De mi última novela publicada, "El Cementerio inglés", se ofrece aquí el primer capítulo. Se trata de una novela de aventuras, novela del mar llena de sorpresas y fantasías. ¿Su espacio? El Mediterráneo.
en mis deseos existe
lejanamente un país
donde ser feliz consiste
solamente en ser feliz.
F. PESSOA.
Capítulo 1
Cuando yo era niño, acompañaba a mi madre en sus visitas al cementerio inglés. Era un pequeño panteón con cruces y lápidas, en su mayoría pertenecientes a comerciantes y marinos británicos fallecidos en la ciudad o desembarcados en nuestro puerto. Mi abuelo, el capitán Cooper, era uno de esos ingleses enterrados allí. Ferdinand Cooper viajó por todo el mundo como capitán de varias navieras, en el “Kenia” y en el “Bristol”, entre otros mercantes. Contrajo matrimonio con mi abuela, Carolina Powel, hija de un vinatero de El Puerto de Santa María. Nunca supo español y, cuando hablaba con su novia necesitaba intérprete, lo que era motivo de guasa entre los gaditanos cuando veían aquella pareja de tres paseando por la Alameda. Dicen que era un caballero gentil, de ojos claros y sonrisa tierna. Tampoco abuela Carolina sabía inglés, por lo que tenía que hacerse leer las cartas que su marido le remitía de lejanos puertos. Lo que no quiere decir que el amor entre la pareja no fuera sincero y profundo. Cuando el capitán Cooper venía por Cádiz, sacaba a su mujer y a su hija Mary, mi madre, de paseo por Canalejas y Apodaca y les hacía fotografías en el estudio de Hugo, en la Plaza Mina. Todo el mundo conocía a los ingleses, como les decían.
Tenía el cementerio una pesada puerta de hierro cuyo cerrojo corría el portero, un escocés bajo y gordo, Henri, antiguo cocinero de la “Bristol”, goleta que comandó mi abuelo, retirado en Cádiz con su capitán. Cuando íbamos al cementerio, Henri descorría el cerrojo a los gritos de mi madre. Recuerdo su mirada recelosa, no entendiendo por que el capitán Cooper se había casado con una española. Descorría Henri el cerrojo y permanecía en silencio el tiempo que mi madre empleaba en arreglar la sepultura de su padre y colocaba aquel ramo de flores que, Henri, en nuestra ausencia, no tardaba en sustituir por una botella de ron, que era lo que le gustaba al capitán. Y de nada valían los enfados de mi madre estrellando la asquerosa botella contra la pared ni las soeces palabras de Henri en su contra, no dejándose vencer por una española, como decía. Henri había sido el servidor más leal que había tenido nunca el capitán Cooper, quién lo consideraba como un hijo. Y como a un padre lo lloró cuando lo sacó de la “Bristol” antes de que se lo tragara el mar. Días después el capitán fallecía en brazos de su esposa, quién no le sobreviviría mucho tiempo.
Mi madre conservaba de su padre una pitillera de plata, varias pipas, un pañuelo filipino y una gorra de visera que llevó el abuelo hasta su muerte. En la gorra y en la asquerosa pipa todavía apestando a tabaco debía estar el secreto de aquel marino inglés. Mi madre amaba mucho a ese hombre extraño que la miraba con ojos tiernos y le decía palabras llenas de sentido amor que nunca entendió. La acariciaba con sus manos burdas y la llevaba al fotógrafo de la Plaza Mina para que le hiciera retratos. Por eso derramaba mi madre tantas lágrimas sobre aquella tumba.
- Me quería más que a nadie,- me decía entre hipos.
-¿Y cómo fue su muerte?
- Al capitán Cooper se lo llevó el huracán y a los cuatro días lo escupió la mar. Su barco se fue a pique cerca de Tánger. Allí se acabó la vida de la “Bristol”. Fue el Escocés quien lo sacó del agua y lo trajo a casa para morir.
Mi madre no paraba de llorar recordando ese momento.
- Nadie pudo arrancar de sus manos el retrato de su mujer y de su hija que la mar no pudo arrebatarle,- gimió mi madre tapándose la boca con el pañuelo filipino.
Esta historia me hizo mirar con simpatía al escocés de la mirada aviesa, fiel como un perro.
Otro día le pregunté a mi madre cómo fue que el capitán Cooper se enamorara de Carolina Powel.
- Ferdinand era entonces capitán de un bergantín que hacía la ruta de Liverpool Cádiz de cuya Compañía era consignatario don Sebastián Powel, hermano de mi abuelo. Cuando venía a Cádiz nos visitaba y hablaban siempre de viajes. Mi abuelo frecuentaba Londres por asunto de vinos y de política. Uno de esos días en que Cooper visitó la casa de El Puerto, conoció a la abuela Carolina, que era una mujer muy bella. Cuando murió Cooper, a poco murió de pena mi madre.
-¿Y dónde está enterrada?
- Está enterrada en San José. Su padre no consintió que su hija fuera enterrada en un cementerio de herejes.
Me extrañó que nunca fuéramos a visitar su tumba. Como excusa me dijo que no recordaba a su madre, que sólo la conocía por los retratos, que a ella la crió en verdad una nodriza de Chiclana que se llamaba Asunción, a la que llamaba mamá Asunción.
- Y a mi padre, ¿cómo le conociste?
- Al capitán Alexander B. Le conocí por casualidad. Era un hombre serio, muy delgado, que hablaba siempre de barcos. Nos enamoramos y nos casamos y tuvimos dos hijos. Un día se marchó y nunca más supe de él. Dijo que se marchaba a una guerra de ingleses. No sé si vive o está muerto.
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