miércoles, 28 de enero de 2009

LA CASA NÚMERO SEIS (Capítulos 7 y 8)















NOVELA POR ENTREGAS.
Autor: JOSÉ ASENJO SEDANO










Capítulo 7



Hicimos la primera comunión en mayo, primavera en la guerra mundial. No importa el año. Todavía se consideraban vencedoras las tropas alemanas campando por Europa. Hicimos aquella primera comunión centenares de niños que no pudimos hacerla durante la guerra civil. Éramos niños republicanos que teníamos prohibida la religión, opio del pueblo. Las iglesias estaban cerradas o convertidas en teatros, garajes o simples ruinas. La hicimos a nuestro aire, sin traje de marinero, con nuestro pantalón corto y nuestra camisa limpia. Las niñas, solo unas pocas, vestidas de princesa. Yo, como complemento de mi camisa, llevaba un lazo con un copón bordado con hilos de oro. Alguien me lo prestó para ese día. A todos mis hermanos les pasó igual. Pero aquel fue un día grande, el más grande. La iglesia estaba a rebosar, tocaba el armonio, cantábamos, y cuando salimos a la calle, éramos también primavera. Lucía el sol. Nos sentíamos pájaros soltados de su jaula. Dios estaba con nosotros. Fue un día alegre en que procuramos portarnos bien, ser obedientes, ser respetuosos. Nuestros padres nos besaban y no sabían qué regalarnos. Mi madre lloró emocionada recordando su primera comunión, otros tiempos, la alegría de su casa, aquella iglesia tan bonita...
Pero la guerra seguía. Muchos de nuestros jóvenes sin futuro, sin trabajo, se fueron a esa guerra. Muchos no volvieron. Un día regresó uno, un gitano vestido de soldado alemán. Estaba rodeado de su tribu, sentado en un banco, silencioso, mientras sus parientes hablaban si quitarle ojo, pendientes de aquel extraño. Le habían dado permiso. Miraba callado sus botas flamantes, quizá su tesoro de la guerra, la mente perdida en algún lugar lejano de aquel país y de aquella guerra asesina...Le preguntaban y no contestaba, quizá se le había olvidado hablar, no sé... Aquel soldado fue mi retrato de la guerra, aquel muchacho apagado, cruzadas las piernas, pendiente todo el tiempo de sus botas militares o de las andaduras de aquellas botas de cien leguas, hechas para la nieve. Menos mal que aquel gitano indefenso se libró de morir y un día regresó, todavía con aquel hábito bélico...Alguien lo colocó en el servicio de limpieza del ayuntamiento, hasta que fuera recobrando el habla y la alegría. Entonces contó que había estado en el frente ruso...





Pero lo que más recuerdo, era el frío de esos meses, el cielo siempre pintado de gris, la sierra de nieve, las calles llenas de gente inactiva. ¿Qué pasaba? La escuela, sin calefacción, la casa en ruinas, las ventanas sin vapor, nuestros pupitres...El mapa. ¿Qué nos decía en verdad aquel mapa marco de la guerra, un mapa de hule, donde se veían fronteras delimitadas: España, Francia, Alemania, Polonia, Austria...nombres que ya no decían nada, que a nadie importaba, porque ese marco guardaba un paisaje de ruinas y de muerte...Eso era la Europa milenaria, solar de la cultura occidental...Y esta de aquí abajo, hasta el Estrecho de Gibraltar, era España, hundida junto al mar, hambrienta y triste, sin luz en sus noches, sin sol en sus días, sin calor en las manos... Sin mañana...¿Acaso los fantasmas eran verdad? ¿Será que todos somos fantasmas, desde Rusia a Portugal, y esos gritos que oíamos en la noche, ese arrastrar de cadenas, llorando, siempre con lágrimas..., éramos nosotros incapaces de encontrar la puerta de salida de la horrible pesadilla?...
-No hay fantasmas. Eso que oímos de noche, es el viento, abriendo puertas y ventanas. Hay fantasmas porque tenemos miedo...
No lo podíamos creer. Los fantasmas existen.
-¡Que no!
¿Cómo podía ser eso posible? No, nosotros lo que teníamos era hambre. Los fantasmas eran los que vivían abajo, en el patio y en el sótano, los refugiados, dueños de la noche...
Nos llevaron a ver un fantasma que salía por la boca de un Almorejo, un río embovedado al pie de la alcazaba que arrastraba una corriente fétida, calle de San Miguel adelante. Se corrió la voz entre la chiquillería y fuimos esa noche a verlo salir encapuchado haciendo sonar una cadena. Había poca luz, nula luz, y lo vimos con hábito blanco portando una vela encendida de ultratumba. Parecía un gigante, largos brazos terminados en manos huesudas, manos de cadáver, que nos causaron pánico. Muchos echaron a correr, otros resistieron la embestida dispuestos a ponerle cara al ser maléfico, tomando piedras para defenderse. Y hubo ataque y hubo estampía del fantasmas que apagó su vela y corrió veloz hacia el embovedado de aguas inmundas y fecales...
Era claro que se trataba de un falso fantasma. Lo que pretendía ese ser inmundo era que la calle quedara libre de posibles testigos de escarceos amorosos, porque, al parecer, aquel era teatro de encuentros eróticos. Era un método antiguo de asegurarse el campo. Lo supimos luego cuando alguien nos señaló el fantasma con la cabeza vendada, herida causada por una piedra volada...
Fantasmas así salían muchas madrugadas amparados en la escasa luz, el miedo o la lluvia. Pero nadie les hacía caso.
Nuestros fantasmas eran otros, muy diferentes, eran fantasmas verdaderos que salían a media noche, a veces con toque de campanas, y nadie podía verlos. Eran invisibles e intocables. Aun cuando supiéramos que tenían historia, que muchos los habían conocidos vivos. Una noche oímos en la calle la voz de alguien que nos sobrecogió. ¡Era una voz conocida! ¡Era la voz del chantre de la catedral, muerto hacía poco, cuando cantaba en el pontifical! Reconocimos su voz gutural y, cuando corrimos al balcón para verlo, lo vimos calle abajo envuelto en su manteo sin tocar el suelo. Parecía como si se lo llevara el viento...
-¡Es el chantre! ¡Es don Francisco!
Todos estuvimos de acuerdo. Aquel fantasma iba de vuelo a la catedral.
Ya nos habían dicho que nuestra calle, de la catedral al seminario y viceversa, calle de canónigos, era calle habitual de clérigos y seminaristas. Pasaban como si estuviesen vivos, ingrávidos, canturreando o diciendo latines, arrastrando grandes zapatones, como era el caso de don José Mínguez, organista y compositor, al que se le oía muchas noches tocando fugas y cantatas de Bach...
Pero los fantasmas clérigos parecían siempre felices, daban la impresión de que ignoraban su condición de fantasmas y, cuando pasaban por nuestra casa, al vernos en el balcón, saludaban con un ¡buenas noches! y una sonrisa cadavérica pero agradable...Por eso no infundían miedo, lo más cierto escalofrío...
-Esos curas gozan de Dios. ¿No ves como sonríen?
-El otro día, con el viento que hacía, vimos al sacristán mayor acompañado de capilla. Salimos al oír la música y el gorigori, pero no vimos a nadie, solo al sacristán con la sotana desabrochada queriendo volar...
Estas historias nos llenaban de pavor.
-Entonces, los fantasmas andan por todas partes...
-Es que arriba, junto a la iglesia, está el panteón de las monjas.
-Una noche salió una novicia perseguida por un francés...La novicia llevaba sangre en el hábito y gritaba abriendo la boca, pero sin sonidos...Se veía que estaba fantasma...

Una de nuestros juegos en invierno, recién terminada la guerra, después de tres años sin curas, era jugar a decir misas. Se montaba un altar en una mesa o en un arca con estampas de Jesús y de María y misales simulados con enciclopedias del colegio. El oficiante podía ser cualquiera, aunque siempre eran los mismos, el vecino o mi hermano Manolo, dos falsas vocaciones. El vecino, pelado al cero, decía su misa delante del arca revestido con las enaguas de su madre y una pelliza de su padre labrador como casulla. Todos nos sentábamos en actitud devota en el suelo, las niñas con velo, nosotros casi siempre en actitud hostil. Nuestro cura asomaba por una puerta después de un campanillazo y comenzaba su letanía que terminaba en risas y tortazos, el oficiante no permitía el pitorreo y nos echaba a patadas a la calle. Lo de mi hermano Manolo, el último vestigio de nuestra guerra, bautizado en la posguerra, era siempre una misa privada de él para mi hermana que aparecía en su iglesia de mantilla, guantes, zapatos de tacón de mamá y libro de misa con estampas de santos...En cuanto la fiel se descuidaba, o decidía abandonar la iglesia por imperiosa necesidad, el oficiante corría a sustraerle las estampas con disimulo, siguiendo su misa, o su sermón, como si nada hubiera pasado, hasta que la fiel devota se daba cuenta del hurto sufrido y lo atacaba lanzándole los zapatos, el libro misal o la peineta, obligándole a abandonar el ara y el botín robado...¡Aquel cura era un mal cura! Durante varios días dejaban de hablarse... Hasta que se reanudaban las misas...
Cuando llegaba la primavera, lo propio era correr al campo que empezaba a verdear y llenarse de colores. Era el tiempo de la guerrilla...¿Quién no salía a pelear? ¿Quién no terminaba descalabrado? La sangre es el color de la vida...














Capítulo 8



Próxima la Semana Santa, tiempo de austeridad y penitencia, repicaron las campanas de la catedral y las campanas de las parroquias y conventos, campanas famélicas de posguerra, anunciando la llegada del nuevo obispo, vacante la sede durante varios años. Todo el pueblo engalanado se lanzó a la calle para ver con sus ojos a este nuevo pastor que venía a ocupar el solio de un mártir, don Manuel, un obispo ejecutado en agosto en Almería, frente al mar, 1936, junto con el obispo local y más clérigos. La noche de aquel verano se incendió de fuego y los cuerpos de los mártires asesinados fueron prendidos en llamas, como hogueras vivas.
Ahora, la ciudad y la diócesis, terminada la guerra civil, recuperaron la normalidad. Fue tanto el gentío que acudió ese día a ver al nuevo obispo, que muchos, a pesar de la vecindad, no pudimos verlo. Solo alcanzamos a oír el clamor del órgano...
-¿Has visto al nuevo obispo?
-Yo, no. ¿Y tú?
-Yo tampoco.
-¡Qué lástima de don don Manuel!
-¿Y este como se llama?
-Este se llama Rafael y viene de Linares...
Sería después, pasada la novedad, cuando podríamos contemplarle revestido de pontifical, con la mitra y el báculo, en el altar, como siempre lo teníamos imaginado. Al menos así estaba san Torcuato, el primer obispo de la diócesis, también mártir, en su capilla. También lo veríamos detrás de las procesiones, bendiciendo y saludando. Y por nuestra calle, con sotana y fajín rojo, camino del seminario. Como era pastor, un día mi hermano menor le hizo echar una cabra que se había colado en nuestro portal y no le dejaba entrar.
-Obispo, obispo, le dijo, entra y echa la cabra de mi portal...
Y el buen pastor, entró y sacó a la cabra que tiraba al monte...
La catedral era nuestra iglesia. Nos gustaba sentarnos en el coro mutilado de santos, un coro de ciprés herido, un coro mártir, para oír los cantos de la escolanía, canto de ángeles. Muchos de mis compañeros de colegio se fueron al seminario. A mi me tocó ir a una academia, que estaba en una antigua casa con escudo noble, donde empecé mi bachillerato después de largos años de escuela.
-¿Y había fantasmas en esa casa?
-Si.
-¿Y también en el seminario?
-También. Había fantasmas en todas partes.
Un día se presentó en la ciudad un coche militar con banderín y se detuvo delante del palacio episcopal. Se bajó del coche un militar alto, grueso, de grandes bigotes, queriendo ver al señor obispo. El portero avisó a don Rafael, que así se llamaba el obispo, diciéndole que en la puerta había un sargento con unos bigotes muy grandes que quería verlo. El obispo supo enseguida que ese sargento de los bigotes era el general Saliquet, uno de los vencedores de la guerra...Se puso nervioso el solideo y corrió a la puerta a recibirle...
-¡Madre de Dios!
-Había fantasmas en todas partes. También los había en el palacio episcopal.
-¡Dios mío!
Otro día vino a la ciudad el mismo Franco en persona con parte de su ejército. Desde la mañana se le estuvo esperando en la ciudad, ocupados los tejados por policías y guardias civiles, armados con metralletas. Todo el mundo salió a la calle con banderas cantando himnos patrióticos queriendo ver con sus ojos al Generalísimo.
-¿Y que pasó?
-Que pocos pudieron verlo. El Generalísimo, después de hacerse esperar, precedido de coches y policías, llegó a la ciudad y se fue directo, cruzando la Plaza, a la puerta principal de la catedral donde le esperaba el obispo y las autoridades, entró, oró y salió por otra puerta donde le esperaba ya su coche con el motor en marcha y despareció. Nadie le pudo ver..
-O sea, que pasó como un fantasma.
-Pues eso, nadie le vio. Ahora pienso que aquel coche y ese caudillo que no vimos, era un fantasma. El verdadero dicen que estaba en El Pardo y de allí no salía...
La gente se quedó boquiabierta, con la banderita nacional en la mano, con sus cantos en la garganta. Si no lo veo, no lo creo...La larga comitiva se perdió por la carretera en una nube fantasmal...
-Y es que los fantasmas existen, pero son invisibles. Y esa vez tuvimos la prueba.
Durante mucho tiempo tuvo la gente en su mente esa visita secuestrada, la nube de polvo y el crepúsculo de los dioses.
-El fantasma de Franco ha pasado por Guadix...
-¡Dios bendito!
A todos nos hubiera gustado, y ese era el motivo de nuestra manifestación masiva desde horas tempranas, que el Generalísimo se hubiera bajado del coche, se hubiera asomado al balcón como cualquier vecino y nos hubiera dicho lo mucho que nos quería, un pueblo sufridor. Luego pensamos que alguien habría corrido la voz de que este era un pueblo fantasma, lleno de fantasmas, fantasmas hasta en las alcantarillas. Era mejor que pasara de largo. Estaba visto que ni los policías bien armados mirando desde los tejados se sentían seguros. En cualquier momento podía producirse una avalancha de fantasmas...
-Creo que tienes razón, ese día el Generalísimo no era verdad, era su fantasma...
-¡Dios bendito!
Y fue cierto que esa noche, y las siguientes, se oyeron en nuestro patio y en nuestro sótano más gritos que nunca, voces alborotadas y temibles de fantasmas que protestaban, que estaban dispuestos a salir a la calle y decir que los fantasmas son puro humo, incapaces de una revolución, menos de atacar a un generalísimo...Más bien los fantasmas son gente triste y acobardada...
-¿Tu oíste los fantasmas esa noche?
-Todos los estuvimos oyendo hasta la madrugada. Nunca los oímos tanto. Eran chillidos de mujer, de ancianos y niños que pedían libertad...Era como si estuvieran presos. Luego, con los claros del día, se apaciguaron, se fueron quedando dormidos...
Que los fantasmas duermen fue un descubrimiento para todos. ¿Dónde suelen dormir los fantasmas? No sería en el cementerio, allí solo hay tumbas y cruces, nombres borrados, tierra aplastada...
-No, los fantasmas no están en el cementerio. El cementerio es tierra de difuntos. Los fantasmas viven, no están muertos, sufren más que nosotros y nunca dejan de hablar. Siempre están hablando...
Durante mucho tiempo se estuvo comentando en la ciudad aquella visita furtiva del Generalísimo con su séquito que algunos quisieron justificar con las prisas de un jefe de estado, pendiente de graves asuntos patrios.¿Quienes éramos nosotros comparados con la inmensidad del mar? Nada. Se retiraron las banderas y las colgaduras y poco a poco, como es de rigor, se fueron acallando los comentarios. El tiempo todo lo olvida...
-¿Y la visita de Eisenhower?
-Bueno, Eisenhower no vino a la ciudad, vino a Madrid...Vino a hacer las paces con Franco. España le cedería tierras para sus bases militares y ellos nos quitarían el hambre crónica que padecíamos...Un simple trato comercial...
-Se paseó con Franco por la Gran Vía, de Madrid, en coche descubierto, miles de personas salieron a vitorearle. Merecía la pena, porque no podíamos aguantar más, a pesar de nuestro patriotismo...
-¡Fantasmas!¡Fantasmas!
Se le hicieron al presidente americano multitud de regalos y, nuestro pueblo, ombligo del mundo, también mandó a Madrid una comisión agradecida para entregarle el regalo de todos nosotros. Nosotros, patria chica del fundador de Buenos Aires, como Nueva York. Aquella noble comisión ilusionada, al bajar del tren en Atocha, se fue directa a la embajada USA para entregar al presidente su presente. Se trataba de un cuadro al óleo, obra de un laureado pintor local, una obra de arte. Al llegar a la embajada, no les recibió el presidente ni el señor embajador, sino la policía queriendo saber cual era el motivo de aquella visita... Resultado, incautaron la pintura y a la comisión la remitieron urgente a su lugar de procedencia si no querían ir directamente a la cárcel...Los habían tomado seguramente por disidentes, republicanos, gente que siempre está entregando escritos de protesta con muchas firmas... Regresaron tristes, olvidados del precioso cuadro, orgullo de la ciudad...
-El viaje ha sido un desastre. Nos han tomado por lo que no somos, ¡por fantasmas!, de milagro nos hemos librado de la cárcel.
-¿Vosotros a la cárcel? ¡Pero si sois de derechas de toda la vida! ¿Es que no se dieron cuenta?
-En Madrid no saben nada de nada. Nos amenazaron como a delincuentes, con muy malos modos...
-¿Y el cuadro?
Nadie sabía nada del cuadro. Les fue requisado. Nunca más se supo. ¿Qué decir al pintor laureado?
Que Madrid no supiera que nuestro pueblo era un compendio de historia, una ciudad noble y leal, pueblo declarado ciudad devastada por la guerra, que tenía todavía en pie las ruinas de la contienda, no lo entendía nadie. Pero si en Madrid tenemos ilustres hijos periodistas. ¿Cómo la prensa no se ha hecho eco del desaire? Lo que esta ciudad pretendía era sumarse al homenaje nacional y saludar al presidente de una nación poderosa y amiga...¡Por fin iba a llegar trigo a España! ¡Y conservas! Después de todo, América es hija de España, criada a nuestras ubres maternas. A españoles que se fueron a la conquista de aquel mundo en circunstancias aciagas, en frágiles naves, debían ellos su riqueza y su cultura, su prosperidad. ¡No pueden negar nuestra paternidad! Propio de hijos, es socorrer a los padres en apuros...
El laureado pintor, no se dio por enterado. Se hacía ilusiones pensando que su cuadro figuraría en algún salón de la Casa Blanca, en Washington. Cualquier experto que lo viese, descubriría enseguida la mano de un maestro de la pintura...
Nadie quería convencerse de que vivimos en un mundo fantasmal y que nada de lo visto y no visto era real, ni Franco ni Eisenhower. ¡Ni el cuadro de don Aureliano!




Novela inédita, por entregas,
de José Asenjo Sedano, año 2008

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