domingo, 25 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulo 6)














NOVELA POR ENTREGAS.




Autor: JOSÉ ASENJO SEDANO









Capítulo 6





Se metió el invierno más crudo de muchos años. Se acercaba, el fin de la guerra mundial. El III Reich tocaba a su fin. Los cadáveres de Mussolini y su amante eran colgados en Milán ante el jolgorio del chusmerío. ¡Pobre Benito y pobre Clara! Hitler se escondía como una alimaña en su bunker defendido por un batallón casi infantil.¡Pobre dios de cartón piedra! Todos sus héroes belicosos y soberbios ya habían caído o estaban a punto de pasar por un tribunal de guerra.
Auque lo peor de aquel invierno sucedía dentro de nosotros. Parecía que la naturaleza era el espejo de lo que ocurría en el mundo. La ciudad, que no se había recuperado de sus mutilaciones bélicas, con sus ruinas y muñones, era una ciudad fantasma. Un pueblo deshabitado, abandonado. Super desocupado y sin vida.¡Cuánto frío! ¡Cuánto parado! ¡Cuanta hambre! ¡Cuánto piojo! ¡Cuánto preso! Soplaba el viento, crujían las puertas, y la noche tenía ese acuoso brillo de las estrellas como cuchillos. El brasero en la mesa de camilla era el refugio nacional. La radio inservible, era la ventana de las malas noticias. Silencio. Algunas mañanas nos encontrábamos con una nevada. No habría escuela. No habría dónde ir. No tendríamos luz eléctrica, ese colador ceniciento y sombrío que caía del techo a la mesa. Regresaron los viejos fantasmas. Nadie se atrevería de nuevo a bajar de noche al patio. Cerrábamos las puertas, se echaban los cerrojos y se dejaban abandonados los fantasma a su soledad del patio y del pozo, donde se les oía gemir de sueño y de frío. Lo que más nos dolía eran los lloros de los niños fantasmas muertos de hambre, congelados. No se morían, porque ya no podían morirse, pero lo habrían hecho de haber podido. Una mañana, al bajar al patio después de una noche de lloros y gritos, encontramos al pie de la escalera a una mujer con sus cuatro hijos blancos como la nieve, ateridos, temblorosos, que nos miraron con sus ojos pétreos, de mármol. Nos habían robado las pocas patatas que guardábamos en el cuarto oscuro. Hasta allí habían llegado.
-¡Estos son los que se oían anoche! ¡Se han helado!
Bajamos el brasero, se les intentó calentar, meter en calor, pero conforme se calentaban, se iban licuando y deshaciéndose como lluvia en el suelo.
Empezamos a no temer a los fantasmas, nos daban pena, porque toda esa gente eran habitantes de la casa, hermanos nuestros, tenían tanto derecho a estar como nosotros, habían sido refugiados y eran pobres. Se morían donde fuera y, como nunca habían tenido donde vivir, no salían nunca de esta casa. Desde entonces, aunque tampoco nosotros teníamos nada que comer, procurábamos dejarles en el patio un abrigo, un trozo de pan o una toca para los niños. Una mañana encontramos un papel escrito que decía: Gra-ci-as.

Alemania perdió la guerra. Los aliados invadieron Normandía y los rusos avanzaron por el Este hasta el corazón de Berlín. Hitler no pudo salir de su bunker y allí se suicidó. Y todavía, muerto, calcinado, entre bidones de gasolina, seguía creyéndose un dios.
Mi padre vino y lo dijo:
-La guerra mundial se ha terminado. Hitler se ha pegado un tiro.
Pensamos: El tiro de nuestra calavera. Ese es el tiro de Hitler.
¿Y nosotros? Mi padre empleado y proletario, padre de nueve hijos, no supo que contestar. Todos sabíamos que se anunciaban malos tiempos. Después de nuestra guerra cruel, todavía en ruinas nuestra ciudad, nuestras casas devastadas llenas de fantasmas, nos caía ahora el peso de aquella miseria que se anunciaba. Porque las guerras, todas las guerras, son siempre para morir. Morir en cantidad, por tierra o por mar o por aire, da igual. Y todos los días los periódicos traían noticias de esas muertes violentas incontables: soldados, mujeres, niños, ancianos. La máquina de la guerra lo tritura todo, unos fueron al horno crematorio, otros a la cuneta o a la cola del hambre... Mataban los alemanes, mataban los rusos, mataban los americanos, mataban los ingleses... ¡Todos mataban! ¡Todos se habían vuelto locos, a ver quien mataba más!
Quizá por eso llovía tanto. Llovía intenso, toda la tierra era un gran charco, un cielo encapotado, una lejanía sin fin...
Dicen que este siglo nuestro, el XX, ha sido el siglo de más guerras y de más muertes de la historia del mundo. Nunca tanta gente murió a manos de la otra gente. En el Norte y el Sur, en el Este y el Oeste. Un mundo crucificado, nada de redondo, una simple bola perdida en el espacio. Una bola humeante chorreando sangre o fuego. Pólvora. La tierra no tenía boca para tragarse tanto cuerpo, para beber tanta sangre. Así desde Caín. Un mundo fratricida, homicida, suicida...
Un valle de lágrimas.
Un valle de muerte.
Llovía y seguía aquella interminable procesión de mujeres enlutadas, velos y velas encendidas. Años en los que se rezaba. Se procesionaba el Cristo sufriente, torturado, y la Virgen máter dolorosa con el corazón traspasado de puñales. Salían de mañana, al amanecer, o salían de noche cuando todo muere. En la catedral, los santos de piedra de los púlpitos estaban decapitados. Otra vez mártires. También lo estaban los dos grandes arcángeles de madera que guardaban con espadas el altar mayor.¿Por qué se extrañaba tanto la gente de que hubiéramos sacado de nuestro pozo una cabeza con tres ojos?. ¡Eran tantas las cabezas que habían rodado! Quizá por eso empezamos a ver en el espejo grande de nuestro cuarto, un espejo perdido, las figuras extrañas de hombres y mujeres sin cabeza, que aparecían y desaparecían al pasar. Mi hermano pintor decía que era la familia de Carlos IV, pintados por Goya. ¿Tantas cabezas habían rodado? ¿Dónde estaban esas cabezas?...





Ese invierno, después de años de soledad, fue cuando nuestra calle empezó a repoblarse con familias que venían de lejos y se instalaban en aquellas casas centenarias hermanas de la nuestra, casas vacías, que pronto se llenaron de niños que salían a jugar a la calle, venían a nuestro colegio y quería saber, como todos, la historia de nuestro cráneo. También ellos, supimos, echaron el cubo a sus pozos en busca de un cráneo parecido. Pero éramos nosotros los que teníamos el privilegio de haber sido distinguidos con ese hallazgo macabro, que nos suponía cierta baza a la hora de apostar, aunque ellos no se libraron de tener sus propios fantasmas. De noche oían los mismos gritos y los mismos sollozos que oíamos nosotros por lo que, pensamos, todas aquellas casas se comunicaban misteriosamente...
-¿Y nunca habéis visto un fantasma?
-Pues no.
-Pues nosotros, si,- decíamos ufanos.-Los vemos de noche en el espejo cuando nos vamos a la cama. También los hemos visto en el patio sentados en la escalera, calentándose unos a otros.
Se quedaban mudos.
-¿Y no dicen nada?
-¿A nosotros?
-Si.
-No. Los fantasma se ven entre ellos. A nosotros no nos ven. Nosotros somos invisibles para ellos. Si nos vieran, saldrían corriendo asustados...
¡Qué extrañas eran las cosas de los fantasmas! Eran como nosotros, pero al revés. Eran gente del otro mundo que se dejaban ver...Almas errantes. Familias enteras que van de pobres por el mundo hasta que lleguen a su destino,..
-¿Qué destino?
-El cielo, se supone. Los fantasmas deben ser almas del purgatorio. Siempre están tristes.
En esto no siempre había acuerdo unánime. Al parecer, las ánimas benditas están metidas en una piscina de agua hirviendo y, cuando están limpias y purificadas, bien aseadas, son sacadas, secadas y llevadas al paraíso. Estas almas de nuestro patio, eran almas que salían más en invierno que en verano y siempre estaban temblando de frío. No, nuestros fantasmas eran refugiados de la guerra, almas sin patria.
-¿En verano no salen?
-No, en verano no se las ve. Parece como si en verano se fueran por ahí, como los segadores, lejos, nadie sabe dónde... Los fantasmas de la noche y del invierno...
Nuestra experiencia en fantasmas nos daba autoridad.
Seguían llegando al barrio más y más vecinos llenando casas y abriendo balcones, dando gritos. No sabemos si eran refugiados venidos de otros lugares, gente alegre y tranquila. Por eso la calle triste se fue transformando, se hacía más animada y mi madre se distraía viendo a los niños correr debajo de su balcón. Claro que, en cuanto llegaba el invierno, el balcón se cerraba y se acababa el jaleo. A los niños, los sustituía de noche el ladrido de los perros que no tenían cobijo y se pasaban la noche pidiendo de puerta en puerta. Casi todos los perros, entonces, eran vagabundos, no tenían amo conocido. Muchos habían hecho la guerra y, cuando oían un cohete o una sirena, echaban a correr aterrorizados creyendo que era alarmas de un bombardeo. Guardaban fija la memoria de las bombas. ¿Cuántos habrían muerto en la guerra? Eso nunca se sabrá. Nadie contaba los perros que aparecían tirados en la calle muertos de bala. También el hambre propia y ajena se llevó a muchos perros devorados por hombres carniceros...
También se llevó la guerra y la posguerra cientos de gatos cazados en noches oscuras, gatos que fueron decapitados al relente, guisados al ajillo en grandes perolas de arcilla. Gato por liebre. ¿Cuántos gatos se perdieron en la contienda? Nunca lo sabremos. Habría que contar muchas cabezas. Nosotros solo sabemos que nuestro gato negro gigante desapareció en una de esas cacerías y que sirvió la mesa y el jolgorio de muchos...
Mi madre amaba el verano, no solo por las flores de sus macetas, sino porque podía veranear en su balcón. Oía con nitidez el repique de la catedral y ver a los niños nuevos jugando en la calle al pilla pilla. Y porque las palomas de la torre podían volar, olvidadas ya de los bombardeos. Palomas que había vivido la guerra y que todavía recelaban, como los gatos o los perros, de las persecuciones humanas. De nada les servía ser portadoras de la paz...¡Habían visto y soportado tanta guerra!
Enfrente de nuestra casa, de la puerta de la cochera, del coche del señor marqués, estaba el callejón del Cotarro, que subía hasta la fragua de Romillo. En la entrada del callejón, en la esquina derecha, a la altura del balcón de mi madre, había una cabeza decapitada, sonriente, con alas, de un ángel encalado, que siempre nos estaba mirando. Era nuestro ángel de la guarda. Toda la guerra se la pasó en la esquina como ángel de refugiados. La calle tenía su melancolía cuando se iba el sol, las piedras se volvían grises, y se veía la torre de la catedral dorada, que se ponía a caminar entre nubes. Nosotros espiábamos las torres desde nuestro tejado, las torres de los conventos y parroquias. Lejos, todo era inédito. No se veían fantasmas... Mirábamos la ciudad desde arriba, sin tiempo, sus casas y sus calles, sus ventanas siempre cerradas. En el tejado, paraíso escondido, jardín cerrado, eran donde vivían siempre los gatos, remolones y estirados, relajados, enamorados, mirándonos con sus ojos sabios, amigos de la paz. Eran gatos voluptuosos, muy carnales. Apetitosos.
-¿Más que las palomas?
-Yo pienso que sí. Los gatos son más domésticos. No hablan pero, cuando quieren, lo hacen. Son los dueños de la casa y, de noche, se suben a las camas y se acuestan sigilosos y serviles. Todos queríamos a aquellos gatos diminutos hijos de los gatos adultos que corrían felices detrás de nosotros. En nuestros años, siempre había en casa una gata pariendo. Nacían gatitos en la caja cuna del aparador, detrás del pozo o debajo de la cama, lugar sacrosanto.
-Cuando nace un gato, es como cuando nace un niño. Se quieren igual.
-Si, pero algunos había que ahogarlos. Eran demasiados. ¿A quién correspondía esa selección de la especie? Matar un gato por que sí, era un verdadero gaticidio. Una pena. Más si observabas sus ojos niños suplicándote. Era una tarde de lágrimas en la pila de lavar donde la criadita dura se convertía en enana exterminadora...¡Ay, entonces no protestaba!
-¡No podemos con tantos gatos!,-gritaba la criadita inquisidora.
Tenía razón. ¿O no tenía razón? Pero, ¿por qué quitarles la vida?
Solo había un argumento:
-¡Por que si!
Siempre eran acariciadores los pasos de los gatos en las noches del invierno, los gatos dulces y remolones debajo de la mesa de camilla calentándote las pantorrillas o sentándose a tus pies como un amigo, feliz de tener una casa con brasero. Era el único animal que podía hacerlo, que se le permitía Y sabían comportarse.
A las diez todos nos íbamos a la cama como si fuéramos a una guerra. Primero la infantería, luego la caballería. Cada uno cogía su petate, echaba su meada de ritual, y se iba derecho al salón como a Siberia, nuestro cuarto de dormir, antiguo despacho del gobernador militar. ¡Cuánto frío en aquella cámara invernal a varios grados bajo cero! El agua se congelaba en el jarro del lavabo. El techo cubierto de estrellas de caña dorada, de seis y ocho puntas, aquellos rombos cabalísticos, el rumor del viento en la calle y el balanceo insidioso de la lámpara eléctrica, hacían temible la noche oscura. ¡Madre de Dios! ¡Ay de los perros perdidos, llorosos, quejosos, sin dueño ni fortuna, que es la mayor desgracia de un perro! ¡Dios mío, que solos se quedan los perros en la soledad nocturna!








NOVELA POR ENTREGAS:-




Autor: José Asenjo Sedano, 2008

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