Reproducimos el siguiente artículo de CARLOS ASENJO SEDANO, publicado en el periódico IDEAL, de Granada del día 6 de enero de 2009 por la aproximación sentimental y poética que tiene con el autor de este blog, habitante familiar de aquella calle inolvidable, paisaje de una de mis novelas inéditas cuyo primer capítulo se publica en estos cuadernos literarios.
SINUOSA, curvilínea, casi con nostalgias de mujer seductora. Estrecha de cintura como una avispa y de cuello largo como un cisne plantado en espera de un amor. Bonita desde los pies de su estrecha entrada, a la cabeza egregia de su acceso a la fortaleza murada donde Ibn Aljatib asentaba el poder y la gloria de los nazaríes. Vieja alacaba de aquellos musulmanes maliquíes de antaño por donde discurría el hilo que ataba la mezquita almohade a la morada del poder, la alcazaba, a la sazón pletórica de almalafas, hoy, luego, después, sólo melancólico camino por donde los seminaristas aún con sotanas y buenos propósitos, debidamente pastoreados, se desplazaban desde su mansión comunitaria aquella de los deudos del maestre don Lope de Figueroa, el de Lepanto, ese que, más tarde, corriera a Flandes por el mítico camino español a más velocidad pedestre que haya hecho, hasta hoy, ningún soldado con sus tropas, a la sazón nada menos que los Tercios de España, aquellos cuyo capitán era el de «la torcida espada, el de la capa colorada y el buen caballo alazán», mientras sus soldados prometían a la moza de la esquina, confiada y enamorada, ante el Cristo de su pueblo, volver enseguida, que sólo se trataba de ir por tabaco, como aquel Diego de la fábula y el romance, que después y por siempre se olvidaban del camino de vuelta. Y es que las flamencas, decían, eran de mantequilla derretible al menor calor de aquellos soldados de acero y leyenda. «¡Capitán de los Tercios de Flandes»... Un suspiro, un desmayo y la gloria del Paraíso que no conocieron ni el Dante ni Don Quijote. Ni posiblemente el bribón de Don Juan ni quizá el sibilino y astuto Casanova.
Y tras los románticos y los ismos, ese camino secular, antes que alacaba, decumanus romano colonial, acabó siendo, por arte de la guerra y de la paz, porque no hay guerra que cien años dure, aunque la llamada 'De los cien años' recuerdo que duró hasta ciento dieciséis, pero, con todo, ahí acabó, si bien otros aseguran que la secular Guerra de España, sea entre romanos y cartagineses o entre moros y cristianos o la más reciente entre blancos y negros, es negocio de nunca acabar ; ese camino, digo, acabó siendo mi calle y morada de la Concepción, pletórica de monjas concepcionistas, a veces enamoradas, recompuesta por el Barroco clerical de la mano de ese dramaturgo misterioso y escatológico que fue el doctor don Antonio Mira de Amescua y el otro mecenas converso que fue Ruy Páez de Sotomayor o Ruy Méndez de Sotomayor, cuando el cambio de apellidos trataba de camuflar dilatadas tragedias familiares mientras nosotros niños jugábamos con pelotas de trapo y cometas de caña y papel con mucho hilo y siempre la mirada en el cielo.
¡Mi calle de la Concepción¡ ¡Cómo la recuerdo y la añoro hoy, distante en el tiempo y en el espacio¡ Por allí, niño desconcertado de la posguerra, boquiabierto ante la maravilla salvada, a pesar de todo, de la vida y de la mole catedralicia, correteé cuanto pude desde el caño al coro, desde la escasez a la mocedad, desde la escueta lectura de una flaca enciclopedia a la biografía atormentada de lord Byron, aquel famoso cojo de los grandes éxitos amorosos de todo cojo, a los complejos y atrevidos versos de Catulo o a los otros más ortodoxos de Virgilio y Horacio, pasando por los floridos campos de Shakespeare, Cervantes o Montaigne, deslumbrado ante el otro mundo que había detrás de tanta letra, tanto genio y tanta humanidad, cuando descubrías que el mundo era aún más dilatado que la plaza de tu pueblo y el vuelo corto de sus palomas, sin dejar, por eso, de pelear con toda clase de perros y gatos y hasta ratas y lechuzas.
Allí, en aquella calle de la Concepción, viejo palacio de los Guirales, de los doscientos caballeros de la Reconquista y la gloria, de la repoblación y el expolio, viejo palacio de vetusta heráldica y escondidos misterios, allí también, por primera vez, se me hicieron visibles las muchachas en flor, aunque larguiruchas y flacas, a caballo de miradas melancólicas, sin saber lo que querían ni lo que pretendían, largas noches de vigilia y desasosiego tras las páginas de cualquier libro de Bécquer nunca acabado de leer mientras la lluvia salpicaba los cristales «y caía la nieve y no estabas tú»; «cuando el sufrimiento erótico, según Proust, no tiene límites y todo amor sexual es trágico». Y recordaba, después, aquello que decía Freud, que uno se enamora para evitar la enfermedad, mientras su colega Proust afirmaba que el amor era algo así como descender al infierno de los celos Y uno pensaba que acaso ambos llevaban mucha razón, muchísima razón
Allí, en aquella calle de la Concepción, no mucho después, también acabé por recibir la primera carta de amor confuso procedente de algún lugar secreto y escondido de la geografía de la gloria, allá al otro lado del mundo donde, decían, habitaban las huríes del profeta.
Y luego, otras cada día más fogosas. Cartas de letra prieta, de tinta morada, que parecían decir mucho sin apenas decir nada, con acaso algunas promesas imaginadas más que escritas con el extraño encanto de precipitar alocadamente los latidos de un corazón que creía morir de manos de más esperanzas que realidades. Cartas rítmicas, como el domingo de todas las semanas; cartas desesperadas por incomprensibles en sus promesas a largo plazo, por sus celos encubiertos. Cartas entre mágicas y simbólicas, quizá cabalísticas, que convertían el ínterin de la espera de la secuencia siguiente en un tormento de difícil incomprensión para aquel adolescente mozo sin barba que afeitar aún que se creía un discípulo de Don Quijote el de La Mancha, envidioso de aquel Romeo que debía partir en cuanto cantaba la alondra, al tiempo que ella jugaba a la gata y el ratón..
De aquella casa y calle de la Concepción, tan bonita y tan romántica, también un día salí vestido de soldado, desde hoy, entonces, casi un niño, para coger y aprender el arte del fusil, de la ametralladora, de las bombas, de la guerra , mientras desde el balcón, los míos, me veían partir, de momento a una guerra incruenta, que nadie sabía en qué podía acabar. Con mis pesados botos de soldado, con mi gorrillo pinturero del que colgaba aquella borla inquieta que no cesaba de bascular de un lado a otro, quizá mudo testimonio del acelerado tic tac de su corazón camino de lo desconocido, sin móvil ni tarjeta de crédito, y sólo la esperanza a caballo de una carta y un retrato de aquella divina mujer de la ilusión. Pero todo era, decían, por amor a la patria, y cuando el bosque se quemaba algo nuestro se quemaba, hasta que supe que el bosque era sólo del señor conde.
Cuando volví, ya a mi calle de la Concepción era otra cosa, acaso porque ya no era yo el niño de entonces, aquel surgido de las penumbras de la guerra, del humo de las bombas, de las cartas intranscendentes y sin sello de aquellas presuntas ingenuas enamoradas, con remite camuflado y sólo promesas entrevistas, sin despedidas apasionadas o cabalísticas. Ni por allí ya transitaban seminaristas de sotana y apenas monjitas jóvenes Yo ya era un hombre, o eso al menos lo creía yo con mi incipiente bigote, aunque hoy veo que todo era presunción de ignorante de corta edad y mucha ilusión, porque un hombre es un saco de decepciones y de ilusiones frustradas, a pesar del bigote y hasta de la barba, empezando por los Reyes que ya eran los padres, y la patria que sólo era una excusa del poder y quizá sólo una entelequia.
Pero, con todo, y a pesar de la mejora, si es que mejora nos ha traído el tiempo de las vacas pingüedines, el recuerdo de aquella calle y casa de la Concepción, hoy ya destrozadas y reconstruidas, me llena de melancolía el alma y el recuerdo cuando ya sé más de fusiles que de poesía.
Y, además, sin recibir las cartas almibaradas de antaño, mientras el Fisco aguarda siempre con la cesta presta del impuesto o la otra de la sangre, mientras yo, boquiabierto, me preguntó qué fue de todo aquello de mi juventud perdida.
CARLOS ASENJO SEDANO, en el periódico IDEAL, de Granada, 6 de enero de 2009, Epifanía del Señor.
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