viernes, 30 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulos 9 y 10)










NOVELA POR ENTREGAS




AUTOR: JOSÉ ASENJO SEDANO












Capítulo 9




Indudablemente, la visita de Mr. Ike fue un éxito. Después de años de marginación y desprecio, se nos inculpaba de aquel pecado de la guerra mundial y, poco a poco, los tiempos comenzaron a ser otros mientras nosotros seguíamos siendo los mismos y comenzaron a llegar a Madrid de regreso embajadores sonrientes imitando a los americanos, más francos y más campechanos...El sol volvía a salir por oriente y los comercios comenzaron a llenarse de alimentos soñados, nunca olvidados. Si los niños pedían pan, ahora se les podía dar hasta con mantequilla americana. Y leche en polvo. ¡Qué fácil resultaba ahora todo! ¿Por qué no habríamos empezado por aquí y tantas cosas nos habríamos ahorrado? El artista laureado, nuestro don Aureliano, seguro que pensaría que todo ese cambio se debía al envío de su cuadro al señor presidente de USA, hombre agradecido. Al fin se reconocía el valor de aquella obra artística, España tierra de Velázquez. Todo lo bello triunfa siempre.
-¿A que la vida parece ahora más agradable?
Y era verdad: no hay nada como hablar y entenderse.
-Y si además se le manda al presidente un regalito...
La verdad era que si. Se fue notando el cambio, más trabajo, más dinero, más pan. Luego vendría lo demás. La gente ociosa empezó a encontrar trabajo, emigraba, se convertían en nuevos refugiados en pueblos extraños. Trenes largos de largas crenchas de humo corrían por los caminos de hierro llenos de gente fantasmal... Todos desaparecían...Los pueblos se fueron quedando vacíos, porque la prosperidad venía de las grandes poblaciones, de las fábricas, del humo... ¡Siempre fantasmas!
Un día vino a nuestra casa el periodista local que había fundado su periódico. Fandila Sánchez. Alto, risueño, simpático. Era inventor de ideas. Se inventó un equipo de fútbol, el Club 26, el mejor equipo del mundo. “Si quieres que el club no vaya al hoyo, mete en la rifa del pollo” Eran sus eslóganes de mucho éxito. También organizaba combates de boxeo con el mismo eslogan. Montó también una academia de enseñanza. Pero lo más importante fue el periódico semanal, con taller propio, una impresora manual del año catapún, que funcionaba. Las páginas del periódico estaban abiertas para todo el mundo, todos podían expresar aquí sus ideas sin ningún tipo de censura. La polémica se refería sobre todo a la vida local y social. Había columnistas que eran el terror del alcalde o del presidente del casino, que veían amenazada su credibilidad. ¿De qué otra cosa podía vivir el periódico? El periódico se componía en unos bajos de la calle Ancha y lo hacía laboriosamente, tipo a tipo, un viejo impresor, hombre de precaria salud, siempre triste.
-Pero señor director,-se quejaba mientras componía,-que llevo tres meses sin ver un duro...
-No se apure: ya verá como todo se arregla...
El director propietario hacía inventario de sus deudas, ¿es que mes ve a mi derrochar una peseta? Antonio, que llevo dos días a tostada y café.... Su respuesta era siempre su talante, su gran sonrisa esperanzada. Todo se arreglará...
-Si, pero no aguanto más...Vivo de prestado...
Nadie sabía de qué vivía el heroico impresor, nariz delgada y canoso. Quizá fuera un fantasma y por eso podía vivir sin comer...
-Esto va a cambiar pronto, ya verá usted,-seguía el dilecto director con sus felices promesas. A todos nos gustaba ese culto a la impresora, el olor del papel y de la tinta, ver salir compuesta la primera página milagrosa del semanario. Estaba claro que también el director de tantas cosas era un fantasma, un alma en vilo. Se le ocurrió resucitar la historia dormida del cráneo sacado de nuestro pozo. Tenía que haber más, estaba seguro de ello...Fandila pretendía ahora vivir de los muertos...Se sacarían varias páginas por entregas, como aquellas que en vida escribiera nuestro ínclito don Torcuato Tárrago y Mateos, que reinventó la historia patria a fuerza de novelones. Sería un largo serial de intriga y pasión...Se llegó incluso a anunciarlo en un recuadro del periódico: “Próximamente, este semanario publicará la historia completa del cráneo misterioso, etc.etc. Suscríbanse a nuestra novela por entregas...” Pero enseguida recibió un toque del señor juez, vía jefe orden público, ordenándole se abstuviera de entrometerse en el sumario del dichoso cráneo perforado...
-Ese asunto está sub judice...
Don Arcadio, hombre estudioso y super serio, no admitía intervenciones extrañas y menos de la gaceta local...
-Dígale a ese señor, que ni tocar mi cráneo judicial...
-No se puede decir nada en el periódico,-sentenció don Juan, hombre también periodístico, colaborador del seminario, portavoz de la autoridad judicial, cuando fue a visitar a don Fandila con la misiva judicial.-Y conoce a don Arcadio...
-Absténgase,-le aconsejó.- En su momento el señor juez levantará el secreto del sumario y entonces podrá escribir lo que quiera. Hay que darle tiempo al tiempo...
No obstante, a la espera de ese momento, el director del periódico se coló un día en nuestra casa, echó el cubo al pozo y comprobó que nada salía. Aquellas aguas ahora estaban limpias. Le mostramos el sótano, oscuro y frío, donde se adivinaban apetecibles historias de fantasmas...
-¿De aquí es de donde salen los fantasmas?,-preguntó irónico.
-Eso creemos...
-¿Y siguen saliendo?
-Ahora salen menos, pero siguen saliendo...
El periodista incrédulo no hacía caso de esas patrañas, pero eran interesantes para el periódico. El sabía muy bien quienes eran los fantasma del pueblo. El mismo los había esperado a la salida del almorejo...Por eso no dejaba de garrapatear en su cuaderno...
No es que salieran menos, es que ahora les hacíamos menos caso. La gente descreída comenzaba a creer cada vez menos en los fantasmas. Mis mismos hermanos mayores dejaban ahora descorridos los cerrojos esperando que algún fantasma se hiciera visible. Una noche vimos como varios franqueaban la puerta de nuestro dormitorio y se quedaban en medio del salón viéndonos dormir. Luego los vimos salir cuidando de no hacer ningún ruido...
-¿Lo has visto?
-¿Y tu?
-Era una mujer de luto con sus siete hijos pequeños. Son los mismos que vimos en la carbonera y les dimos un abrigo...
-¿Los del brasero?
-Ahora parecen más pobres. No dan miedo.
-No he querido decirles nada por no asustarlos...
Hasta ese extremo habían cambiado las cosas. Los fantasmas sentían miedo de los vivos, de nosotros. Andaban con cuidado por la casa, descalzos casi siempre, como si supieran que la casa ya no les pertenecía.
-¿Y por qué no habrán emigrado como otros?
Era un misterio. Se les veía apegados a la casa, eran de la casa como pinturas, ladrillos o puertas. ¿Adónde ir? Se trataba de fantasmas indefensos, mujeres y niños, cuando no ancianos decrépitos que tosían cascados en la noche. Debían saber que existen ciudades grandes y lejanas, con ríos y parques frondosos. Ciudades pobladas de millones de seres, hombres y mujeres. Nunca podrían acostumbrarse a vivir en una ciudad así. Les había tocado la parte más difícil de la vida, ser fantasmas de ciudad en casas antiguas, soterradas, donde había vivido muchos pueblos pasados. Era mejor quedarse aquí, tener al menos la noche, la madrugada, poder consolarse mirando los ojos de los vivos cuando duermen, ver como sonríen o como lloran...
Un día me dije: Quiero hablar con un fantasma, quiero que me cuente su vida. Quién es. Por qué no se ha marchado de esta casa triste. Mi madre nunca ha amado esta casa, ¿por qué sigues aferrado a ella? Y una noche esperé y vi como se abría la puerta del salón, cayó el pestillo y supe que era el fantasma que acudía a mi llamada. Se sentó en mi cama, no noté el peso de su cuerpo inexistente, el olor a sótano de su presencia. Quise verle la cara y no pude. No dijo nada esa noche. Luego vi como se retiraba. Al alejarse fue cuando me di cuenta de lo alto que era. La noche siguiente, más tranquilo, me contó que había sido guardia de asalto, todavía llevaba el uniforme, la gorra de visera, el correaje y la pistola. Las botas altas con polainas. Había estado en la guerra, en Extremadura. Estuvo en Asturias cuando la revolución. Conocía Valencia.
-Yo entonces era un guardia joven, que creía en la revolución...Me casé con una mujer que vive aquí, conmigo. Juntos viajábamos de Valencia a Alicante cuando la aviación fascista atacó nuestro barco, lo hundió y los dos perdimos la vida. Nuestros cuerpos no los devolvió el mar. Como no creíamos en la otra vida, como nuestra esperanza era el paraíso del proletariado, nos quedamos a la intemperie, sin tener donde ir. Desterrados de un mundo y de otro, nos unimos a una ingente multitud hermana de almas errantes apátridas y fue cuando vinimos a esta casa de refugiados. Desde entonces vivimos aquí. Les vimos llegar a ustedes cuando vinieron y quisimos echarlos. Fuimos nosotros los que les pegamos la sarna...
¡Pues vaya mala idea!
Otra noche subió con su mujer, joven y graciosa, que todavía vestía de miliciana, con su mozo azul y su gorro de soldado. Era lo que llevaba puesto cuando cayó aquella bomba por la chimenea del barco. Se le notaba tímida, se le había olvidado conversar con los vivos y todo el tiempo, junto a su marido, estuvo callada. Nos dijeron que otros refugiados hacía tiempo que abandonaron la casa...Después de tanto tiempo, no sabían qué sería de ellos. Seguían esperando, no sabían qué.
-¿Y no tienen miedo?
El guardia negó: Lo que tenemos es lástima. Ahora lloramos por cualquier motivo. Nos gustaría contar a todos lo que nos pasa, pero no podemos. Es imposible. Un muro nos separa.
Temí haberme convertido en fantasma y me desperté asustado. Estaba vivo, el guardia de asalto y su mujer habían desparecido.
Cuando contaba estas cosas a mis hermanos en la mesa mientras comíamos, se reían en mi cara y me llamaban soñador.
-Los únicos fantasmas que existen, son los que salen de noche por el almorejo.
Días después, el periódico local comenzó a publicar sueltos sobre el cráneo famoso, historias inventadas, que nadie se creyó. Quizá fuera por eso por lo que su señoría no se dio por enterado. A veces veíamos a don Arcadio con su levita negra y su sombrero de copa saliendo del juzgado. Nadie osaba preguntar al juez verdades sobre el asunto. Sabía su señoría que aquellas patrañas del periódico era una manera sibilina de subsistir, de atraerse lectores ávidos de novedades.
-Yo no me fío de lo que dice el periódico,-decía alguien en el casino.- No saben como vender más ejemplares...
-Pues algo de cierto debe haber en todo eso,-añadía otro.-Yo estoy guardando todo lo que se publica.
-Ya lleva el señor juez dos años con la dichosa cabeza,- rió un médico puericultor.
-Y los que te rondaré,-rió otro, aspirante a la alcaldía.
-¿Usted ha llegado a ver el cráneo?
-Lo vi en la casa de don Alberto. El forense lo tiene a bien recaudo.
-¿Y que le pareció?
-Que la cabeza corresponde a un fusilado. Uno de tantos como murieron en la guerra.
-¿Se atrevería a decir de quien era esa cabeza?
-¿Yo?
-Si, usted.
-Eso yo no lo puedo decir. Muchas veces esas cabezas así parece como si nunca hubieran pertenecido a alguien. Alguien que te saludaba, que habló contigo, con quien acaso te tomaste una copa de coñac.
Ese juego se prestaba a muchas conjeturas. Para unos, aquella cabeza pertenecía a un comerciante de sedas, un hombre de una cabeza descomunal, que tenía su tienda en la calle Nueva.
-Pudiera ser...
Otros decían que no, que esa cabeza seguro que era de Riquelme, el relojero, que murió en los primeros días de la revolución.
-Un judío...
-No lo dirás por la nariz...
-Pues si, ese cráneo tiene una nariz especial, ya lo creo. Al menos, para los negocios.
Un maestro de escuela, jugador de ajedrez, decía que esa cabeza era de un canónigo de la catedral.
-A ese hombre lo mataron en la guerra. Yo lo recuerdo de niño. Alguna vez jugué una partida con él. Era muy testarudo.
Pero esos comentarios de casino, pronto eran desmentidos por el periódico semanal, que añadía , frío frío.
Al periódico semanal, se unió la emisora de radio local, recién inaugurada, un avance en las comunicaciones que aglutinó a todo el pueblo. A la noche, todo el pueblo oía los comentarios jocosos de los comentaristas sobre fútbol, política o el cráneo...También se destapó en la emisora local un grupo de teatro que representaba los jueves una comedia leída...Tuvieron mucho éxito.
-Os la vais a cargar si seguís representando a García Lorca,-avisaba el representante local del régimen. –Ese autor está prohibido...
Pero, como se había demostrado, la ciudad noble y leal estaba a más de mil leguas del mundo y a nadie parecía importar lo que allí se contaba. Todos nos aprendimos el “Romancero gitano” y aquello de “Antonio Torres Heredia, hijo y nieto de Camborios...”
-Os la vais a ganar...
La emisora fue un éxito de oyentes y de ventas de aparatos de radio. Más que la TV cuando vino...
El que se subía por las paredes era el alcalde perpetuo, que temía por su continuidad. Ya lo tenía advertido el señor gobernador civil de la provincia...
-¡Voy a cerrar la emisora!,-gritaba en la puerta de la casa consistorial.-¡Esa emisora es sindical y no puede hacer programas a favor de los enemigos del régimen!
Pero nunca lo hizo. La política es así. Amenaza y nada más.
El caso es que la ciudad variopinta vivía ahora pendiente de sus medios de comunicación. Era un mundo que acababa de despertar.
























Capitulo 10



Metido el otoño, tenía don Arcadio, juez de instrucción, ultimado el sumario del cráneo del pozo. Más de mil folios en papel registrado y timbrado. Acompañado de ujieres, con el jefe del orden público y sus municipales, se presentó un día en nuestra casa número seis, como expresaba la diligencia. Mi padre citado, estaba allí temprano con su corbata, nervioso, esperando la llegada de la autoridad judicial. A las nueve en punto sonó la campanilla del cancel. Sombrero en mano, solemne, con su vara legal, apareció el usía en la puerta quien, antes de entrar, preguntó a mi padre su nombre y apellidos, edad, profesión, etc., datos de los que un oficial del juzgado iba tomando nota del día, hora y cuantas referencias fueron necesarias, temiéndonos todos lo peor...
-Por favor, usía,-señaló mi padre la puerta del patio.
Toda la comitiva se adueñó en un momento de nuestra casa. Nuestra casa antigua se vio ocupada desde el sótano a la torre. Don Arcadio, con un plano en la mano, fue señalando los lugares de la casa que deberían ser concienzudamente registrados sin omitir rejillas ni losetas. En uno de esos lugares seguro se escondía el cuerpo del delito. Tiene que estar aquí...
-El cadáver correspondiente al cráneo encontrado no ha podido salir de esta casa. Está en algún lugar escondido. Ahora nos toca buscar.
Enseguida aparecieron albañiles armados de pico y pala dispuestos a levantar la casa.
-Procedan,-ordenó el juez.- No dejen nada sin registrar y mirar. Nada sin levantar. Nada sin tocar.
Mi padre no salía de su asombro. Estas gentes vienen dispuestas a derribar la casa por culpa de una dichosa calavera...
-Tenemos indicios de la comisión de un crimen en esta casa y hay que aclararlo...
Toda la mañana estuvieron dale que dale, picando ladrillos y mosaicos, golpeando tabiques, huecos y ventanas...Al medio día, no se había encontrado nada. ¿Dónde estaba el muerto? ¿Se habría convertido en fantasma como los demás?
-No, el muerto está en la casa. Aparecerá,-aseguraba don Arcadio.
-Pero señoría...
Su señoría señalaba el suelo y los muros reiterando sus instrucciones.
Don Arcadio, hombre tenaz, padecía una afección hepática. Casado y sin hijos, todo su tiempo era para el derecho. También para la agricultura. Tenía una rica finca en la vega, donde pasaba muchas tardes en plena naturaleza, lejos del mundo. No en vano era hijo de labrador, de un hombre que puso todo su empeño en que su hijo superdotado hiciera una carrera universitaria. Y lo consiguió. Arcadio había sido siempre un buen estudiante. Amaba la agricultura y amaba el derecho. Tenía una capacidad probada para el trabajo, conseguía siempre su propósito. Lo del cráneo con la frente volada le atrajo desde el primer momento, estaba convencido de que esos huesos guardaban el secreto de un crimen pasional, tenía sus sospechas. El también conocía bien su ciudad. Sabía que el último inquilino de nuestra casa antes de la guerra, había sido el marqués de la Vega Verde, desaparecido en circunstancias extrañas. El marqués libertino jugaba todas las cartas de su baraja para ser el primer sospechoso. Cuando la famosa aventura de los aerostatos, se supo que un médico local tuvo que acudir urgentemente a la huerta a atender un enfermo importante y ese enfermo singular no fue otro que el señor marqués. Se sabía que la aventura de los zeppelines fue el final de aquella casa. Pero todo esto eran chismorreos del periódico local, historias fraguadas en torno a una taza de café. Se decía todo aquello porque el marqués nunca voló en globo, se limitó a ser el anfitrión de aquella trouppe venida de París, los recibió en la explanada de la finca, el marqués en mangas de camisa. Todo el campo de aterrizaje estaba cubierto de mesas y manteles, de botellas de champán y una orquesta ex profeso tocaba valses mientras caían los globos sobre los trigales...
-El único invitado a la fiesta fue el alcalde de la ciudad, don Segundo Primero, que murió hace poco. El era el único que podía contar...
Y poco contó. Cuando le preguntaban en el casino por aquella juerga, siempre se sonreía y se negaba a contestar. Movía la cabeza y decía: Las cosas del señor marqués...
Pero, curiosamente, era en esa fiesta nunca vista, donde tenía don Arcadio puestos los ojos. En esa fiestas campestre tenía que estar el secreto de este crimen: al menos las fechas coincidían. Experto jurista, hombre de buena memoria, investigador nato, estaba seguro de que el cuerpo del señor marqués de la Vega, no estaba en el fondo del Canal de la Mancha.
-Pero si a este hombre le daban pánico los aviones. Jamás voló.
-¿No? ¿Y los periódicos?
El juez se reía:
-Ese cuerpo está, como estaba la cabeza, dentro de esta casa. Ese cuerpo pondrá cada cosa en su sitio.
Mi padre le oía perplejo, no atreviéndose a contradecir a su señoría, dueño de la verdad categórica.
-¿Y no se lo llevarían los refugiados?.-La pregunta era de un ujier de cara triste.
La pregunta no tenía respuesta. Era una estupidez. ¿Para que querían los refugiados los restos de un marqués muerto?
Varios días se buscó por corrales, cuartos oscuros y el sótano de la casa, quizá antigua bodega.

Durante esos días de trasiego, mi madre afligida no salía de su balcón. Procurábamos ocultarle los nulos resultados de la pesquisa judicial. La Josefa, nuestra criadita enana y valiente, con su mandil, no se separaba de los albañiles dando su opinión. Decía que el cráneo podía ser de un cochero que muchas veces paseó a la señora marquesa por el pueblo, la marquesa atrás con su sombrilla.
-A ese cochero, que se llamaba Jeremías, le robaron el caballo. Era tanta el hambre que se lo comieron entre muchos. Decían que era carne de ternera, pero no fue verdad, no, era carne del caballo del cochero. Por eso se murió del disgusto...Como a los gatos, alguien echaba sus cabezas al pozo...
Los albañiles reían las ocurrencias de la criadita enana.
-Entonces,-la pregunta ahora era a don Juan, actor famoso,-¿cree usted que esa muerte fue un crimen pasional?
¡Quién sabe! Don Juan, estando el juez delante, no se atrevía a opinar.
-En cuestión de amores es difícil opinar. Hay amores que matan y eso lo comprobamos continuamente en el teatro y en las novelas.
-¿Y quien mata más?
-Mata el hombre y mata la mujer. Aunque según estadísticas, mata más el hambre.
La criadita limpia se quedaba en éxtasis oyendo a don Juan. Le atraía la labia del hombre sabio, que era cómico y escribía versos en el semanal. Mi madre abandonada la llamaba a voces, lo soltaba todo y subía a saltos la escalera.
-¡Voy!,-gritaba mientras volaba en alas de su mandil.-¡Ya voy, ama!
-¿Qué es lo que está pasando ahí, abajo?
-Nada, ama, nada. Son las cañerías. Han venido unos albañiles.
Mi madre se hacía la tonta por conveniencia y no decía nada. Sabía que se trataba de la justicia...
Mi hermano Gabriel, aficionado a la pintura, se le ocurrió contar que había visto una noche a don Francisco de Goya, pintor famoso, rondando por la casa. Lo conoció por el sombrero y la paleta. Goya, pintor fantasma, se encontraba oculto detrás del pozo haciendo apuntes de refugiados. ¡Siempre con sus dichosos apuntes! Mi hermano estaba empeñado en hacernos tragar su trola, todo porque tenía un libro con láminas del pintor. Su sueño era imitarle. Un día, al mirar el espejo grande de nuestro cuarto de dormir, un espejo de marco cromado, vimos a la familia real de Carlos IV al completo, con el príncipe de Asturias y todos los demás.
A una de mis hermanas le salieron una noche un grupo de mujeres fantasmas como arpías protestando por el rastreo del juez, aquellos golpes, tanto levantar losas y losetas y remover ladrillos...que no les dejaba dormir. Había niños. Muchos fantasmas estaban dispuestos a huir a las casas vecinas, casas medio vacías... Aquellas arpías se lanzaron sobre mi hermana indefensa cuando pasaba corriendo por el callejón de las monjas, la derribaron y le abrieron una brecha de sangre en la pierna. Mi hermana echó a correr sangrando, con la herida abierta, pidiendo socorro, sin poder quitarse de encima a aquellas brujas malditas...
Mi hermano, en cambio, decía que esas brujas con escoba era una creación de Goya, que vivía en el tejado, espiando el paso de esas arpías revolucionarias, milicianas que se negaban a entrar en la iglesia...
-Como el juez siga levantando suelos, aquí nos volvemos todos locos,-decía mi padre resignado.
Mi madre, que todo se lo maliciaba, decidió que lo mejor era hablar con el arcediano, que escribía novelas, y que hopeara la casa.
-Esta es casa de demonios,-decía.-Los demonios son como piojos, se meten en las costuras y no hay quién los eche. Lo mejor sería mudarse y pegarle fuego a esta casa...
Esa solución drástica asustaba a mi padre. El conocía esta casa desde niño, la había visto en los días grandes, cuando el marqués y la marquesa daban fiestas a gente principal.
-¿Y a qué venías tú a esta casa?
-Porque mi abuelo era coronel del regimiento, hijo de un conde, creo.
Aquella respuesta era terminante. Mi padre enrojecía de satisfacción.
Una mañana hubo alarma general. Los albañiles había topado con un muro hueco. Detrás podía haber algo.
Vino avisado el señor juez y autorizó que el muro fuera derribado. Expectación general. Olía a viejo y húmedo. A meadas de gato. Todos nerviosos. Don Juan mismo apareció agarrado al puño de su bastón. Quien no disimulaba su sonrisa era el señor juez, las lentes en la punta de la nariz, quien se reservó el derecho a desprender el último ladrillo. ¿Estaría allí el señor marqués de la Vega Verde? Cayó el último ladrillo y quedó a la vista un trastero. Se adelantó su señoría, alguien iluminó con su linterna el lugar, una estancia de ladrillo rojo, ¿árabe?, evidentemente muy antigua. ¡Qué olor!
-¡Mire!,-señaló el portador de la linterna.
Todos miraron. De la pared caía una argolla con una cadena que sujetaba el cadáver disecado, en costillar, desparramado, de un perro de presa, de cuyos ojos se desprendía un vacío de muerte. Alguien lo había asesinado porque vieron que tenía un agujero frontal como la calavera del pozo.
-A este animal lo asesinó la misma mano que mató al hombre del cráneo del pozo,-confesó don Arcadio estupefacto.- La bala salió de la misma arma.
-Pero, ¿por qué apesta a meada de gato?
¡Era por la gatera!
Todos comprobaron las palabras del señor juez.
-Estamos en la pista. Esto confirma la evidencia del crimen. La muerte a sangre fría de este animal lo dice todo.
-¿Piensa que ambas muertes son cosa de refugiados?
-No, imposible. Estas muertes son anteriores al alzamiento militar. Que nadie toque estos restos. El asesino no está lejos...-aseguró firme don Arcadio.
-Señoría, mire,-dijo todavía el de la linterna.-El perro tiene en el cuello una plaquita.
-Dato importante,-aseguró el juez.-Veamos...
La plaquita de plata decía: “Centauro, perro guardián de esta casa, 1927
-¡Así se llamaba el perro del señor marqués!,-dijo feliz mi padre.-¡Me acuerdo bien! El señor marqués se hacía acompañar muchas veces por su perro. Yo mismo lo acaricié alguna vez...Su perro de caza...
-Al menos podemos confirmar que ambos cráneos fueron muertos por la misma mano,-reiteró de nuevo el señor juez.-El cráneo humano puede ser del señor marqués de la Vega.
-Este perro lo trajo el señor marqués de París,-repitió mi padre, contento de haber podido aportar algo a la causa.
-Tome nota de todo,-ordenó su señoría a su oficial que se esmeraba por no perder detalle.-Mañana seguiremos nuestro trabajo, suspendamos de momento la búsqueda. Creo que estamos en la recta final de la investigación. Revisen todo lo que hay en este trastero. Veo que hay baúles y alfombras. No pierdan de vista ningún detalle. De todas maneras, el cuerpo que buscamos no está precisamente en este habitáculo, creo adivinar donde se esconde.
Los albañiles golpearon las paredes que no respondieron a vacío. Se trataba de muros sólidos. Más allá del perro muerto no se veía nada. El baúl estaba vacío y las alfombras pertenecían a la escalinata de la casa. Parecían manchadas de sangre.
Cerraron con cuidado el trastero, retiraron la alfombra persa y se marcharon hasta mañana.

Ellos se marcharon, pero nosotros nos quedamos un día más en nuestra casa sin saber las cosas que podían ocurrir esa noche. Mi madre, al verlos salir, el señor juez y don Juan, se hartó de llorar en su balcón. Pasaba la gente curiosa, se detenía delante de nuestro portal, movía la cabeza y miraban a mi madre con lástima y conmiseración. Era público en la ciudad lo que se estaba buscando y como el muerto estaba a punto de aparecer.
-¿No han encontrado todavía nada?
-No, solo un perro muerto.
-¿Un perro muerto?,-preguntaba la gente extrañada.
Nadie sabía que podía pintar ese perro en puros huesos en esta historia. Menos que estuviera escondido y tabicado en un trastero. Fue al día siguiente cuando los albañiles, picando en el muro del sótano, se encontraron con la sorpresa de que se les cayera el muro y se encontraran con la boca de una mina secreta, una escalera en caracol que bajaba y se perdía en la noche de los tiempos.¿Qué era aquello? Alguien corrió a dar cuenta a don Arcadio del nuevo hallazgo. Vino don Arcadio y vino don Juan y vino enseguida don Pompeyo Romano, el ilustre historiador, para dar su opinión. Hubo que armarse de linternas. Primero bajaron, expertos en galerías, los albañiles con sus espiochas y dos guardias municipales con linternas para explorar, por temor a sorpresas y peligros. Esta vez don Arcadio contrariado se quedó en la puerta. No le gustaba el sesgo que tomaba el asunto, no estaba en sus cálculos una galería secreta en sus pesquisas. Aquello parecía árabe o romano, ajeno al sumario de un crimen. Todo el mundo quedó a la espera del resultado de aquella investigación.
-Minas como esta,-comentó don Arcadio un poco fastidiado,-hay muchas en esta ciudad antigua. ¡Vaya usted a saber lo que tenemos debajo de los pies!
Regresaron al rato los exploradores portando en sus manos trozos de cerámica, candiles romanos y restos de animales menores...Salieron triunfales, diciendo que la galería, más adelante se abría en otras galerías que tomaban trayectos diferentes.
-Hay una vía principal, más ancha, que pasa por debajo de la catedral y sube por otro lado al seminario. Se ve que es camino viejo. Hasta se oye el paso de una acequia, que debe correr cerca.
-¿No serán los refugios de la guerra?,-preguntó el ujier de cara triste.
-Los refugios esos todavía existen y no tienen tantas galerías. Esto es otra cosa. No se ven pisadas recientes...
Don Juan, hombre conocedor de la historia local, dijo que siempre se dijo que existe una galería que unía la vieja mezquita musulmana, sobre la que se asienta la catedral, con la alcazaba. Posiblemente paso secreto de soldados...
-Pero seguramente esta galería debe ser más antigua, aquí estaba ubicada la ciudad romana, por algo todavía conserva su nombre: barrio latino....-añadió don Juan declamatorio, orgulloso del pasado histórico de su noble ciudad.-En muchas casas de esta calle e incluso en la iglesia de la Concepción, al hacer obras, se han encontrado columnas y baños romanos, ánforas y estatuas...Señores: estamos sobre nuestra ciudad más antigua. Puede que bajo esta tierra se encuentren enterradas las piedras de un teatro romano como correspondía a una cívitas que tenía la ciudadanía romana y acuñaba monedas...Esta ciudad tenía los mismos títulos de Filipos, era Colonia Julia Augusta Gemela y tenían el ius italicum... San Pablo le dedicó una de sus epístolas, la de los Filipenses... A San Pablo le gustaba visitar las colonias de legionarios jubilados...
-¡Habrá que investigar a fondo lo que se esconde en este suelo!,-exclamó doctoral don Pompeyo Romano, examinando las pequeñas piezas encontradas.-Todo es un tesoro de incalculable valor arqueológico...

El hallazgo, con la contra de don Arcadio, suspendió ese día la exploración de la casa en busca del cadáver oculto. La noticia del importante descubrimiento arqueológico en nuestra casa, movilizó la ciudad. De la nada, la casa se convirtió en la casa más buscada de la ciudad, todos querían ver aquellas catacumbas, aquellos caminos misteriosos de los que algunos tanto sabían. Don Fandila, director del periódico semanal, vio por fin llegada su hora, la mina podría la salvación de su periódico. Así se lo comunicó a su canijo impresor desconfiado que no manifestó ninguna alegría por el hallazgo, diciendo que mientras él no cobrara, le importaba tres leches la galería... -¡Yo no puedo seguir viviendo del aire!,-le gritó al director dispuesto a dejarlo solo ante la imprenta.-¡O me paga, o me largo!
Esta vez, en momento tan crítico, don Fandila, él sabrá como, le pagó, no todo, pero le pagó. El resto quedaría para más adelante...Y el impresor se quitó el sombrero y el abrigo y se puso a trabajar como siempre... Don Fandila Sánchez, convenció con promesas a mi hermano seudo arqueólogo para que, esa noche, antes que nadie, le facilitara la entrada en secreto en la galería encontrada. Iría acompañado de dos falsos expertos a ver la mina, sacar fotos, si se podía, y de paso apoderarse de posibles objetos históricos. Bajaron esa noche a la mina con linternas y casco de buzo y allí permanecieron hasta el alba en que, sin que nadie en nuestra casa lo supiera, abandonaron la casa. ¿Qué ocurrió esa noche? Pasó que caminando llegaron, por la vía principal, hasta la cripta de la catedral donde está el pudridero de obispos y canónigos. Un endeble tabique derruido les hizo encontrarse con el macabro hallazgo, que nosotros, cuando salíamos de la escuela, veíamos colgados de las ventanas de forja que dan al paseo. Allí, unos sobre otros, revestidos, con casullas y calcetines rojos, esqueléticos, las manos raquíticas sobre el pecho, contemplábamos con horror morboso aquellos cuerpos polvorientos. A la vista del hallazgo, los falsos amigos que acompañaban al director periodista, se negaron a seguir, diciendo que ellos no pisaban un lugar sagrado.
-¡Salgamos de aquí!,-chillaban.-¡Este es el cementerio de los curas!
-Pero, qué importa...,-decía don Fandila, siempre dispuesto.
-¡Qué no! ¡Nosotros nos vamos!¡Qué miedo, Dios mío!
Lo dijeron y lo cumplieron. Salieron rápidos de la mina, jurando no volver a pisarla más.
Todo eso lo supimos por mi hermano sobornado, que negó haber sido él quien franqueara la puerta a don Fandila.
-Entonces, ¿cómo han entrado?
-¡Y yo qué se! ¡Habrán sido los fantasmas!
-No, no...Los fantasma no abren las puertas a los vivos...
Que Fandila dijera en su periódico que había entrado en la mina arqueológica y que quisiera dar pruebas de que era verdad, como el guante rojo de un obispo o una mitra, nadie se lo creyó. Un Fandila siempre sonriente no tenía crédito entre sus lectores. Le seguían la corriente, se reían con él, pero no lo tomaban en serio. Aunque seguía contando sus historias...
-Fandila, ¡no nos vengas con historias!
El primero que no lo creyó fue don Arcadio, quién no le dio importancia a sus crónicas subterráneas, como las titulaba. Es más, contaron que el juez, hombre serio, se había reído mucho del encuentro macabro que el periodista había contado en su periódico con la cripta mortuoria de la catedral...
-Todo el mundo conocía esa vía subterránea que va a la catedral y, ahondando, -seguía el juez,- sale por debajo del Paseo a la barbacana...De niños, muchas veces nos metíamos por ahí y llegábamos a la cripta...
No pudo Fandila mostrar objetos romanos ni árabes, porque esa noche no pudieron encontrarlos. Todo lo más los canónigos difuntos podridos en sus ataúdes...
Más seria fue la expedición que organizó don Pompeyo Romano con un grupo de alumnos seguidores suyos, gente fiel, bien pertrechados, hicieron a la misma galería. Don Pompeyo creyó a Fandila, ambos habían tenido una conversación privada donde el periodista puso en antecedentes al historiador...
-Yo voy a comprobar lo que me estás diciendo,-le dijo don Pompeyo a Fandila.-
Visitó don Pompeyo la galería con su mina. Llevaban lámparas mineras, anduvieron el subsuelo, comprobaron lo contado por Fandila y descubrieron algo importante, posible solo a un experto. Encontraron los cimientos de lo que fuera mezquita musulmana y una cueva oculta que pertenecía a una basílica paleo cristiana, una Martyria, donde se encontraban enterramientos de mártires, dos sarcófagos, que don Pompeyo trató de descifrar nervioso, siempre creyó que uno se refería a Félix, epíscopo y el otro nunca se atrevió a decir.
-Quizá estemos ante la primera iglesia cristiana de la ciudad y no sabemos si de España...,-confesó emocionado don Pompeyo.-Hay que hacer un estudio a fondo. Me encargo de poner este descubrimiento en conocimiento de la autoridad universitaria competente...
De esa basílica sacó don Pompeyo un crismón y una inscripción latina muy deteriorada. También la cabeza de un buen pastor...Pruebas que el señor obispo conoció y guardó como un tesoro en el museo catedralicio, a la espera de otros estudios e investigaciones...De todo eso, reconocida su autoridad, se encargaría don Pompeyo Romano quien hizo unas importantes declaraciones al periódico semanal. Todo el mundo en la ciudad, orgullosa, conservó ese ejemplar del periódico de Fandila que se convirtió en importante documento histórico.
-¡Ya podemos presumir de historia!,-decía el historiador. Hasta ahora solo hemos sido presuntos, ahora todo ha cambiado... ¡Aquí estuvo San Pablo y yo me encargaré de probarlo!
Las palabras emocionadas y vehementes de don Pompeyo arrancaron cientos de aplausos. Se merecía un homenaje...
-Lo tendrá,-dijo el alcalde.
Esos días tuvimos conferencias en el casino. Vinieron doctos profesores universitarios quienes recordaron que esta había sido una próspera colonia romana, el paso de la vía Hercúlea, las monedas con las efigies de Diocleciano y Octavio...La ciudad, era verano, vivía uno de sus momentos eufóricos más importantes. Más cuando vimos que el gobierno empezaba a acordarse de nosotros y vimos máquinas en la Plaza dispuestas a echar abajo las ruinas de la guerra y comenzar la construcción de la nueva ciudad... Mucho se tardó en esta tarea, pero al menos se comenzó...Lo primero que se nos construyó fue un cine que sustituyó a los provisionales que teníamos aprovechando el aforo de un almacén y luego de otro más moderno...
Pero, bueno, vamos a lo nuestro...








Novela por entrega




Autor: José Asenjo Sedano, 2008

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