iglesia, pero no había ni que pensarlo a causa de la lluvia. Y para humillarme más todavía, Dios permitió que papá, con su sencillez patriarcal, me hiciese pasar hasta el fondo de la catedral; yo, por no disgustarlo, obedecí de buen grado y ofrecí aquella distracción a los habitantes de Bayeux, a los que deseaba no haber conocido en mi vida...” La visita al obispo no dio ningún resultado...
Marcharon a Lisieux después de la muerte de Celia Guerin, su madre. Dejaron la casa de Alençon, centro de una estrella desde la que se veía el palacio del gobernador, la estación del ferrocarril, la iglesia de Nuestra Señora (donde resa fuera bautizada y se casaron sus padres) y el edificio del pabellón militar...¡Y la campiña vestida de flores por donde la niña paseaba cogida de la mano de su padre!

¡Normandía! Campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial. Las playas de Le Havre que contemplara Teresa de niña cubiertas de cadáveres. Campo de fuego y de muerte. Por esa playa desembarcaron las tropas aliadas el 6 de junio 1944, al mando del general Eisenhower de la operación Overlord. ¡Oh campos de mar y de brumas, extenso mar normando, florido mar de las tranquilas naves! Mar y campos floridos aplastados por el paso de los blindados de las divisiones del general Bradley que rompieron el frente alemán. Fue el 3º ejército norteamericano del general Patton, que cercó y aniquiló al 5º ejército alemán, el que liberó a Alençon junto con Rennes, Le Mans, Chartres...hacia el Sena y París...¡Tierra de Teresa de Lisieux, su mundo espacial, melancólico y poético!

La muerte de la madre, el 28 de agosto de 1877, lo cuenta Teresa con serenidad. Han pasado los años y sus ojos son ahora otros ojos. “No recuerdo haber llorado mucho. No le hablaba a nadie de los profundos sentimientos que me embargaban... Miraba y escuchaba en silencio... Nadie tenía tiempo para ocuparse de mí, así que vi muchas cosas que hubieran querido ocultarme. En un determinado momento, me encontré frente a la tapa del ataúd... Estuve un largo rato contemplándolo. Nunca había visto ninguno. Sin embargo, comprendía... Era yo tan pequeña, que, a pesar de la baja estatura de mamá, tuve que levantar la cabeza para verlo entero, y me pareció muy grande... y muy triste...”
Quince años después se encontraría frente otro ataúd, el de la madre Genoveva, y cuenta también su experiencia.” Era del mismo tamaño que el de mamá, ¡ y me pareció estar volviendo a los días de mi infancia...! Todos los recuerdos se agolparon en mi mente. Era la misma Teresita la que miraba; pero ahora había crecido y el ataúd le parecía pequeño: ya no necesitaba levantar la cabeza para verlo, tan sólo la levantaba para contemplar el cielo, que le parecía muy alegre, porque todas sus pruebas se habían terminado y el invierno de su alma había pasado para siempre...”
¡Ah, las nubes! Como recordaba las tormentas de Lisieux! Nubes densas y oscuras como fantasmas que salieran del mar lejano...El viento hacía centellear el imponente mar de margaritas mecidas por la lluvia...


En el Manuscrito A contará su Primera Comunión. “Fue un beso de amor”, se limitará a decir. No quiere entrar en detalles. “Hay sentimientos del alma que no pueden traducirse al lenguaje de la tierra...”
La Navidad de 1886, con trece años, le trae ese pequeño regalo que necesitaba para salir de los “pañales de la niñez”. Esa noche, contará, “Jesús, el dulce niñito recién nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de luz...”
Lo contará ella misma: “Volvíamos de la Misa del Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso. Al llegar a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a buscar mis zapatos...” Pero esa noche su padre venía cansado de la Misa y sintió fastidio al ver los zapatos en la chimenea y se quejó diciendo que “menos mal que este sería ya el último año”...
“Yo estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina, que conocía mi sensibilidad y veía brillar las lágrimas en mis ojos, sintió también ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi pena.
-¡No bajes, Teresa!,-me dijo,- sufrirás demasiado al mirar así de golpe dentro de los zapatos.
Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón! Reprimiendo las lágrimas, bajé rapidamente la escalera y, conteniendo los latidos del corazón, cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina. Papá reía, recobrando ya su buen humor, y Celina creía estar soñando...”
“Aquella noche de luz comenzó el tercer periodo de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo...”
Y comenzaron sus propósitos de santidad:
“Un domingo, mirando una estampa de Nuestro Señor en la cruz, me sentí profundamente impresionada por la sangre que caía de una de sus divinas manos. Sentí un gran dolor al pensar que aquella sangre caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla. Tomé la resolución de estar siempre con el espíritu al pie de la cruz para recibir el rocío divino que goteaba de ella, y comprendí que luego tendría que derramarlo sobre las almas...”
Así fue como pudo salvar in extremis, ya en el cadalso, al famoso Pranzini. Rezó por él, no se había confesado y, cuando se disponía a meter la cabeza por el agujero de la guillotina, “tocado de una súbita inspiración (cuenta Teresa y contó el periódico “La Croix”), Pranzini se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba un sacerdote, ¡y besó por tres veces las llagas sagradas!...”
“A partir de esta gracia sin igual, mi deseo de salvar almas fue creciendo de día en día. Me parecía oír a Jesús decirme como a la Samaritana: ¡Dame de beber!”

El viaje a Roma, tres días después de su visita al obispo de Bayeux, marcaría un hito en su vocación. Aprendió Teresa muchas cosas en ese viaje. Fue con su padre y Celina. La peregrinación fue organizada por la diócesis de Coutances con ocasión de las bodas sacerdotales de León XIII. La diócesis de Bayeux, a la que pertenecían, se asoció a ella.
El resultado del viaje, para Teresa y sus esperanzas de alcanzar del Santo Padre el ser admitida en el Carmelo, no fue el que esperaba. Pero es mejor oírle a ella el relato de aquella audiencia:

“León XIII estaba sentado en un gran sillón. Vestía simplemente una sotana blanca y una muceta del mismo color, y en la cabeza no llevaba más que un pequeño solideo. A su lado estaban, de pie, varios cardenales, arzobispos y obispos, pero yo sólo vi globalmente, pues mi atención estaba centrada en el Santo Padre.
Ibamos desfilando procesionalmente ante él. Cada peregrino, cuando le llegaba su turno, se arrodillaba, besaba el pie y la mano de León XIII, recibía su bendición y dos guardias nobles le tocaban, por ceremonia, indicándole así que debía levantarse (al peregrino, pues me explico tan mal, que podría entenderse que era el Papa).
Antes de entrar en el salón pontificio, yo estaba completamente decidida hablar; pero sentí que mi valor flaqueaba cuando vi a la derecha del Santo Padre ¡al señor Révérony!.... Casi en ese mismo instante nos dijeron de su parte que prohibía hablar a León XIII, pues la audiencia se estaba prolongando demasiado...
Yo me volví hacia mi Celina querida para conocer su opinión. ¡Habla!, me dijo. Un momento después yo estaba a los pies del Santo Padre. Después de besarle la sandalia, me presentó la mano; pero en lugar de besársela, junté las mías y elevando hacia su rostro mis ojos bañados en lágrimas, exclamé:
-¡Santísimo Padre, tengo que pediros una gracia muy grande!...
Entonces el Sumo Pontífice inclinó hacia mi su cabeza de manera que mi rosto casi tocaba el suyo, y vi sus ojos negros y profundos que se fijaban en mi y parecían querer penetrarme hasta el fondo del alma.
“Santísimo Padre, en honor a vuestras bodas de oro, permitidme entrar en el Carmelo a los 15 años...!”
Sin duda, la emoción hacía temblar mi voz. Por lo que el Santo Padre, volviéndose hacia el Sr. Révérony, que me miraba asombrado y disgustado, le dijo:
“No comprendo bien”.
Si Dios lo hubiera permitido, le habría sido fácil al Sr. Révénory alcanzarme lo que deseaba, pero Dios quería darme cruz y no consuelo. “Santísimo Padre (respondió el Vicario General), se trata de una niña que desea entrar en el Carmelo a los 15 años; pero los superiores están en estos momentos estudiando la cuestión”.
“Bueno, hija mía, respondió el Santo Padre mirándome bondadosamente, haz lo que te digan los superiores”.
Entonces, apoyando mis manos en sus rodillas, hice un último intento y le dije con voz suplicante:
“Si, Santísimo Padre. Pero si usted dijese que si, todo el mundo estaría de acuerdo”.
Me miró fijamente y pronunció estas palabras, recalcando cada sílaba:
“Vamos... vamos... Si Dios lo quiere entrarás....”

Como ella diría fueron muchas las cosas que aprendió en ese viaje. Se alegró mucho de haber visitado Roma pese a ver cosas capaces de hacer vacilar una vocación poco firme. Comprendió que la verdadera grandeza “está en el alma”, no en el nombre. “Solo en el cielo conoceremos, pues, nuestros títulos de nobleza.”
Su otra experiencia se refería a los sacerdotes. Se dio cuenta que si importante era orar por los pecadores, es más importante pedir por los sacerdotes.
“En Italia comprendí mi vocación”.
“Durante un mes conviví con muchos sacerdotes santos, y pude ver que si su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no por eso dejan de ser hombres débiles y frágiles... Si los sacerdotes santos, a los que Jesús llama en el Evangelio “sal de la tierra”, muestran en su conducta que tienen un enorme necesidad de que se rece por ellos, ¿qué habrá que decir de los que son tibios? ¿No ha dicho también Jesús: “Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará?”
¡Qué hermosa es, Madre querida, la vocación que tiene como objeto conservar la sal destinada a las almas! Si esta es la vocación del Carmelo, pues el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstoles, rezando por ellos mientras ellos evangelizan a las almas con su palabra, y sobre todo con su ejemplo...”


Teresa entraría en el Carmelo el día en que la comunidad celebraba el día de la Anunciación, este año, a causa de la cuaresma, el 9 de abril de 1888.
La víspera, la familia se reunió a la mesa. Ultima velada, calor de amor y conversaciones. “Mi rey querido apenas hablaba, pero su mirada se posaba en mi con amor...” Al día siguiente, a las siete de la mañana ya estaba en la puerta del Carmelo... “Después de abrazar a todos los miembros de mi familia querida me puse de rodillas ante mi incomparable padre, pidiéndole su bendición. Para dármela, también él se puso de rodillas, y me bendijo llorando...”.
“Pocos instantes después, se cerraron tras de mí las puertas del arca santa y recibí los abrazos de las hermanas queridas que me habían hecho de madre y a las que en adelante tomaría por modelo de mis actos...”
“Por fin, mis deseos se veían cumplidos...”

“El 24 tuvo lugar la ceremonia de mi toma de velo. Fue un día totalmente velado por las lágrimas...Papá no estaba allí para bendecir a su reina... El padre estaba en Canadá... Monseñor, que iba a ir a comer en casa de mi tío, estaba enfermo, y tampoco vino. Todo fue tristeza y amargura... Sin embargo, en el fondo del cáliz había paz, siempre la paz...Aquel día Jesús permitió que no pudiese contener las lágrimas, ya había soportado pruebas mucho mayores sin llorar, pero entonces me ayudaba una gracia muy poderosa; en cambio, el día 24 Jesús me abandonó a mis propias fuerzas, y demostré lo escasas que éstas eran.”

¡Las flores! “Es costumbre que los novios regalen con frecuencia ramos de flores a sus novias. Jesús no lo echó en olvido y me mandó, a montones, gavillas de acianos, margaritas gigantes, amapolas, etc., todas las flores que más me gustan. Hay incluso una florecita, llamada la neguilla de los trigos, que yo no había vuelto a encontrar desde cuando vivíamos en Lisieux; tenía muchas ganas de volver a ver esa flor de mi niñez que yo cogía en los campos de Alençon. Pues también ella vino a sonreírme en el Carmelo y a mostrarme que, tanto en las cosas más pequeñas como en las grandes, Dios da el ciento por uno ya en esta vida a las almas que lo han dejado todo por su amor”.

“¡Qué dulce es, Madre querida, el camino del amor!”
“¡Cuantas luces he sacado de las obras de nuestro Padre San Juan de la Cruz...! A la edad de 17 y 18 años no tenía otra lectura espiritual.”

EL AMOR.
Teresa, en su segundo manuscrito, el Manuscrito B, que es una carta a Sor María del Sagrado Corazón, alcanza alturas verdaderamente santas. ¡El Amor! ¡La ciencia del Amor! Escribe:
“ Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre...”El que sea pequeñito, que venga a mi”, dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu de amor dijo también que “ a los pequeños se les compadece y perdona”. Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en último día “el Señor apacentará como un pastor su rebaño, reunirá a los corderitos y los estrechará contra su pecho”. Y como si todas esas promesas no bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: “Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré”.
“He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed... Pero al decir: “Dame de beber”, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor de su pobre criatura. Tenía sed de amor...”

Teresa, por fin encuentra lo que su alma venía buscando y no terminaba de ver. Se da cuenta de que no todos pueden ser apóstoles o profetas o doctores...en la Iglesia. Que la Iglesia tiene muchos miembros diferentes, y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano...
“La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor.
Comprendí que solo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre...
Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares... En una palabra, ¡que el amor es eterno!
Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús, amor mío... al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor!...
Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres tú quién me lo ha dado... En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Así lo seré todo... ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad!!!”

Reliquias de Teresita de Jesús.


Este fue el feliz descubrimiento de la “insignificante” sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Y su oración: “Te suplico que hagas descender tu mirada divina sobre un gran número de almas pequeñas... ¡Te suplico que escojas una legión de pequeñas víctimas dignas de tu AMOR...!”
Y probará su amor de la única manera que ella podía hacerlo, arrojando flores, aromando con perfumes, no dejando escapar ningún sacrificio, ni una sola mirada, ni una sola palabra...flores que irá arrojando a los pies de Jesús, de su Jesús...

EL ULTIMO CUADERNO
A la madre María de Gonzaga, la priora de su convento, dirigió Teresa de Lisieux su tercer y último manuscrito, el del final de su vida. “Se muy bien, Madre querida, que a través de usted me habla Dios”.
“¡Por qué caminos tan diferentes, Madre, lleva el Señor a las almas! En la vida de los santos, vemos que hay muchos que no han querido dejar nada de sí mismos después de su muerte: ni el menor recuerdo, ni el menor escrito; hay otros, en cambio, como nuestra Madre santa Teresa, que han enriquecido a la Iglesia con sus sublimes revelaciones, sin temor alguno a revelar los secretos del Rey, a fin de que sea más conocido y más amado de las almas.
¿Cuál de estos dos tipos de santo agrada más a Dios? Me parece, Madre, que ambos le agradan por igual, pues todos ellos han seguido las mociones del Espíritu Santo, y el Señor dijo: Decid al justo que todo está bien. Sí, cuando solo se busca la voluntad de Jesús, todo está bien. Por eso, yo, pobre florecita, obedezco a Jesús tratando de complacer a mi Madre querida.
Usted, Madre, sabe bien que siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay! Cuando me comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible, tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo.
Estamos en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los peldaños de una escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la suple ventajosamente.
Yo quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo, y leí estas palabras salidas de la boca de la Sabiduría eterna: El que sea pequeñito, que venga a mí.
Y entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y querido saber, Dios mío, lo que harías con el pequeñito que responda a tu llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que encontré: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis rodillas os meceré.
Nunca palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma. ¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más...”

1897 fue el último año de la vida de Teresa. Ya en los primeros meses, vista lo avanzado de su enfermedad, sería dispensada de todos sus oficios y del rezo coral. Siente en su alma sensible el peso de la llamada final. Siente la tristeza de tener que separarse de las personas que tanto quiere. El campo otoñal de su Normandía, cubierto de densas nubes, son un reflejo de su estado anímico. Se la ve llorar. Ama el país de su infancia. Ama el pálido otear de los campos, los caminos de sus recuerdos, el aroma perdido de la primavera, el rumor de la lluvia en el tejado, sobre la campiña brumosa. Está melancólica. Sin mirar, ve la torre de la iglesia de Alençon. La de Lisieux. Recuerda aquel mar que un día contempló de la mano de su padre. Mamá, sus hermanas. Sonríe pensando que sus padres le enseñaron a amar las cosas graciosas de la pequeñez, los relojes o los encajes, tan delicadamente y amorosamente tratados. Ella no ha hecho otra cosa que aplicar esa gracia a su amor con Jesús. No levantará catedrales, pero si le arrojará a los pies las rosas de sus pequeñas obras cotidianas. Y también las rosas cogidas en la campiña...Todo eso de pronto parece querer estallarle en su pequeño corazón de pájaro...Su amor estará trenzado de pequeñas espigas... Nota que se va a morir, el gusano de la muerte le está royendo implacable los pulmones, le hace escupir sangre...Arrojará flores, sembrará de flores el camino... “Desde niña crecí en la convicción de que un día me iría de aquí, de (este) país triste y tenebroso...” Siente lo que san Juan de la Cruz llama “sed de amor”, la misma sed que tuvo el rey David: “Mi alma tuvo sed de Dios vivo”...
Pero siente que “las nieblas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte, que me es imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria”...
“¿Adónde te escondiste, Amado?...” Es su noche oscura. Ya no es el paisaje tenebroso de Normandía. Ahora es la soledad del alma. Tener la vocación del amor, es ser otro Cristo, morir también en la cruz...Muere en la cama de la enfermería de su convento, aunque su agonía es agonía de cruz. Muere mártir y muere de amor. Muere clavada por sangrientos clavos de dolor. Abandonada, desamparada...”Mira que peno por verte...” Se duerme mientras llueve intensamente sobre la noche normanda. Repica la campana y la priora manda que se abran todas las puertas...Entra el fragor de la tormenta...Sus amados campos llenan de aromas su sonrisa...Unas rezan, otras la contemplan. Tiene bien cogido su crucifijo entre las manos...Será la herencia que dejará a un misionero, su cruz de misionera...Cesó de llover y brilló un lucero...
“Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,



cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado..
.”,
habría dicho con su maestro y padre san Juan de la Cruz...


Lisieux.-












(Esta estampa de Teresa de Lisieux pertenece al libro "Contemplativos", inédito, de José ASENJO SEDANO).

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